miércoles, 25 de febrero de 2015

10 películas de amor que nadie debería dejar de ver (Parte II)

6- 500 días de verano 
Título original: (500) Days of Summer
Año: 2009
País: Estados Unidos 
Director: Marc Webb
Reparto: Joseph Gordon-Levitt, Zooey Deschanel, Geoffrey Arend, Chloë Grace Moretz, Matthew Gray Gubler, Clark Gregg, Patricia Belcher, Rachel Boston, Minka Kelly, Charles Walker
Sinopsis: Tom aún sigue creyendo, incluso en este cínico mundo moderno, en la noción de un amor transformador, predestinado por el cosmos y que golpea como un rayo sólo una vez. Summer no cree lo mismo, para nada. La mecha se enciende desde el primer día, cuando Tom, un arquitecto en ciernes convertido en un sensiblero escritor de tarjetas de felicitación, se encuentra con Summer, la bella y fresca nueva secretaria de su jefe. Aunque aparentemente está fuera de su alcance, Tom pronto descubre que tienen un montón de cosas en común. La historia de Tom y Summer cubre desde el enamoramiento, las citas y el sexo hasta la separación, las recriminaciones y la redención, todo lo cual se suma al caleidoscópico retrato del por qué y el cómo seguimos esforzándonos de modo tan risible y rastrero para encontrar sentido al amor… y esperar convertirlo en realidad.

7- Elsa & Fred


Dirección: Marcos Carnevale.
Países: España y Argentina.
Año: 2005.
Interpretación: Manuel Alexandre (Fred), China Zorrilla (Elsa), Blanca Portillo (Cuca), Roberto Carnaghi (Gabriel), José Ángel Egido (Paco), Gonzalo Urtizberea (Alejo), Omar Muñoz (Javi), Carlos Álvarez-Novoa (Juan), Federico Luppi (Pablo).
Sinopsis: Es una historia de amor tardío. Una historia de dos vidas que al final del camino descubren que nunca es tarde para amar… ni para soñar. Elsa (China Zorrilla) tiene 82 años, de los cuales 60 vivió soñando un mo-mento que ya había sido soñado por Fellini: la escena de "La dolce vita" en la Fontana di Trevi. Igual, pero sin Anita Ekberg sino ella. Sin Marcello Mastroiani, sino con ese amor que tardó tanto tiempo en aparecer. Alfredo (Manuel Alexandre) es un poco más joven que Elsa y siempre fue un hombre de bien que cumplió con su deber. Al quedar viudo, desconcertado y angustiado por la ausencia de su mujer, su hija le insta a mudarse a un apartamento más pequeño donde conoce a Elsa. A partir de este momento, todo se transforma. Elsa irrumpe en su vida como un torbellino dispuesta a demos-trarle que el tiempo que le queda de vida –mucho o poco– es precioso y puede disfrutarlo como le plazca. Fred se deja llevar por el vértigo de Elsa, por su juventud, por su intrepidez, por su hermosa locura. Es así como Alfredo (o Fred como le llama Elsa), aprende a vivir.

8- El lado bueno de las cosas
Título original: Silver Linings Playbook
País: USA
Director: David O. Russell 
Reparto: Jennifer Lawrence, Bradley Cooper, Robert De Niro, Julia Stiles, Chris Tucker, Shea Whigham, Dash Mihok, Jacki Weaver, Romina, John Ortiz, Anupam Kher, Brea Bee, Montana Marks, Bonnie Aarons, Paul Herman 
Sinopsis: Tras pasar ocho meses en una institución mental por agredir al amante de su mujer, Pat (Bradley Cooper) vuelve con lo puesto a vivir en casa de sus padres (Robert De Niro y Jacki Weaver). Determinado a tener una actitud positiva y recuperar a su ex-mujer, el mundo de Pat se pone del revés cuando conoce a Tiffany (Jennifer Lawrence), una chica con ciertos problemas y no muy buena fama en el barrio. A pesar de su mutua desconfianza inicial, entre ellos pronto se desarrollará un vínculo muy especial que les ayudará a encontrar en sus vidas el lado bueno de las cosas.

9- El amor (Primera parte)

Título en Inglés: Love (Part One)
Directores: Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre, Juan Schnitman
País : Argentina 
Año:2004
Reparto: Leonora Balcarce, Luciano Cáceres
SINOPSIS: El amor (primera parte) corta y pega, con un bricolaje omnisciente de Pedro y Sofía (láminas, intertítulos, mapas, sueños, confesiones, escuchas, y, obvio, canciones), como ninguna otra película argentina. Antes que ocho manos, los cuatro corazones (curtidos, tanto de “primeras partes” como de cinefilia) responsables realizan un falso peritaje de P y S que ha logrado darle al amor una presencia casi física. En su mezcla de instantes, dolores, pulsiones, intimidades y pasiones, El amor… es nuestra película mixtape, hecha de huellas varias, que entienden que ser pesimista, optimista y realista con el amor y todas sus partes es lo más lógico (y no) del planeta. Comprobado científicamente.

