miércoles, 26 de diciembre de 2012

CORTÁZAR


Con un solo brazo nos abrazaba a los dos. El brazo era larguísimo, como antes, pero todo el resto se había reducido mucho, y por eso Helena lo soñaba con desconfianza, entre creyendo y no creyendo. Julio Cortázar explicaba que había podido resucitar gracias a una máquina japonesa, que era una máquina muy buena pero que todavía estaba en fase de experimentación, y que por error la máquina lo había dejado enano.

Julio contaba que las emociones de los vivos llegan a los muertos como si fueran cartas, y que él había querido volver a la vida por la mucha pena que le daba la pena que su muerte nos había dado. Además, decía, estar muerto es una cosa que aburre. Julio decía que andaba con ganas de escribir algún cuento sobre eso.

Eduardo Galeano

jueves, 20 de diciembre de 2012

Casa de locos


De a ratos se acerca y me pregunta que pasa con la  rata, si paso, si la vi. Me dice que es un hamster de color blanco, que lo mira fijo desde arriba del ropero. Que ya la va a agarrar...


Yo me tiro en el piso y espero a que la rata pase, lista para darle en la cabeza con una rueda de color rojo.


Los ruidos nunca cesan, a veces es aire, otras veces son voces susurrando todo el tiempo. También es un cuchillo afilándose en el patio, gotas que caen formando una melodía llena de nostalgia y de las cosas de que se yo, de la infancia que ya se borraron pero que se sienten de alguna manera.


Se me acerca de nuevo, esta vez sacándose el pantalón y me dice que se va a casar, llevando un traje con una cola muy larga, un traje de color rosa, y después me pregunta en que momento y por que motivo perdió el pantalón y si de verdad esta lloviendo o lo estamos imaginando.


Una chica vestida de blanco con los ojos negros de ojeras se me viene encima despacio y la confundo con un pequeño gato. Me dice que siempre va a perdonar mis indiscreciones, mis "vueltitas" por los barrios bajos y yo le doy las gracias y le beso la mano.



Todavía es temprano y todavía pertenecemos un poco al mundo de los vivos.A las cuatro de la mañana mas o menos ya todo esta perdido, dos personas perdidas en una nube de vapor oscuro, en el humo de una fogata que vemos en el medio del comedor, de donde saltan y gritan chispas con sonrisas burlonas que nos hacen poner furiosos.


Fumamos un cigarrillo en la ventana y escribimos historias con el humo. Novelas completas  que algún día alguien va a querer publicar y mejor aun, comprar y leer y decir: que genios! que locos!


Mientras me paso los dedos suavemente por el pelo, que para esta hora ya esta blanco, tomo un libro de la biblioteca y lo transformo en una caja. Me meto adentro y pienso en una rosa. Ahora el ya esta vestido de payaso, baila por toda la casa, rompe los platos, busca la rata, me pregunta si puede meterse a la caja, le digo que no, se pone a llorar, lo dejo entrar un rato.


Amanece y el ruido del gran reloj del living retumba por todos lados, un reloj que no tenemos pero que sin embargo escuchamos, uno que nos marca las horas y los delirios. Es cierto que a veces lloramos pero también es cierto que muchas otras veces somos felices en nuestro laberinto infinito de placas de tiza y hormiguero gigante, de fantasmas y una pecera vacía en la cocina.


Para las seis de la mañana ya estamos flotando en el techo que ahora es un mar lleno de peces que nos nadan en la panza, ya las dos cabezas están blancas y la rata esta viva, el reloj retumba, mi caja queda chica y las historias de humo de cigarrillo son aburridas pero ya es tarde para dormir o temprano para despertar.


Ahora queda abrir los paraguas y recordar vestirnos antes de salir a la calle. Queda salir y caminar, al trabajo, a la entrevista, a esas cosas de gente que hace la gente como la gente. Y nos sale tan bien, somos dos camaleones jugando en el mundo y somos dos mas del montón  Y así hay que seguir la rutina, no quiero ni imaginarme que nos pasaría si alguien conociera la verdad de nuestras noches en esta casa.

Melisa Crippa

LA MENINGITIS Y SU SOMBRA


No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de
Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra
de todo esto.

He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las 7 de la mañana, recibo una
tarjeta de Funes, que dice así:

     _Estimado amigo:

     Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche
     por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo

     Luis María Funes_.

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a
las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin
un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es
bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por
cierto que tiene dos hermanas bastante monas.

Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que
una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor
Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio
nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que
con Funes.

Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:

--Veamos, Durán: Vd. comprende de sobra que no he venido a verlo a
esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es cierto?

--Me parece que sí--no pude menos que responderle.

--Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo
lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me permite?

--Todo lo que quiera--le respondí francamente, aunque poniéndome al
mismo tiempo en guardia.

Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres
entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:

--¿Qué clase de inclinación siente Vd. hacia María Elvira Funes?

¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes,
hermana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a
esa persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira
a un loco.

--¿María Elvira Funes?--repetí.--Ningún grado ni ninguna inclinación.
La conozco apenas. Y ahora...

--No, permítame--me interrumpió.--Le aseguro que es una cosa bastante
seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada
entre Vds. dos?

--¡Pero está loco!--le dije al fin.--¡Nada, absolutamente nada! Apenas
la conozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde de
haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres,
en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito por
décima vez, inclinación particular hacia ella.

--Es raro, profundamente raro...--murmuró el hombre, mirándome
fijamente.

Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese--y lo
era,--pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.

--Creo que tengo ahora el derecho...

Pero me interrumpió de nuevo:

--Sí, tiene derecho de sobra... ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con
dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de
broma... La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a
la muerte... ¿Entiende algo?--concluyó mirándome bien a los ojos.

Yo hice lo mismo con él durante un rato.

--Ni una palabra--le contesté.

--Ni yo tampoco--apoyó encogiéndose de hombros.--Por eso le he dicho
que el asunto es bien serio... Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá
allá? Es indispensable.

--Iré--le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.

Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota
qué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de una
hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.

       *       *       *       *       *

Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en
mi vida. Metempsícosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del
mundo interior, no son nada en comparación de este mi propio absurdo
en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse
loco. Véase:

Fuí a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un
rato, esforzándonos como dos zonzos, puesto que comprendiéndolo así
evitábamos mirarnos, en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró
Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de
cigarrillos, pues se me habían concluído. Mi ex condiscípulo me contó
entonces lo que en resumen es esto:

Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa,
María Elvira se había sentido mal--cuestión de un baño demasiado frío
esa tarde, según opinión de la madre. Lo cierto es que había pasado la
noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente,
mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su
cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir.
Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las
proyecciones sicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y
giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo,
pero que absorbe su vida entera. Es una obsesión--prosiguió
Ayestarain,--una sencilla obsesión a 42°. Tiene constantemente fijos
los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se
resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos
pensado con mis colegas en calmar eso... No puede seguir así. ¿Y sabe
Vd.--concluyó--a quién nombra cuando el sopor la aplasta?