10- Secreto en la montaña

Título Original: Brokeback Mountain
Director: Ang Lee
Protagonistas: Anne Hathaway, Heath Ledger, Jake Gyllenhaal, Anna Faris, Michelle Williams, Randy Quaid, Linda Cardellini, Scott Michael Campbell, David Harbour
Año: 2005
Sinopsis: Historia del amor homosexual entre dos jóvenes vaqueros; un ranchero de Wyoming y un cowboy de rodeos, en el verano de 1963. Ennis del Mar y Jack Twist se conocen mientras esperan en una cola a que el ranchero Joe Aguirre los contrate para trabajar. Cuando son enviados a la majestuosa montaña Brokeback, entre ambos surge un sentimiento de compañerismo que termina en una relación íntima. Al concluir el verano, los dos tienen que abandonar Brokeback y seguir caminos diferentes. Ennis permanece en Wyoming y se casa con Alma (Michelle Williams), el amor de su vida, con quien tiene dos hijas. Entre tanto, Jack se marcha a Texas, donde se casa con Lureen Newsome (Anne Hathaway) y tiene un hijo.

lunes, 23 de febrero de 2015

10 películas de amor que nadie debería dejar de ver (Parte 1)

1- Eterno resplandor de una mente sin recuerdos

Origen: USA 
Año: 2004
Título Original: Eternal Sunshine of the Spotless Mind
Dirección: Michael Gondry
Duración: 108 min
Genero: Drama /
Elenco:

Jim Carrey, Kate Winslet, Kirten Dunst, Mark Ruffalo, Tom Wilkinson, Elijah Wood
SINOPSIS

Una mujer usa los servicios de una empresa para borrar de su memoria todo recuerdo de su ex pareja. Ofendido, el hombre intenta hacer lo mismo que ella, pero el proceso no sucede según lo esperado y el protagonista debe atravesar la gigantesca marea de recuerdos de su propio cerebro para recomponer las cosas. 


2- Amélie
Título original: Le fabuleux destin d'Amélie Poulain aka 
Año: 2001
País: Francia
Director: Jean-Pierre Jeunet
Reparto: Audrey Tautou, Mathieu Kassovitz, Rufus, Lorella Cravotta, Serge Merlin, Jamel Debbouze, Claire Maurier, Clotilde Mollet, Isabelle Nanty, Dominique Pinon, Artus de Penguern, Yolande Moreau, Urbain Cancelier, Maurice Benichou
Sinopsis: 

Amelie no es una chica como las demás. Ha visto a su pez de colores deslizarse hacia las alcantarillas municipales, a su madre morir en la plaza de Nôtre-Dame y a su padre dedicar todo su afecto a un gnomo de jardín. De repente, a los veintidós años, descubre su objetivo en la vida: arreglar la vida de los demás. A partir de entonces, inventa toda clase de estrategias para intervenir en los asuntos de los demás: su portera, que se pasa los días bebiendo vino de Oporto; Georgette, una estanquera hipocondríaca, o "el hombre de cristal", un vecino que sólo ve el mundo a través de la reproducción de un cuadro de Renoir. 


3- Loca de amor


Título original:À la folie... pas du tout
Dirección: Lætitia Colombani
Protagonistas: Audrey Tautou, Samuel Le Bihan, Isabelle Carré, Clément Sibony, Sophie Guillemin, Eric Savin, Michèle Garay, Élodie Navarre
País: Francia

Año: 2002
Sinopsis: Angélique (Audrey Tautou) es una joven que se enamora perdidamente de un cardiólogo casado y a punto de ser padre pero su amor es tan intenso que puede llevarla hasta la locura. Audrey Tautou destacandose nuevamente nos brinda una película de trama sencilla en principio, entretenida y facil de llevar que con el transcurso de los minutos se convierte en interesante y atrapante.


4- El punto sobre la I



Título original: Dot the i 
Año: 2003
Duración 92 min.
País: Reino Unido
Director: Matthew Parkhill
Reparto: Gael García Bernal, Natalia Verbeke, James D'Arcy, Tom Hardy, Charlie Cox

Sinopsis: La víspera de su boda con Barnaby (D'Arcy), Carmen (Verbeke), siguiendo una tradición francesa, besa a Kit (García Bernal), un atractivo desconocido. Después de haber vivido en España una relación sórdida y violenta, ha encontrado en Barnaby la seguridad y la comodidad que tanto necesitaba. Pero el beso de Kit despierta en ella una pasión desconocida que pone en peligro la lealtad que debe al hombre con quien se va a casar. 


5- Her

Título original: Her
Director: Spike Jonze
Con: Joaquin Phoenix, Scarlett Johansson, Amy Adams más
País: EE.UU.
Año: 2014
Sinopsis: La película nos sitúa en un futuro no  muy lejano donde vive Theodore (Joaquin Phoenix), un hombre solitario que trabaja como escritor y que está pasando por las últimas etapas de un traumático divorcio. La vida de Theodore no es demasiado emocionante, cuando no está trabajando se pasa las horas jugando a videojuegos y, de vez en cuando, sale con sus amigos. Pero todo va a cambiar cuando el escritor decide adquirir un nuevo sistema opertavio para su teléfono y su ordenador, y este sistema tiene como nombre "Samantha" (voz de Scarlett Johansson).
Samantha es un nuevo modelo de inteligencia artificial y a Theodore le gusta desde el primer momento: su voz es sexy y bonita, sabe escuchar, da buenos consejos y su función es satisfacer los deseos de su dueño. Cada vez pasan más tiempo juntos y lo que Theodore no podía imaginarse es que Samantha y él acabarían enamorándose el uno del otro, pero Samantha no es una persona, sino un robot, lo que sume a Theodore en una extraña sensación de júbilo y dudas.


domingo, 15 de febrero de 2015

La fruta en el fondo del tazón

William Acton se incorporó. El reloj sobre la chimenea dio las doce de la noche.
Se miró las manos y miró el cuarto a su alrededor y miró al hombre que yacía en el piso. William Acton, cuyos dedos habían apretado teclas de máquinas de escribir y hecho el amor y freído jamón con huevos en tempranos desayunos, había ahora cometido un crimen con los mismos dedos verticilados.
Nunca había pensado en ser escultor, y sin embargo, en este momento, mirando entre sus manos el cuerpo tendido en el pulido piso de madera, advirtió que apretando, retorciendo, remodelando de algún modo la arcilla humana, había transformado a este hombre llamado Donald Huxley, le había cambiado la cara, y hasta la forma del cuerpo.
Con un leve movimiento de los dedos había borrado el particular brillo de los ojos grises de Huxley, y lo había reemplazado con la ciega opacidad de un ojo helado en su órbita. Los labios, siempre rosados y sensuales, se habían levantado para mostrar los dientes equinos, los incisivos amarillos, los caninos manchados de nicotina, los molares con incrustaciones de oro. La nariz, antes también rosada, era ahora veteada, pálida, descolorida, como las orejas. Las manos de HuxIey, sobre el piso, estaban abiertas, y por primera vez suplicaban y no exigían.
Sí, era una obra de arte. En conjunto, el cambio había favorecido a Huxley. La muerte lo había transformado en un hombre más tratable. Ahora uno podía hablar con él, y él tenía que escuchar.
William Acton se miró los dedos.
Estaba hecho. No podía retroceder. ¿Lo había oído alguien? Escuchó. Afuera continuaban los ruidos normales del tránsito tardío. Nadie golpeaba la puerta de la casa, ningún hombre intentaba transformarla en leña, ninguna voz exigía entrar. Había cometido el asesinato, había enfriado la arcilla y nadie lo sabía.
¿Ahora qué? El reloj había dado las doce de la noche. Todos sus impulsos estallaban en una histeria que lo arrastraba hacia la puerta. Apresúrate, corre, no vuelvas nunca, salta a un tren, llama a un taxi, vete, corre, camina, pasea, ¡pero aléjate de aquí!
Las manos se le movieron ante los ojos, flotando, volviéndose.
Las torció y retorció con lentitud, deliberadamente; parecían aéreas,, livianas como plumas. ¿Por qué las miraba de ese modo?, se preguntó a sí mismo. ¿Había algo en ellas de inmenso interés, de modo que debía hacer una pausa, luego de una exitosa estrangulación, y examinarlas verticilo por verticilo?
Eran manos comunes. Ni gruesas, ni flacas; ni largas, ni cortas; ni velludas, ni desnudas; poco cuidadas y sin embargo limpias; poco blandas y sin embargo sin callos; sin arrugas y sin embargo tampoco lisas; nada criminales y sin embargo tampoco inocentes. Parecía como si fuesen milagros que debía mirar.
Pero no le interesaban las manos como manos, ni los dedos como dedos. En la entumecida intemporalidad que había seguido a la violencia, sólo le interesaban las puntas de los dedos.
El tic-tac del reloj sonaba sobre la chimenea. Se arrodilló junto al cuerpo de Huxley, sacó un pañuelo del bolsillo de Huxley, y limpió con él el cuello de Huxley. Frotó y masajeó el cuello y restregó la cara y la nuca con feroz energía. Luego se incorporó. Miro el cuello. Miro el piso pulido. Se inclinó lentamente, y sacudió el polvo con el pañuelo. En seguida frunció el ceño y frotó el piso. Primero, cerca de la cabeza del cadáver; después, cerca de los brazos. Limpió cuidadosamente el piso hasta un metro alrededor del cadáver. Luego limpió el piso hasta dos metros alrededor del cadáver. Luego limpió el piso hasta tres metros alrededor del cadáver. Luego...Se detuvo.
En un momento le pareció ver toda la casa, las paredes con espejos, las puertas talladas, los espléndidos muebles, y tan claramente como si la repitieran palabra por palabra oyó la charla que habían tenido Huxley y él mismo sólo hacía una hora.
Un dedo en el timbre de HuxIey. La puerta de Huxley se abre.
-¡Oh! -dice Donald Huxley sorprendido Eres tú, Acton.
-¿Dónde está mi mujer, Huxley?
-Piensas que te lo diré realmente? No te quedes ahí, idiota. Si quieres discutir el asunto, entra. Por esa puerta. Allí, en la biblioteca.
Acton había tocado la puerta de la biblioteca.
-¿Bebes?
-Un trago. Lo necesito. No puedo creer que Lily se haya ido, que ella...
-Ahí hay una botella de borgoñal Acton. ¿No te importa sacarla del armario?
Sí, sácala. Tómala. Tócala. La había tocado.
-Hay algunas primeras ediciones interesantes allí, Acton. Mira esa encuadernación, siéntela.
-No vine a ver libros. Yo...Había tocado los libros. Y la mesa de la biblioteca y la botella de borgoña y los vasos de borgoña.
Ahora, en cuclillas junto al frío cuerpo de Huxley, con el pañuelo en los dedos, inmóvil, miré la casa, los muros, los muebles de alrededor, con los ojos cada vez más,abiertos, la mandíbula caída, asombrado por lo que había hecho y lo que veía. Cerró los ojos, dejó caer la cabeza, arrugó el pañuelo entre las manos, apelotonándolo, mordiéndose los labios.
Las huellas digitales estaban en todas partes, ¡en todas partes!
-¿No te importa traer el borgoña, Acton, eh?
¿La botella de borgoña, eh? ¿Con tus dedos, eh? Estoy terriblemente cansado. ¿Entiendes?
Un par de guantes.
Antes de hacer nada más, antes de limpiar otra área, debía conseguir un par de guantes. 0 imprimiría otra vez su identidad, sin darse cuenta.