--No sé...--le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente
de ritmo.

--A Vd.--me dijo, pidiéndome fuego.

Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.

--¿No entiende todavía?--dijo al fin.

--Ni una palabra...--murmuré aturdido, tan aturdido, como puede
estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran
actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la
portezuela... Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al
médico qué explicación razonable se podía dar de eso.

--¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere Vd. que se sepa
de eso? Ah, bueno... Si quiere una a toda costa, supóngase que en una
tierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como en
cualquier parte. Viene un terremoto, remueve como un demonio eso,
tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o del
fondo, lo mismo da. Una planta magnífica... ¿Le basta eso? No podría
decirle una palabra más. ¿Por qué Vd., precisamente, que apenas la
conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su
cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa
de esto?

--Sin duda...--repuso a su mirada siempre interrogante, sintiéndome al
mismo tiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuito
de divagación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después.

En ese momento entró Luis María.

--Mamá lo llama--dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisa
forzada:

--¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?... Sería cosa de volverse loco
con otra persona...

Esto de _otra persona_ merece una explicación. Los Funes, y en
particular la familia de que comenzaba a formar tan ridícula parte,
tienen un fuerte orgullo; por motivos de abolengo, supongo, y por su
fortuna, que me parece lo más cierto. Siendo así, se daban por
pasablemente satisfechos con que las fantasías amorosas del hermoso
retoño se hubieran detenido en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez de
mariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficiente posición social.
Así, pues, agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacía
honor el joven patricio.

--Es extraordinario...--recomenzó Luis María, haciendo correr con
disgusto los fósforos sobre la mesa. Y un momento después, con una
nueva sonrisa forzada:

--¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no?
Creo que vuelve Ayestarain.

En efecto, éste entraba.

--Empieza otra vez...--sacudió la cabeza, mirando únicamente a Luis
María. Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisa
forzada de esa noche:

--¿Quiere que vayamos?

--Con mucho gusto--le dije. Y fuimos.

Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo,
todos con cierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía
haberlo esperado, fué la penumbra del dormitorio. La madre y la
hermana, de pie, me miraron fijamente, respondiendo con una corta
inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deber pasar de allí.
Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa
de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubeando,
pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué
a la cama.

Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos
aman, cuando uno se va acercando mucho a ellos. Pero la luz de
aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me
acercaba, el mareado relampagueo de dicha, hasta el estrabismo, cuando
me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a 37° los volveré
a hallar.

Balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios
resecos, que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba a
hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia
mí. Su intención era tan inequívoca que le tomé la mano,

--Siéntese ahí--murmuró.

Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.

Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña
y disparatada:

Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una
mano ardida en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado
opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis
María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la madre y la hermana. Y
todos sin hablar, mirándonos con el ceño fruncido.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento
en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los
míos, y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras
otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí,
confiada en profunda felicidad.

¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más.
Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más
entre la suya.

--Todavía no...--murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su
cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo,
y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando
tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos
o tres veces miré exclusivamente al médico; pero éste bajó las
pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón, al fin, porque de
pronto, bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cerró los
ojos y se durmió.

Salimos todos, menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No
era fácil decir algo--yo al menos. La madre por fin se dirigió a mí
con una triste y seca sonrisa:

--Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!

¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que
les parecía horrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a
ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre.
Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del
estado de la enferma; descansaba con una placidez desconocida aún. La
madre miró a otro lado, y yo miré al médico: podía irme, claro que sí,
y me despedí.

       *       *       *       *       *

He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi
habitual vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis
María, madre, hermanas, médicos y parientes colaterales. Porque si se
concreta bien la situación, ella da lo siguiente:

Hay una joven de diez y nueve años, muy bella sin duda alguna, que
apenas me conoce y a quien le soy profunda y totalmente indiferente.
Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven
también--ingeniero, si se quiere--que no recuerda haber pensado dos
veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable,
inteligible y normal.

Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por
el estilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el
delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus
amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No señor; por mí.

¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación, que haré
conocer al primero de esa bendita casa que llegue a mi puerta.

       *       *       *       *       *

Sí, es claro. Como lo esperaba, Ayestarain estuvo este mediodía a
verme. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis.

--¿Meningitis?--me dijo--¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía, y
anoche también... Hoy ya no tenemos idea de lo que será.

--Pero, en fin--objeté,--siempre una enfermedad cerebral...

--Y medular, claro está... Con unas lesioncillas quién sabe dónde...
¿Vd. entiende algo de medicina?

--Muy vagamente...

--Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale...
Era un caso para marchar a todo escape a la muerte... Ahora hay
remisiones--tac--tac--tac, justas como un reloj...

--Pero el delirio--insistí--¿existe siempre?

--¡Ya lo creo! Hay de todo allí... Y a propósito, esta noche lo
esperamos.

Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije
que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche
anterior, y que no pensaba ir más.

Ayestarain me miró fijamente:

--¿Por qué? ¿Qué le pasa?

--Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá... Dígame:
¿Vd. tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente
ridícula; si o no?

--No se trata de eso...

--Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido... ¡Curioso que
no comprenda!

--Comprendo de sobra... Pero me parece algo así como...--no se
ofenda--cuestión de amor propio.

--Muy lindo!--salté--¡Amor propio! ¡Y no se les ocurre otra cosa! ¡Les
parece cuestión de amor propio ir a sentarse como un idiota para que
me tomen la mano la noche entera ante toda la parentela con el ceño
fruncido! Si a Vds. les parece una simple cuestión de amor propio,
arréglense entre Vds. Yo tengo otras cosas que hacer.

Ayestarain comprendió al parecer la parte de verdad que había en lo
anterior, porque no insistió, y hasta que se fué no volvimos a hablar
de aquello.

Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos
acabo de recibir una esquela del médico, así concebida:

     _Amigo Durán:

     Con todo su bagaje de rencores, nos es indispensable
     esta noche. Supóngase una vez más que Vd. hace de
     cloral, brional, el hipnótico que menos le irrite los
     nervios, y véngase_.