Se metió las manos en los bolsillos. Caminó por la casa, hasta el paragüero, las perchas. El abrigo de Huxley. Dio vuelta los bolsillos.
No había guantes.
Otra vez con las manos en los bolsillos, subió las escaleras, moviéndose con una medida rapidez, no permitiéndose a sí mismo ningún frenesí, ningún desorden. Había cometido el error inicial de no llevar guantes (pero, después de todo - no había planeado un asesinato, y su subconsciente, que podía haber anticipado el crimen, ni siquiera le había insinuado que debía ponerse guantes antes de que terminara la noche), de modo que ahora tenía que pagar su pecado de omisión. En alguna parte en la casa debía de haber un par de guantes. Tenía que apresurarse. Había una posibilidad de que alguien visitase a Huxley, aun a esta hora. Amigos ricos que venían a beber o habían bebido en otra parte, que reían, gritaban, iban y venían sin un hola ni un adiós. Podía ocurrir en cualquier momento, y a las seis de la mañana los amigos de HuxIey vendrían a buscarlo para ir al aeropuerto y viajar a la ciudad de México...
Acton corrió en el piso de arriba abriendo cajones, usando el pañuelo como un secante. Abrió setenta u ochenta cajones en seis cuartos, dejándolos, podría decirse, con la lengua afuera, corriendo a abrir otros. Se sentía desnudo, imposibilitado de hacer algo hasta que tuviera los guantes. Podía fregar toda la casa con el pañuelo, pasándolo por todas las superficies donde había dejado quizá sus huellas digitales y luego accidentalmente tocar una pared aquí o allí, ¡sellando de ese modo su propio destino con un retorcido símbolo microscópico! ¡Sería como poner su estampilla de aprobación al crimen, eso sería! Como aquellos sellos de cera de los viejos días cuando se abrían los crujientes papiros, se hacían florecer las tintas, se espolvoreaba todo con arena, y se apretaban al pie los anillos de sello mojados en caliente cera roja. ¡Así sería si dejaba una sola, debía recordarlo, una sola huella digital en la escena! Aunque aprobara el crimen no podía llegar al extremo de ponerle un sello.
¡Más cajones! No pierdas la cabeza, mira bien, ten cuidado, se dijo a sí mismo.
En el fondo del cajón ochenta y cinco encontró unos guantes.
-¡Oh, Señor, Señor!
Cayó contra el escritorio, suspirando. Se probó los guantes, los alzó, los flexionó orgullosamente, los abotonó. Eran suaves, grises, gruesos, impermeables. Podía hacer cualquier cosa ahora sin dejar huellas. Se llevó el pulgar a la nariz ante el espejo de la alcoba, chasqueando la lengua.
-¡No! -gritó Huxley.
Qué plan malvado había sido.
Huxley había caído al piso, ¡a propósito! ¡Oh, qué hombre perversamente listo! Huxley había caído en el piso de madera, arrastrando a Acton. ¡Habían rodado dando golpes y manotazos en el piso, estampando y estampando frenéticas huelo
llas digitales! Huxley había conseguido alejarse unos pocos centímetros, ¡y Acton se había arrastrado detrás para echarle las manos al cuello y apretárselo hasta que la vida salió de él como pasta que sale de un tubo!
Con los guantes puestos, Acton volvió a la sala y se arrodilló en el piso, y se puso laboriosamente a la tarea de limpiar cada maldito centímetro infectado. Luego se acercó a una mesada y frotó una pata, subiendo a lo largo de las molduras. Llegó arriba y tropezó con un tazón de fruta de cera. Pulió la plata afiligranada, sacó las frutas y las limpió dejando sólo la del fondo.
-Estoy seguro de que no las toqué -dijo.
Luego se encontró con un cuadro enmarcado que colgaba encima de la mesa.Ciertamente no he tocado eso -dijo.
Se quedó mirándolo.
Lanzó una ojeada a todas las puertas de la sala. ¿Qué puertas había abierto esa noche? No podía recordarlo. Límpialas todas, entonces. Empezó con los pestillos, hasta que resplandecieron, y luego restregó las puertas de la cabeza a los pies. No podía correr riesgos. Luego revisó todos los muebles de la sala y limpió los brazos de los sillones.
-Esa silla en que estás sentado, Acton, es una vieja pieza Louis XIV. Siente ese material -dijo Huxley.
-¡No vine a hablar de muebles, Huxley! Vine por Lily.
-Oh, vamos, no puedes tomarte el asunto tan en serio. Ella no te quiere, ya sabes. Me dijo que irá conmigo a México, mañana.
¡Tú y tu dinero y tu condenado mobiliario! -Es un hermoso mobiliario, Acton. Tócalo, interpreta bien tu papel de huésped.
Podían descubrirse huellas digitales en los tapizados.
-iHuxIey! -William Acton miró fijamente el cadáver- ¿Sospechaste que iba a matarte? ¿Lo sospechó tu subconsciente, como el mío? ¿Y te dijo tu subconsciente que me hicieses correr por la casa tomando, tocando, acariciando libros, platos, puertas, sillas? ¿Eras tan inteligente y tan perverso?
Limpió todos los sillones y sillas con el apretado pañuelo. Luego recordó el cuerpo. Se inclinó sobre él y lo frotó primero por este lado, luego por este otro, bruñendo todas sus superficies. Hasta lustró los zapatos, gratis.
Mientras lustraba los zapatos, un leve estremecimiento de preocupación le pasó por la cara. Al fin se levantó y se acercó a la mesa.
Sacó y pulió la fruta de cera del fondo del tazón.
-Mejor así -murmuró, y volvió al cuerpo.
Pero cuando se inclinaba hacia el cuerpo, pestañeó, y le tembló la mandíbula. Se incorporó y se acercó otra vez a la mesa.
Frotó el marco del cuadro.
Mientras frotaba el marco del cuadro descubrió...
La pared.
-Eso -dijo- es tonto.
-¡Oh! -gritó HuxIey, rechazando a Acton. Lo empujó mientras luchaban, y Acton cayó tocando la pared, y corrió otra vez hacia HuxIey. Estranguló a Huxley. Huxley murió.
Acton dejó resueltamente la pared, trastabillando. Los gritos y la acción se apagaron en su mente. Miró las cuatro paredes.
¡Ridículo! -dijo.
De reojo vio algo en una pared.
Me niego a mirar -dijo para distraerse a sí mismo-. ¡Ahora la próxima habitación! Seré metódico. Veamos... Estuvimos en el vestíbulo, la biblioteca, esta sala, el comedor y la cocina.
Había una mancha en la pared, detrás.
Bueno, ¿había una mancha o no?
Se volvió enojado.
Muy bien, muy bien, sólo para estar seguro.
Se acercó y no pudo encontrar ninguna mancha.
Oh, una pequeñita, sí, allí. La borró. De todos modos no era una huella digital. Terminó de borrarla, y su mano enguantada se apoyó en la pared, y miró la pared y cómo se extendía a la derecha y a la izquierda, y por encima de su cabeza y hasta sus pies.
No -dijo suavemente.
Miró hacia arriba y hacia abajo y de costado y dijo en voz baja:
Eso sería demasiado.
¿Cuántos metros cuadrados?
importa un bledo -dijo.
Pero, como desconocidos, sus dedos enguantados se movían ya sobre la pared.
Espió la mano y el empapelado del muro. Miró por encima del hombro el otro cuarto.
Debo, ir allá y limpiar lo más importante se dijo, pero la mano se quedó allí, como para sostener la pared, o sostenerlo a él. Se le endureció la cara.
Sin una palabra empezó a fregar el muro, hacia arriba y abajo, hacia arriba y abajo, hacia adelante y atrás, arriba y abajo, arriba estirándose en puntillas de pies, abajo inclinándose todo lo posible.
-¡Ridículo, oh, Señor, ridículo!
Pero debes estar seguro, le dijo su pensamiento.
-Sí, uno tiene que estar seguro -replicó.
Terminó con una pared, y entonces...
Se acercó a otra pared.
-¿Qué hora es?
Miró el reloj de la chimenea. Había pasado una hora. Era la una y cinco.
Sonó el timbre de calle.
Acton se endureció, clavando los ojos en la puerta, el reloj, la puerta, el reloj.
Alguien golpeaba ruidosamente.
Pasó un largo rato. Acton no respiraba. Le faltó el aire y empezó a caer, tambaleándose. En su cabeza rugió un silencio de olas frías que rompían como truenos en pesadas rocas.
-¡Eh, ahí adentro! -gritó una voz de borracho-- ¡Sé que estás ahí, HuxIey! ¡Abre maldito! ¡Es el chico Billy, borracho como una cuba! HuxIey, viejo compañero, más borracho que dos cubas.
-Vete -murmuró Acton silenciosamente, apretado contra la pared.
-Huxley, estás ahí, te oigo respirar -gritó la voz borracha.
-Sí, estoy aquí -murmuró Acton, sintiéndose largo y tendido y torpe en el piso, torpe y frío y mudo-. Sí.
-¡Demonios!--dijo la voz perdiéndose en la niebla. Las pisadas se apagaron-. Demonios...
Acton se quedó tendido un tiempo sintiendo que el rojo corazón le golpeaba en los ojos cerrados, en la cabeza. Cuando al fin abrió los ojos, vio la limpia pared que se alzaba ante él. Al cabo de un rato se animó a hablar:
-Tonterías -dijo-. Esa pared no tiene una mancha. No la tocaré. Apresúrate. Apresúrate. No hay tiempo, tiempo. ¡Sólo faltan unas pocas horas para que lleguen esos condenados amigos!
Se dio vuelta alejándose.
Vio de reojo las telitas de araña. Cuando les volvió la espalda, las arañitas salieron de la madera y tejieron delicadamente sus frágiles telitas casi invisibles. No en la pared de la izquierda, que acababa de limpiar, sino en las otras tres que aún no había tocado. Cada vez que las miraba directamente, las arañas se metían en las grietas de la madera, y salían cuando él se alejaba.
Estas paredes están bien -insistió casi gritando- ¡No las tocaré!
Se acercó a un escritorio donde Huxley había estado sentado. Abrió un cajón y sacó lo que buscaba.
Una pequeña lupa que Huxley usaba a veces para leer. Tomó la lupa y fue hasta la pared, incómodo.
Huellas digitales.
¡Pero éstas no son mías! -Acton rió nerviosamente-. ¡Yo no las puse ahí! ¡Estoy seguro! ¡Un sirviente, un mayordomo, quizá una mucama!
La pared estaba llena de huellas.
-Mira ésta -dijo-. Larga y afilada, de mujer. Apostaría todo mi dinero.
¿Apostarías?
-¡Apostaría!
,¿Estás seguro?
¡Sí!
-¿Realmente?
-Bueno... sí.
-¿Absolutamente?
-¡Sí, maldita sea, sí!
-Bórrala de todos modos, ¿por qué no?
-¡Alla va, Dios mío!
-Fuera con esa condenada mancha, ¿eh, Acton?
-Y esta otra de al lado -se mofó Acton-. Es la huella de un hombre gordo.
-¿Estás seguro?
-¡No empieces otra vez! estalló Acton, y la borró. Se sacó un guante y alzó la mano, temblando, a la luz deslumbrante.
-¡Mira, idiota! ¿Ves cómo van los verticilos? ¿Ves?
-¡Eso no prueba nada!
-¡Oh,bueno,bueno!
Rabioso, frotó la pared de arriba abajo, de derecha a izquierda, con las manos enguantadas, sudando, gruñendo, jurando, doblándose, incorporándose, con una cara cada vez más encendida. Se sacó la chaqueta y la puso en una silla.
-Las dos --dijo, terminando la pared, mirando el reloj.
Se acercó al tazón de la mesa y sacó las frutas de cera y frotó la del fondo y la puso otra vez en su sitio y frotó el marco del cuadro.
Miro.la araña de luces.
Los dedos se le retorcieron a los lados del cuerpo. Se le abrió la boca y la lengua se le movió sobre los labios y miró la araña y apartó los ojos y miró otra vez la araña y miró el cuerpo de Huxley y luego la araña con sus largas perlas de cristal de arco iris.
Trajo una silla y la puso bajo la lámpara y apoyó un pie en el tapizado y lo bajó y arrojó la silla violentamente, riéndose, a un rincón. Luego salió corriendo del cuarto dejando una pared sin limpiar.
En el comedor se acercó a la mesa.
Quiero mostrarte mi cuchillería gregoriana, Acton -había dicho Huxley. ¡Oh, aquella voz casual e hipnótica!