     Dije un momento antes que lo malo era la precedente
     carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no
     espero sino esa carta...

       *       *       *       *       *

Durante siete noches consecutivas--de once a una de la mañana, momento
en que remitía la fiebre, y con ella el delirio--he permanecido al
lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes.
Me ha tendido a veces su mano como la primera noche, y otras se ha
preocupado de deletrear mi nombre, mirándome. Sé a ciencia cierta,
pues, que me ama profundamente en ese estado, no ignorando tampoco que
en sus momentos de lucidez no tiene la menor preocupación por mi
existencia, presente o futura. Esto crea así un caso de sicología
singular de que un novelista podría sacar algún partido. Por lo que a
mí se refiere, sé decir que esta doble vida sentimental me ha tocado
fuertemente el corazón. El caso es éste: María Elvira, si es que acaso
no lo he dicho, tiene los ojos más admirables del mundo. Está bien que
la primera noche yo no viera en su mirada sino el reflejo de mi propia
ridiculez de remedio innocuo. La segunda noche sentí menos mi
insuficiencia real. La tercera vez no me costó esfuerzo alguno
sentirme el ente dichoso que simulaba ser, y desde entonces vivo y
sueño ese amor con que la fiebre enlaza su cabeza a la mía.

¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no
sabe quien soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie.
Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a 40°, se pagan en
el día, y mucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual
esté expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi vano amor
nocturno... Amo, pues, una sombra, y pienso con angustia en el día en
que Ayestarain considere a su enferma fuera de peligro, y no precise
más de mí.

Crueldad ésta que apreciarán en toda su cálida simpatía, los hombres
que están enamorados--de una sombra o no.

       *       *       *       *       *

Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la enferma sigue mejor, y
que mucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre de la
presencia de María Elvira.

--Sí, compañero--me dice. Libre de veladas ridículas, de amores
cerebrales, y ceños fruncidos... ¿Se acuerda?

Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el taimado galeno se
echa a reir y agrega:

--Le vamos a dar en cambio una compensación... Los Funes han vivido
estos quince días con la cabeza en el aire, y no extrañe, pues, si han
olvidado muchas cosas, sobre todo en lo que a Vd. se refiere... Por
lo pronto, hoy cenamos allá. Sin su bienaventurada persona--dicho sea
de paso--y el amor de marras, no sé en qué hubiera acabado aquello...
¿Qué dice Vd.?

--Digo--le he respondido--que casi estoy tentado de declinar el honor
que me hacen los Funes, admitiéndome a su mesa...

Ayestarain se echó a reir.

--¡No embrome!... Le repito que no sabían dónde tenían la cabeza...

--Pero para opio, y morfina, y calmante de mademoiselle, sí, eh? Para
eso no se olvidaban de mí!

Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente.

--¿Sabe lo que pienso, compañero?

--Diga.

--Que usted es el individuo más feliz de la tierra.

--¿Yo, feliz?...

--O más suertudo. ¿Entiende ahora?

Y quedó mirándome. ¡Hum!--me dije a mí mismo:

O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno merece que lo
abrace hasta romperle el termómetro dentro del bolsillo. El maligno
tipo sabe más de lo que parece, y acaso, acaso... Pero vuelvo a lo de
idiota, que es lo más seguro.

--¿Feliz?...--insistí sin embargo--¿Por el amor estrafalario que Vd.
ha inventado con su meningitis?

Ayestarain tornó a mirarme fijamente, pero esta vez creí notar un
vago, vaguísimo dejo de amargura.

--Y aunque no fuera más que eso, grandísimo zonzo...--ha murmurado,
cogiéndome del brazo para salir.

En el camino--hemos ido al Águila, a tomar el vermut--me ha explicado
bien claro tres cosas.

1°: que mi presencia, al lado de la enferma, era absolutamente
necesaria, dado el estado de profunda excitación--depresión--todo en
uno--de su delirio.--2°: que los Funes lo habían comprendido así, ni
más ni menos, a despecho de lo raro, subrepticio e inconveniente que
pudiera parecer la aventura, constándoles, está claro, lo artificial
de todo aquel amor.--3°: que los Funes han confiado sencillamente en
mi educación, para que me dé cuenta--sumamente clara--del sentido
terapéutico que ha tenido mi presencia ante la enferma, y la de la
enferma ante mí.

--Sobre todo lo último, ¿eh?--he agregado a guisa de comentario.--El
objeto de toda esta charla es éste: que no vaya yo jamás a creer que
María Elvira siente la menor inclinación real hacia mí. ¿Es eso?

--¡Claro!--se ha encogido de hombros el médico.--Póngase Vd. en su
lugar...

Y tiene razón el bendito hombre. Porque a la sola
probabilidad de que ella...

Anoche cené en lo de Funes. No era precisamente una comida alegre, si
bien Luis María, por lo menos, estuvo muy cordial conmigo. Querría
decir lo mismo de la madre, pero por más esfuerzos que hacía para
hacerme grata la mesa, evidentemente no ve en mí sino a un intruso a
quien en ciertas horas su hija prefiere un millón de veces. Está
celosa, y no debemos condenarla. Por lo demás, se alternaban con su
hija para ir a ver a la enferma. Esta había tenido un buen día, tan
bueno que por primera vez después de quince días no hubo esa noche
subida seria de fiebre, y aunque me quedé hasta la una por pedido de
Ayestarain, tuve que volverme a casa sin haberla visto un instante.
¿Se comprende esto? ¡No verla en todo el día! ¡Ah! Si por bendición de
Dios, la fiebre, fiebre de 40, 80, 120°, cualquier fiebre, cayera esta
noche sobre su cabeza...

Y aquí está: esta sola línea del bendito Ayestarain:

     _Delirio de nuevo. Venga en seguida_.


       *       *       *       *       *

Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien que mal a un
hombre discreto. Véase esto ahora:

Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su brazo como la primera
vez. Acostó su cara sobre la mejilla izquierda, y cómoda así, fijó los
ojos en mí. No sé qué me decían sus ojos; posiblemente me daban toda
su vida y toda su alma en una entrega infinitamente dichosa. Sus
labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oir:

--Soy feliz--se sonrió.

Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo, y me incliné otra
vez.

--Y después...--murmuró apenas, cerrando los ojos con lentitud. Creo
que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero la luz, la insensata luz que
extravía la mirada en los relámpagos de felicidad, inundó de nuevo sus
ojos. Y esta vez oí bien claro, sentí claramente sobre mi rostro
esta pregunta:

--Y cuando sane y no tenga más delirio...¿me querrás todavía?