No tengo tiempo -dijo Acton-. Tengo que ver a Lily...
Tonterías, observa esta plata, esta exquisita orfebrería.
Acton se detuvo junto a la mesa donde se alineaban las cajas de cubiertos, oyendo una vez más la voz de Huxley, recordando cuántas veces los había tocado.
Fregó los tenedores y cucharas, y descolgó de la pared todos los platos decorativos y todas las cerámicas especiales...
-Mira esta hermosa pieza de cerámica de Gertrude y Otto Nazler, Acton. ¿Conoces sus trabajos?
Es hermosa.
Tómala. Dala vuelta. Mira la hermosa del gadez del tazón, trabajado a mano en la mesa giratoria, fino como una cáscara de huevo, increíble. ¿Y el asombroso lustre volcánico? Tómalo, adelante. No me importa.
Tómalo. Adelante. ¡Recógelo!
Acton sollozó entrecortadamente. Lanzó la pieza contra la pared. La cerámica se hizo trizas desparramándose en copos por el piso. Un instante después Acton estaba de rodillas.
Había que encontrar todos los pedazos, todos los fragmentos. ¡Tonto, tonto, tonto! se gritó a sí mismo, sacudiendo la cabeza y cerrando y abriendo los ojos y metiéndose debajo de la mesa. Encuentra todos los pedazos, idiota, no hay que olvidar uno solo. ¡Tonto, tonto! Los juntó. ¿Están todos? Los puso sobre la mesa, ante él. Miró otra vez debajo de la mesa y debajo de las sillas y los aparadores y gracias a la luz de un fósforo encontró otro fragmento más y se puso a frotar cada pedacito como si fuesen piedras preciosas. Los dejó ordenadamente sobre la brillante mesa pulida.
-Una hermosa pieza de cerámica, Acton. Adelante... tócala.
Acton sacó los manteles y servilletas y los frotó, y frotó las sillas y mesas y pestillos y ventanas y anaqueles y cortinas, y frotó el piso y entró en la cocina, jadeando, respirando violentamente, y se sacó el chaleco y se ajustó los guantes y frotó los cromos resplandecientes...
-Te mostraré mi casa -dijo HuxIey-. Ven...
Y Acton limpió todos los utensilios y los grifos de bronce y las ollas, pues ahora ya no recordaba qué cosas había tocado y cuáles no. HuxIey orgulloso de su batería, ocultando su nerviosidad ante la presencia de un potencial asesino, quizá queriendo estar cerca de los cuchillos que podía necesitar... Habían estado un rato allí, tocando esto, aquello, alguna otra cosa, no podía recordar qué o cuánto o cuántas veces. Acton terminó con la cocina y cruzó el vestíbulo y entró otra vez en la sala donde yacía Huxley.
Acton gritó.
¡Había olvidado la cuarta pared! Y mientras se había ido, las arañitas habían salido de la cuarta pared sucia y habían corrido por las paredes limpias, ensuciándolas otra vez. En el cielo raso, desde el candelero, en los rincones, en el piso, ¡un millón de tejidas telas se estremeció con su grito! mínimas, mínimas telitas, no más grandes que, irónicamente, tu... dedo.
Mientras Acton miraba, otras telas aparecieron sobre el marco del cuadro, el tazón de fruta, el cadáver, el piso. Las huellas cubrían el cortapapeles, los cajones abiertos, la superficie de la mesa, huellas, huellas, huellas en todo, en todas partes.
Acton frotó el piso furiosamente, furiosamente. Hizo rodar el cuerpo y lloró sobre él mientras lo limpiaba, y se incorporó y se acercó a la mesa y limpió la fruta en el fondo del tazón. Luego puso una silla bajo la lámpara, y se subió a la silla y limpió cada llamita colgante, sacudiéndola como una pandereta de cristal, hasta que la llama sonó como una campanilla. Luego saltó de la silla y frotó los pestillos y se subió a otras sillas y refregó las paredes más arriba y corrió a la cocina y sacó una escoba y quitó las telas de araña del cielo raso y limpió la fruta en el fondo del tazón y lavó el cuerpo y los pestillos y la platería y encontró la barandilla de la escalera y siguió la barandilla hasta el primer piso.
¡Las tres! En todas partes, con una furiosa y mecánica intensidad sonaban los relojes. Había doce cuartos abajo y ocho arriba. Imaginó los metros y metros de espacio y tiempo que necesitaba. Cien sillas, seis sillones, veintisiete mesas, seis radios. Y abajo y arriba y detrás. Separó los muebles de las paredes, y sollozando, les sacó el polvo de muchos años atrás, y se tambaleó y síguió la barandilla hacia arriba, sosteniéndose, borrando, fregando, puliendo, pues si dejaba una sola huellita se reproduciría, y habría otra vez un millón de huellas. Habría que repetir el trabajo, ¡y ya eran las cuatro! Le dolían los brazos y se le habían hinchado los ojos que se clavaban fijamente en todas las cosas, y se movía pesadamente, sobre piernas extrañas, cabizbajo, moviendo los brazos, frotando y restregando, dormitorio por dormitorio, armario por armario...
Lo encontraron a las seis y media de la mañana.
En el altillo. La casa entera resplandecía. Los floreros brillaban como astros de vidrio. Las sillas parecían barnizadas. Los hierros, los bronces y los cobres relucían. Los pisos chispeaban. Las barandillas centelleaban.
Todo fulguraba, todo destellaba. ¡Todo era brillante!
Lo encontraron en el altillo frotando los viejos baúles y los viejos marcos y las viejas sillas y los viejos juguetes y cajitas de música y floreros y cubiertos y caballos de madera y monedas polvorientas de la guerra civil. Acababa de limpiarlo todo cuando el oficial de policía entró con su revólver.
-¡He terminado!
Cuando dejaba la casa, Acton frotó con su pañuelo el pestillo de la puerta de calle y cerró con un portazo triunfal.
Ray Bradbury