¡Locura que se ha sentado a horcajadas sobre mi corazón! ¡_Después_!
¡Cuando no tenga _más delirio_! ¿Pero estábamos todos locos en la
casa, o había allí, proyectado fuera de mí mismo, un eco a mi
incesante angustia del _después_? ¿Cómo es posible que ella dijera
eso? ¿Había meningitis o no? ¿Había delirio o no? Luego mi María
Elvira...

No sé qué contesté; presumo que cualquier cosa a escandalizar a la
parentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado
yo; apenas había murmurado ella con una sonrisa... y se durmió.

De vuelta a casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de
saltar al aire y lanzar alaridos de felicidad. ¿Quién, de entre
nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo mismo? Porque las
cosas, para ser claras, deben ser planteadas así: La enferma con
delirio, que por una aberración sicológica cualquiera, ama,
_únicamente_ en su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, el
mismo X, que desgraciadamente para él, no se siente con fuerzas para
concretarse exclusivamente a su papel medicamentoso. Y he aquí que la
enferma, con su meningitis y su inconsciencia--su incontestable
inconsciencia--murmura a nuestro amigo:

_Y cuando no tenga más delirio... me querrás todavía?_

Esto es lo que yo llamo un pequeño caso de locura, claro y rotundo.
Anoche, cuando llegaba a casa, creí un momento haber hallado la
solución, que sería ésta: María Elvira, en su fiebre, soñaba que
estaba despierta. ¿A quién no ha sido dado soñar que está soñando?
Ninguna explicación más sencilla, claro está.

Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos,
que empapándonos de dicha se anegan ellos mismos en un amor que no se
puede mentir: cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura
extrañeza los rostros familiares, para caer en extática felicidad ante
uno mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ese, uno tiene el
derecho de soñar toda la noche con aquel amor--o seamos más
explícitos: con María Elvira Funes.

       *       *       *       *       *

¡Sueño, sueño y sueño! Han pasado dos meses, y creo a veces soñar aún.
¿Fuí yo o no, por Dios bendito, aquél a quien se le tendió la mano, y
el brazo desnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aún
los rostros bien amados de la casa? ¿Fuí yo o no el que apaciguó en
sus ojos, durante minutos inmensos de eternidad, la mirada mareada de
amor de mi María Elvira?

Si, fuí yo. Pero eso está acabado, concluído, finalizado, muerto,
inmaterial, como si nunca hubiera sido. Y sin embargo...

Volví a verla a los veinte días después. Ya estaba sana, y cené con
ellos. Hubo al principio una evidente alusión a los desvaríos
sentimentales de la enferma, todo con gran tacto de la casa, en lo que
cooperé cuanto me fué posible, pues en esos veinte días transcurridos
no había sido mi preocupación menor, pensar en la discreción de que
debía yo hacer gala en esa primera entrevista.

Todo fué a pedir de boca, no obstante.

--Y Vd.--me dijo la madre sonriendo--¿ha descansado del todo de las
fatigas que le hemos dado?

--Oh, era muy poca cosa!... Y aún--concluí riendo también--estaría
dispuesto a soportarlas de nuevo...

María Elvira se sonrió a su vez.

--Vd. sí; pero yo, no, le aseguro!

La madre la miró con tristeza:

--¡Pobre, mi hija! Cuando pienso en los disparates que se te han
ocurrido... En fin--se volvió a mí con agrado.--Vd. es ahora--podríamos
decir--de la casa, y le aseguro que Luis María lo estima muchísimo.

El aludido me puso la mano en el hombro y me ofreció cigarrillos.

--Fume, fume, y no haga caso.

--¡Pero Luis María!--le reprochó la madre, semi-seria--cualquiera
creería al oirte que le estamos diciendo mentiras a Durán!

--No, mamá; lo que dices está perfectamente bien dicho; pero Durán me
entiende.

Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar con amabilidades
más o menos sosas; pero no se lo agradecí en lo más mínimo.

Entretanto, cuantas veces podía, sin llamar la atención, fijaba los
ojos en María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía ante mí, sana, bien sana.
Había esperado y temido con ansia ese instante. Había amado una
sombra, o más bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo,
pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como
de un capullo taciturno, se había levantado aquella espléndida figura
fresca, indiferente y alegre, que no me conocía. Me miraba como se
mira a un amigo de la casa, en el que es preciso detener un segundo
los ojos, cuando se cuenta algo o se comenta una frase risueña. Pero
nada más. Ni el más leve rastro de lo pasado, ni siquiera afectación
de no mirarme, con lo que había yo contado como último triunfo de mi
juego. Era un sujeto--no digamos sujeto, sino ser--absolutamente
desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia que me haría
recordar, mientras la miraba, que una noche, esos mismos ojos ahora
frívolos me habían dicho, a ocho dedos de los míos:

--¿Y cuando esté sana... me querrás todavía?

¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad muerta, sellada a
fuego en el cofrecillo hormigueante de una fiebre cerebral!
Olvidarla... Siendo lo que hubiera deseado, era precisamente lo que
no podía hacer.

Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas
colocando a éste entre su hermana y yo; podía así mirarla impunemente,
so pretexto de que mi vista iba naturalmente más allá de mi
interlocutor. Y es extraordinario cómo su cuerpo, desde el más
invisible cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, era un vivo
deseo, y cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su
falda contra el charol iba arrastrando mi alma como un papel.

Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente,
pues estaba a su paso, mientras yo, como un idiota, continuaba soñando
con una súbita detención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas
sobre mis sienes:

--Y bien: ahora que me has visto de pie: ¿me quieres todavía?

¡Bah! Muerto, bien muerto, me despedí, y oprimí un instante aquella
mano fría, amable y rápida.

       *       *       *       *       *

Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es ésta: María
Elvira puede no recordar lo que sintió en sus días de fiebre, admito
esto. Pero está perfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos
posteriores. Luego, es imposible que yo esté para ella desprovisto del
menor interés. De encantos--¡Dios me perdone!--todo lo que ella
quiera. Pero de interés, el hombre con quien se ha soñado veinte
noches seguidas, eso no. Por lo tanto, su perfecta indiferencia a mi
respecto, no es racional. ¿Qué ventajas, qué remota probabilidad de
dicha puede reportarme constatar esto? Ninguna, que yo vea. María
Elvira se precave así contra mis posibles pretensiones por aquello; he
aquí todo.

En lo que no tiene razón. Que me guste desesperadamente, muy bien.
Pero que vaya yo a exigir el pago de un pagaré de amor firmado sobre
una carpeta de meningitis, ¡diablo! eso no.

       *       *       *       *       *

Nueve de la mañana.--No es hora sobremanera decente de acostarse, pero
así es. Del baile de lo de Rodríguez Peña, a Palermo. Luego al bar.
Todo perfectamente solo. Y ahora a la cama.

Pero no sin disponerme a concluir el paquete de cigarrillos, antes de
que el sueño venga. Y aquí está la causa: bailé anoche con María
Elvira. Y después de bailar, hablamos así:

--Estos puntitos de la pupila--me dijo, frente uno de otro en la
mesita,--no se me han ido aún. No sé qué será... Antes de mi
enfermedad no los tenía.

Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de hacerle notar ese
detalle. Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos.

Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era
tarde.

--Sí,--le dije, observando sus ojos;--me acuerdo de que antes no los
tenía...

Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reir:

--Es cierto; Vd. debe saberlo más que nadie.

¡Ah! ¡qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin de sobre mi
pecho! Era posible hablar de eso, por fin!

--Eso creo--repuse.--Más que nadie, no sé... Pero si; en el momento a
que se refiere, más que nadie, con seguridad.

Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar demasiado de tono.

¡Ah, sí!--se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, seria ya,
alzándolos a las parejas que pasaban a nuestro lado.

Corrió un momento, para ella de perfecto olvido de lo que hablábamos,
supongo, y de sombría angustia para mí. Pero sin bajar los ojos, como
si le interesaran siempre los rostros que cruzaban en sucesión de
film, agregó de costado:

--Cuando era mi amor, al parecer.

--Perfectamente bien dicho--le dije--su amor _al parecer_.

Ella me miró entonces, devolviéndome la sonrisa.

--No...

Y se calló.

--¿No... qué? Concluya.

--¿Para qué? Es una zoncera.

--No importa; concluya.

Ella se echó a reir:

--¿Para qué? En fin...¿no supondrá que no era _al parecer_?

--Es un insulto gratuito--le respondí.--Yo fuí el primero en constatar
la exactitud de la cosa, cuando yo era su amor... _al parecer_.

--¡Y dale!...--murmuró.--Pero a mi vez el demonio de la locura me
arrastró tras aquel ¡_y dale_! burlón, a una pregunta que nunca
debiera haber hecho.

--Oigame, María Elvira--me incliné:--¿Vd. no recuerda nada, no es
cierto, nada de aquella ridícula historia?

Me miró muy seria, con altivez, si se quiere, pero al mismo tiempo con
atención, como cuando nos disponemos a oir cosas que a pesar de todo
no nos disgustan.

--¿Qué historia?--dijo.

--La otra, cuando yo vivía a su lado...--le hice notar con suficiente
claridad.

--Nada... absolutamente nada.

--Veamos; míreme un instante...

--No, ni aunque lo mire...--me lanzó en una carcajada.

--No, no es eso... Usted me ha mirado demasiado antes para que yo no
sepa... Quería decirle esto: ¿No se acuerda Vd. de haberme dicho algo...
dos o tres palabras nada más... la última noche que tuvo fiebre?

María Elvira contrajo las cejas un largo instante, y las levantó
luego, más altas que lo natural. Me miró atentamente, sacudiendo
la cabeza:

--No, no recuerdo...

--¡Ah!--me callé.

Pasó un rato. Vi de reojo que me miraba aún.

--¿Qué--murmuró.

--¿Qué... qué?--repetí.

--¿Qué le dije?

--Tampoco me acuerdo ya...

--Sí, se acuerda... ¿Qué le dije?

--No sé, le aseguro...

--Sí, sabe... ¿Qué le dije?

--¡Veamos!--me eché de nuevo sobre la mesa.--Si Vd. no recuerda
absolutamente nada, puesto que todo era una alucinación de fiebre,
¿qué puede importarle lo que me haya o no dicho en su delirio?

El golpe era serio. Pero María Elvira no pensó en contestarlo,
contentándose con mirarme un instante más y apartar la vista con una
corta sacudida de hombros.

--Vamos--me dijo bruscamente.--Quiero bailar este vals.

--Es justo--me levanté.--El sueño de vals que bailábamos no tiene nada
de divertido.

No me respondió. Mientras avanzábamos al salón, parecía buscar con los
ojos a alguno de sus habituales compañeros de vals.

--¿Qué sueño de vals desagradable para Vd.?--me dijo de pronto, sin
dejar de recorrer el salón con la vista.

--Un vals de delirio... no tiene nada que ver con esto--me encogí a
mi vez de hombros.

Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aunque María Elvira no
dijo una palabra, tampoco pareció hallar al compañero ideal que
buscaba. De modo que deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada--la
ineludible forzada sonrisa que campeó sobre toda aquella historia:

--Si quiere, entonces, baile este vals con su amor...

--... _al parecer_. No agrego una palabra más--repuse, pasando la mano
por su cintura.

       *       *       *       *       *

Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre, Angélica y Luis María
están para mí ahora llenos de poético misterio! La madre es, desde
luego, la persona a quien María Elvira tutea y besa más íntimamente.
Su hermana la ha visto desvestirse. Luis María, por su parte, se
permite pasarle la mano por la barbilla cuando entra y ella está
sentada de espaldas. Tres personas bien felices, como se ve, e
incapaces de apreciar la dicha en que se ven envueltos.

En cuanto a mí, me paso la vida llevando cigarros a la boca como quien
quema margaritas: ¿me quiere? ¿no me quiere?

Después del baile en lo de Peña, he estado con ella muchas veces--en
su casa, desde luego, todos los miércoles.

Conserva su mismo círculo de amigos, sostiene a todos con su risa, y
flirtea admirablemente cuantas veces se lo proponen. Pero siempre
halla modo de no perderme de vista. Esto cuando está con los otros.
Pero cuando está conmigo, entonces no aparta los ojos de ellos.

¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo desde hace un mes
una buena laringitis, a fuerza de ahumarme la garganta.

Anoche, sin embargo, he tenido un momento de tregua. Era miércoles.
Ayestarain conversaba conmigo, y una breve mirada de María Elvira,
lanzada hacia nosotros por sobre los hombros del cuádruple flirt que
la rodeaba, puso su espléndida figura en nuestra conversación.
Hablamos de ella, y fugazmente, de la vieja historia. Un rato después
se detenía ante nosotros.

--¿De qué hablan?