martes, 10 de febrero de 2015

La idealización -en la pareja-


1
¿Para quién trabajan los cinco sentidos?
¿De qué se trata?

Lo de la idealización es bien cierto, yo tuve un novio que no hablaba nada y a mí me encantaba porque me parecía que era muy hombre y se lo contaba a mis amigas y era genial porque yo le hablaba de mis cosas y él no me interrumpía y después el médico forense me dijo que llevaba un año muerto y yo al principio, la verdad, me costó creerle, por la idealización, ¿no?
TESTIMONIO: Alicia, de San Telmo

Yo una vez vi una idealización y me gustó mucho.
TESTIMONIO: Elena, de Puente Saavedra

IDEALIZAR ES VER a nuestra media naranja como si fuera el mercado de abasto. Es una especie de maquillaje global con el que le damos una mejoradita a la/el postulante y la/lo ponemos más a tono con lo que andábamos buscando. Y ahora les pido que sean comprensivos si sigo escribiendo un poco en masculino, lo que ocurre es que me cansa andar poniendo la / a cada rato.
Sigo. Idealizar es hacer algo más o menos parecido a la conversación de Caperucita cuando creía que el lobo era la abuela. Con algunas modificaciones, en el terreno de la pareja sería así:

-¿Y te gusta esta nariz tan grande que tengo?
– Sí, porque es para oler mejor.
– ¿Y no te parecen feas estas orejas tan grandes que tengo?
– No, porque oyes mucho más lejos.