--De muchas cosas; de Vd. en primer término--respondió el médico.

--Ah, ya me parecía...--Y recogiendo hacia ella un silloncito romano,
se sentó cruzada de piernas, el busto tendido adelante, con la cara
sostenida en la mano.

--Sigan; ya escucho.

--Contaba a Durán--dijo Ayestarain,--que casos como el que le ha
pasado a Vd. en su enfermedad, son raros, pero hay algunos. Un autor
inglés, no recuerdo cual, cita uno. Solamente que es más feliz que
el suyo.

--¿Más feliz? ¿Y por qué?

--Porque en aquél no hay fiebre, y ambos se aman en sueños. En cambio,
en este caso, Vd. era únicamente quien amaba...

¿Dije ya que la actitud de Ayestarain me había parecido siempre un
tanto tortuosa respecto a mí? Si no lo dije, tuve en aquel momento un
fulminante deseo de hacérselo sentir, no solamente con la mirada.
Algo, no obstante, de ese anhelo debió percibir en mis ojos, porque se
levantó riendo:

--Los dejo para que hagan las paces.

--¡Maldito bicho!--murmuré, ya tranquilo cuando se alejó.

--¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?

--Dígame, María Elvira--exclamé--¿le ha hecho el amor a Vd. alguna
vez?

--¿Quién, Ayestarain?

--Sí, él.

Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente en los ojos, seria:

--Sí--me contestó.

--¡Ah, ya me lo esperaba!... Por lo menos ese tiene
suerte...--murmuré, ya amargado del todo.

--¿Por qué?--me preguntó.

Sin responderle, me encogí violentamente de hombros y miré a otro
lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momento.

--¿Por qué?--insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las
mujeres, cuando comienzan a hallarse perfectamente a gusto con un
hombre. Estaba ahora, y estuvo durante los breves momentos que
siguieron, de pie, con la rodilla sobre el silloncito. Mordía un
papel--jamás supe de dónde pudo salir--y me miraba, subiendo y bajando
imperceptiblemente las cejas.

--¿Por qué?--repuse al fin.--Porque él ha tenido por lo menos la
suerte de no servir de muñeco ridículo al lado de una cama, y puede
hablar seriamente, sin ver subir y bajar las cejas como si no se
entendiera lo que digo...¿comprende ahora?

María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió
negativamente la cabeza, con su papel en los labios.

--¿Es cierto o no?--insistí, pero ya con el corazón a loco escape.

Ella tornó a sacudir la cabeza:

--No, no es cierto...

--¡María Elvira!--llamó Angélica de lejos.

Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuna.
Pero jamás una voz fraternal ha caído en un diluvio de hielo y pez
fría tan fuera de propósito como aquella vez.

María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla.

--Me voy--me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando
afrontaba un flirt.

--¡Un solo momento!--le dije.

--¡Ni uno más!--me respondió alejándose ya y negando con la mano.

¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar el papelito húmedo,
hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrellar el
sillón contra la pared. Y estrellarme en seguida yo mismo contra un
espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir,
sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Sicologías de hombre corrido! Y la
primer coqueta cuya rodilla está marcada allí, se burla de todo eso
con una frescura sin par!

       *       *       *       *       *

No puedo más. La quiero como un loco, y no sé, lo que es más amargo
aún, si ella me quiere realmente o no. Además, sueño, sueño demasiado,
y cosas por el estilo: Ibamos del brazo por un salón, ella toda de
blanco, y yo como un bulto negro a su lado. No había más que personas
de edad en el salón, y todas sentadas, mirándonos pasar. Era, sin
embargo, un salón de baile. Y decían de nosotros: _La meningitis y Su
Sombra_. Me desperté, y volví a soñar: el tal salón de baile estaba
frecuentado por los muertos diarios de una epidemia. El traje blanco
de María Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de antes,
pero tenía ahora por cabeza un termómetro. Eramos siempre _La
meningitis y Su Sombra_.

¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy a
Europa, a Norte América, a cualquier parte, donde pueda olvidarla.

¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándome
solo, como un payaso, o a desencontrarnos cada vez que nos sentimos
juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que le podrá
hacer a mis planos esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental!,
aunque no quiera); pero quedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay
para qué divertir más a las María Elvira.

       *       *       *       *       *

Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo de
anotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el último día que
vi a María Elvira.

Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoria
esperanza de suicida, fuí la tarde anterior de mi salida a despedirme
de los Funes. Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo,
por donde se verá cuánto desconfiaba de mí mismo.

María Elvira estaba indispuesta--asunto de garganta o jaqueca--pero
visible. Pasé un momento a la antesala a saludarla. La hallé hojeando
músicas, desganada. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo
de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los
labios pálidos, y los ojos oscuros de ojeras. Pero era ella siempre,
más hermosa aún para mí, porque la perdía.

Le dije sencillamente que me iba, y que le deseaba mucha felicidad.

Al principio no me comprendió.

--¿Se va? ¿Y adónde?

--A Norte América... Acabo de decírselo.

--¡Ah!--murmuró, marcando bien claramente la contracción de los
labios. Pero en seguida me miró, inquieta.

--¿Está enfermo?

--¡Pst!... no precisamente... No estoy bien.

--¡Ah!--murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios,
abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.

Por lo demás, llovía en la calle, y la antesala no estaba clara.

Se volvió a mí.

--¿Por qué se va?--me preguntó.

--¡Hum!--me sonreí--Sería muy largo, infinitamente largo de contar...
En fin, me voy.

María Elvira fijó aún los ojos en mí, y su expresión, preocupada y
atenta, se tornó sombría.

Concluyamos, me dije. Y adelánteme:

--Bueno, María Elvira...

Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda, de jaqueca.

--Antes de irse--me dijo--¿no me quiere decir por qué se va?

Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como
en un relámpago, la vi ante mí, como aquella noche, alejándose riendo
y negando con la mano: "no, ya estoy satisfecha"... ¡Ah, no, yo
también! ¡Con aquello tenía bastante!

--Me voy--le dije bien claro--porque estoy hasta aquí, de dolor,
ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora?

Tenía aún la mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la
música del atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y
mesura, y me miró de nuevo con esforzada y dolorosa sonrisa:

--¿Y si yo... le pidiera que no se fuera?...

--¡Pero por Dios bendito!--exclamé--¡No se da cuenta de que me está
matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi
infelicidad! ¿Qué ganamos, qué gana Vd. con estas cosas? ¡No, basta
ya! ¿Sabe Vd.--agregué adelantándome--lo que Vd. me dijo aquella
última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?

Quedó inmóvil, toda ojos.

--Si, dígame...

--¡Bueno! Vd. me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, Vd. me
dijo bien claro esto: y--cuan--do--no tenga--más--de--li--rio, me
que--rrás toda--ví--a? Vd. tenía delirio aún, ya lo sé... ¿Pero qué
quiere que haga yo ahora? ¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome
vivo con su modo de ser, porque la quiero como un idiota!... Esto es
bien claro también, eh? ¡Ah! le aseguro que no es vida la que llevo!
¡No, no es vida!

Había apoyado la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que
después de lo que había dicho, mi amor, mi alma, mi vida, se
derrumbaban para siempre jamás.

Pero era menester concluir y me volví: ella estaba a mi lado, y en sus
ojos--como en un relámpago, de felicidad esta vez--vi en sus ojos
resplandecer, marearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía
muerta ya.

--¡María Elvira!--exclamé, grité, creo.--¡Mi amor querido! ¡Mi alma
adorada!

Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluído, vencida,
entregada, dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho, postura
cómoda a su cabeza.

       *       *       *       *       *

Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es
bien posible, llorado, aullado de dolor, y debo creerlo porque así lo
he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo eso! Y tanto más
lejos porque--y aquí está lo más gracioso de esta nuestra
historia--ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la
lapicera, lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas
observaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos
engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo
demás, ella cree conmigo que la impresión general de la narración,
reconstruída por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo que
pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra de un ingeniero, no está
del todo mal.

En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última
línea escrita no es verdad: Mi narración no sólo no está del todo mal,
sino que está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable, me echa
los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco
centímetros.

--¿Es verdad?--murmura--o arrulla, mejor dicho.

--¿Se puede poner arrulla?--le pregunto.

--¡Sí, y esto, y esto! Y me da  un beso.

¿Qué más puedo añadir?

Horacio Quiroga

El hijo

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.

-Sí, papá -repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.

Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.

-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.

¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.

-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.

-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...

-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.

-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:

-Pobre papá...

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...

Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.

-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...

-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

-Piapiá... -murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.

-No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.

A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

Horacio Quiroga

El almohadón de plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Horacio Quiroga

miércoles, 19 de diciembre de 2012

CARTA ABIERTA A LA JUNTA MILITAR


1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.   El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades.   El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron.   Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo.   Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivtas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.
   2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror.   Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio.1   Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados.   De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda un ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras.   La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas.2   Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido.
   3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga.   Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras.   Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos.   Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia,incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de "cuenta-cadáveres" que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam.   El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y sólo 10 ó 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos.3   Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y Ios partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento.   Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor.4   El asesinato de Dardo Cabo, detenido en abril de 1975, fusilado el 6 de enero de 1977 con otros siete prisioneros en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército que manda el general Suárez Masson, revela que estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno.
   4. Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas.5   Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, "con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles" según su autopsia.   Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron.6   Treinta y cuatro cadáveres en Buenos Aires entre el 3 y el 9 de abril de 1976, ocho en San Telmo el 4 de julio, diez en el Río Luján el 9 de octubre, sirven de marco a las masacres del 20 de agosto que apilaron 30 muertos a 15 kilómetros de Campo de Mayo y 17 en Lomas de Zamora.   En esos enunciados se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las 3 A de López Rega, capaces dc atravesar la mayor guarnición del país en camiones militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de la Primera Brigada Aérea 7, sin que se enteren el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre "violencias de distintos signos" ni el árbitro justo entre "dos terrorismos", sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte.8   La misma continuidad histórica liga el asesinato del general Carlos Prats, durante el anterior gobierno, con el secuestro y muerte del general Juan José Torres, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruíz y decenas de asilados en quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en Chile, Boliva y Uruguay.9   La segura participación en esos crímenes del Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, como los comisarios Juan Gattei y Antonio Gettor, sometidos ellos mismos a la autoridad de Mr. Gardener Hathaway, Station Chief de la CIA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas.   Este cuadro de exterminio no excluye siquiera el arreglo personal de cuentas como el asesinato del capitán Horacio Gándara, quien desde hace una década investigaba los negociados de altos jefes de la Marina, o del periodista de "Prensa Libre" Horacio Novillo apuñalado y calcinado, después que ese diario denunció las conexiones del ministro Martínez de Hoz con monopolios internacionales.   A la luz de estos episodios cobra su significado final la definición de la guerra pronunciada por uno de sus jefes: "La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal".10
   5. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.   En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar11, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales.   Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisioncs internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9%12prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.13   Los resultados de esa política han sido fulminantes. En este primer año de gobierno el consumo de alimentos ha disminuido el 40%, el de ropa más del 50%, el de medicinas ha desaparecido prácticamente en las capas populares. Ya hay zonas del Gran Buenos Aires donde la mortalidad infantil supera el 30%, cifra que nos iguala con Rhodesia, Dahomey o las Guayanas; enfermedades como la diarrea estival, las parasitosis y hasta la rabia en que las cifras trepan hacia marcas mundiales o las superan. Como si esas fueran metas deseadas y buscadas, han reducido ustedes el presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares, suprimiendo hasta los hospitales gratuitos mientras centenares de médicos, profesionales y técnicos se suman al éxodo provocado por el terror, los bajos sueldos o la "racionalización".   Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes. Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subtérráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes sólo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo , el río más grande del mundo contaminado en todas sus playas porque los socios del ministro Martínez de Hoz arrojan en él sus residuos industriales, y la única medida de gobierno que ustedes han tomado es prohibir a la gente que se bañe.   Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar "el país", han sido ustedes más afortutunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia.   Mientras todas las funciones creadoras y protectoras del Estado se atrofian hasta disolverse en la pura anemia, una sola crece y se vuelve autónoma. Mil ochocientos millones de dólares que equivalen a la mitad de las exportaciones argentinas presupuestados para Seguridad y Defensa en 1977, cuatro mil nuevas plazas de agentes en la Policía Federal, doce mil en la provincia de Buenos Aires con sueldos que duplican el de un obrero industrial y triplican el de un director de escuela, mientras en secreto se elevan los propios sueldos militares a partir de febrero en un 120%, prueban que no hay congelación ni desocupación en el reino de la tortura y de la muerte, único campo de la actividad argentina donde el producto crece y donde la cotización por guerrillero abatido sube más rápido que el dólar.6. Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S.Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete.   Un aumento del 722% en los precios de la producción animal en 1976 define la magnitud de la restauración oligárquica emprendida por Martínez de Hoz en consonancia con el credo de la Sociedad Rural expuesto por su presidente Celedonio Pereda: "Llena de asombro que ciertos grupos pequeños pero activos sigan insistiendo en que los alimentos deben ser baratos".14   El espectáculo de una Bolsa de Comercio donde en una semana ha sido posible para algunos ganar sin trabajar el cien y el doscientos por ciento, donde hay empresas que de la noche a la mañana duplicaron su capital sin producir más que antes, la rueda loca de la especulación en dólares, letras, valores ajustables, la usura simple que ya calcula el interés por hora, son hechos bien curiosos bajo un gobierno que venía a acabar con el "festín de los corruptos".   Desnacionalizando bancos se ponen el ahorro y el crédito nacional en manos de la banca extranjera, indemnizando a la ITT y a la Siemens se premia a empresas que estafaron al Estado, devolviendo las bocas de expendio se aumentan las ganancias de la Shell y la Esso, rebajando los aranceles aduaneros se crean empleos en Hong Kong o Singapur y desocupación en la Argentina. Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideologia que amenaza al ser nacional.
   Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán dcsaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas.
   Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.

Rodolfo Walsh. - C.I. 2845022 Buenos Aires, 24 de marzo de 1977.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Durmieron en silencio

Después de todo, esa noche los peces durmieron en silencio.
Porque el problema nunca fue que durmieran, sino ponerlos a cada uno de ellos en peceras individuales que Ramón corrió a comprar a ese supermercado 24 horas, porque la situación era insostenible. 
Antes claro, tuvo que reprender a Rómulo y a Remo por el escándalo que habían ocasionado en la familia.
Ya todos conocemos lo difícil que se pone Remo cuando Rómulo habla de libros que dice que haber leído y su hermano descubre que no es cierto. Cuando esto pasa empieza un aleteo por toda la pecera que descontrola a Ruperta, a Rita, a Romeo y a todos los peces erre, esa especie tan bonita de color gris con letras negras. 
Y bueno, Rómulo contó que leyó a Bucay y que fue hermoso… Remo no lo resistió.

Pomelo

martes, 4 de diciembre de 2012

Su amor no era sencillo


 Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

Mario Benedetti

jueves, 29 de noviembre de 2012

Desayuno




Echó café
En la taza
Echó leche
En la taza de café
Echó azúcar

En el café con leche
Con la cucharilla
Lo revolvió
Bebió el café con leche
Dejó la taza
Sin hablarme
Encendió un cigarrillo
Hizo anillos
De humo
Volcó la ceniza
En el cenicero
Sin hablarme
Sin mirarme
Se puso de pie
Se puso
El sombrero
Se puso el impermeable
Porque llovía
Y se marchó
Bajo la lluvia
Sin decir palabra
Sin mirarme
Y me cubrí
La cara con las manos
Y lloré


Jacques Prévert

sábado, 10 de noviembre de 2012

Hacia afuera


Pienso en toda la gente
que a esta hora mira televisión.
Una lluvia finísima
cae en la calle
y emerge desde el suelo
un silencio precario.
De la ventana hacia afuera
los límites de mi lenguaje
crearon un mundo
que ya no me interesa.
El pavimento mojado
refleja las luces de los autos:
rojos, verdes y amarillos
moviéndose.

 Fabián Casas

Hace algún tiempo



Hace algún tiempo
fuimos todas las películas de amor mundiales
todos los árboles del infierno.
Viajábamos en trenes que unían nuestros cuerpos
a la velocidad del deseo.
Como siempre, la lluvia caía en todas partes.

Hoy nos encontramos en la calle.
Ella estaba con su marido y su hijo;
éramos el gran anacronismo del amor,
la parte pendiente de un montaje absurdo.
Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia.

Fabián Casas

martes, 6 de noviembre de 2012

Sexa


–Papá...
–¿Hmmm?
–¿Cómo es el femenino de sexo?
–¿Qué?
–El femenino de sexo.
–No tiene.
–¿Sexo no tiene femenino?
–No.
–¿Sólo hay sexo masculino?
–Sí. Es decir, no. Existen dos sexos, masculino y femenino.
–¿Y cómo es el femenino de sexo?
–No tiene femenino. Sexo es siempre masculino.
–Pero vos mismo dijiste que hay sexo masculino y femenino.
–El sexo puede ser masculino o femenino. La palabra “sexo” es masculina.
El sexo masculino, el sexo femenino.
–¿No debería ser “la sexa”?
–No.
–¿Por qué no?
–¡Porque no! Disculpá. Porque no. “Sexo” es siempre masculino.

–¿El sexo de la mujer es masculino?
–Sí. ¡No! El sexo de la mujer es femenino.
–¿Y cómo es el femenino?
–Sexo también. Igual al del hombre.
–¿El sexo de la mujer es igual al del hombre?
–Sí. Es decir... Mirá. Hay sexo masculino y sexo femenino, ¿no es cierto?
–Sí.
–Son dos cosas diferentes.
–Entonces, ¿cómo es el femenino de sexo?
–Es igual al masculino.
–Pero ¿no son diferentes?
–No. O ¡sí! Pero la palabra es la misma. Cambia el sexo pero no cambia
la palabra.
–Pero entonces no cambia el sexo. Es siempre masculino.
–La palabra es masculina.
–No. “La palabra” es femenino. Si fuera masculino sería “el pal...”
–¡Basta! Andá a jugar.
El muchacho sale y la madre entra. El padre comenta:
–Tenemos que vigilar al gurí...
–¿Por qué?
–Sólo piensa en gramática.

Luiz Fernando Verissimo

domingo, 4 de noviembre de 2012

Soneto


Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Lope de Vega

sábado, 27 de octubre de 2012

Carta a una señorita de París


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal, que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... ah, querida Andrée, que difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones. Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua conveniencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a su mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando se me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose. Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y el segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. Enseguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar enseguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta. Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar al conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole de beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto baño o un paquete sumándose a los desechos). Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicar que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debería estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio. Sara no vio nada, le fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido de orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión "por ejemplo". Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión. Comprendía que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso). Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante no tengo nada que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol. Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López. No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro - no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así. Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen. ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! ¡Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión. Y cuando regreso y subo en el ascensor -ese tramo, entre el primero y el segundo piso- me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas). A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándose a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración de la alfombra, y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas. Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso. Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta a los libros del segundo estante; alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos. He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe Sara. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que será trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

Julio Cortazar