La idealización es eso que hace que nuestros amigos y familiares se pregunten: ¿¡Qué carajo le vi!? Incluso ese es un buen test para saber si estamos idealizando o no. Nos paramos delante de un buen amigo y le decimos, así a lo macho: A mí me gusta marta porque… y le lanzamos esa explicación que nace de la mezcla de los cinco sentidos, las hormonas, con lo que nos queda de cerebro disponible. Si nuestro amigo nos felicita, nos dice: Che, qué bueno que encontraste una mujer así… estamos salvados. Pero si se refriega los oídos y nos pregunta: Perdón ¿de quién me dijiste que estabas hablando? O nos mira con cara de turista que no le coincide el folleto que le habían dado en la empresa de viajes con los que ahora tiene enfrente… debemos preocuparnos.
La demostración más fehaciente de que hubo idealización es cuando ya nos separamos de la persona y, ahora sí, todos, todos, tienen a bien confesarnos: Estaba cantado que eso no iba a funcionar. A vos habría que quitarle la licencia de conducir emocional, sos un peligro. Y nosotros, la verdad, que tenemos ganas de reclamarles por qué carajo no nos avisaron antes. Aunque en el fondo lo sabemos: porque no-les-habríamos-hecho-caso, no les hubiéramos creído, hasta nos hubiéramos enojado, porque en nuestra nube de pedo no veíamos que era tan enana como todos decían… además estábamos cansados de mujeres altas. Y eso de que no se sabía si iba o venía, tampoco era cierto, a nosotros nos constaba que una vez que ubicábamos de qué lado estaba el culo era bien fácil saber dónde estaban los pechos. Y los que decían que tenía un carácter muy fuerte también se equivocaban, se enojaba mucho sí, pero porque era su manera de defenderse… y porque era muy perfeccionista.
Y así los contrastes entre lo que nosotros afirmábamos y lo que veían los demás eran tantos que empezábamos a dejar de frecuentar a algunos, a salir más bien de noche, a taparla con una manta, en fin, a ir cada vez más seguido de aquellos que la veían tal como nosotros, esos buenos amigos que ahora están internados los pobres.
2
Ventajas y desventajas
ENTRE LAS VENTAJAS está esa felicidad a toda prueba, nos volvemos más audaces, nos bañamos más seguido (cosas que si no tuviéramos el estímulo de nuestra Dulcinea capaz que ni se nos pasan por la cabeza). Es más: nos animamos a salir de la camita calientita del hogar paterno. Es que, imagínense: si no fuera porque alguien hace que se nos humedezca el cerebro a tal punto que queremos estar con esa persona y sólo con esa persona y si no es con esa persona no queremos estar con nadie, si no fuera así

les juro que empezaríamos a hacer cálculos: Mmm, no sé… a ver ¿y qué saco yo si me voy con ésta? Mmm, no sé, pasá mañana… Ya no digamos que nadie se suicidaría por amor, ni siquiera se resfriarían si quitáramos la idealización. Porque esa es su función: convencernos, sin una sola palabra y sin pérdida de tiempo, como una especie de súper-comercial, de que queremos, de que nos urge, estar en pareja. Como diría Jacques Cousteau: La natugaleza es sabia.
Pero tiene desventajas, como que la primera pelea, el primer desacuerdo, nos voltea, nos aplasta, nos mata…
– Pará, no es para tanto.
-Sí es, sí es.
Nos aniquila, nos hunde, nos destroza…
– No lo tomes así
Es que vos no entendés.
Nos desbarata, nos fractura, nos desgarra…
Pero ¿qué te hizo?
No te lo puedo explicar.

Por no haber querido ver, por dejar pasar demasiadas cosas, un día nos despertamos a la realidad de que esa/e que está al lado nuestro tiene tanto que ver con nosotros como la música militar con la música. Y si no ¿Por qué creen que alguien se nos hace la octava maravilla y después de que pasan algunas cosas (algunas cosas, repito, o sea que no hubo una transmutación ni la reemplazó un marciano) esa misma persona se nos hace monstruhorrible?

De todas maneras, si uno hiciera una encuesta verían que la mayoría de la gente opina que idealizar no es bueno, que lo que está bien, lo sano, es vivir la realidad, enfrentar las cosas como son. Digan lo que quieran, pero yo creo que sin la idealización de la persona amada, haciendo un cálculo gruessso, así nomás, a ojo de buen cubero, nos quedamos sin la mitad de la literatura universal, sin la mitad de las canciones populares, sin tangos, sin boleros ni serenatas. O sea que, cuando más adelante recomendamos ver a la persona amada tal como es, nos referimos a: …y también tal como somos, y: …también tal como son las cosas. Vale decir, una especie de realismo poético es lo que quisiéramos recomendar (esto es más fácil de entender que de explicar, les agradeceré que no manden cartas pidiendo que desarrolle este punto).

3
¿Cómo es que llegamos a idealizar?

SEGUNDA LEY DE PESCETTI SOBRE LA IDEALIZACIÓN
La impresión de lo maravillosa que es una persona es directamente proporcional al tiempo que llevamos solos.

Dicho de otra manera: lo supermaravillosafantástica que sea la donna (o rapaz) que cada quien encuentre dependerá de cuánto tiempo llevamos sin alguien que nos conmueva un poco. Y no nos referimos a alguien-súper sino a alguien-algo. Porque hay esas épocas, en la vida de uno, en las que ni siquiera estábamos con alguien ya no un poquito fantástica, sino que estuviera, al menos, alfabetizada emocionalmente, por decirlo de alguna manera.

Oséase que el tiempo que nos pasamos sin encauzar el asunto le da intensidad a quien sea que se aparezca. Algo así como que la pobre futura dueña de nuestro corazón (o el futuro Robin Hood de vuestros bosques) transita libremente por las calles, compra el pan, toma un taxi, y no advierte que nuestro deseo (que se acumula, se acumula, SE ACUMULA…) la está invistiendo de extraños poderes, la está cargando. A medida que pases los meses hasta conocerla, ella será cada vez más capaz de transformar nuestra vida. Y si se demora en aparecer, esa carga energética continuará hasta que terminará por convertirla en exactamente-eso-que-estuvimos-buscando-toda-la-vida. Ni más ni menos. Y diremos: ¡Oh, nunca pensé que iba conocer a alguien como vos! ¡Eres lo que siempre soñé! (y cómo no va a ser lo que siempre soñamos si ya se nos estaba por reventar una venita del ojo).

PRINCIPIO DEL ÉXTASIS URINARIO
Lo que hace que hacer pipí sea un acto común o la más maravillosa de las experiencias sensoriales, es la distancia a la que queda el baño.

Por eso afirmamos que la idealización de la persona que nos topamos está hecha, entre otras cosas, de soledades y tropezones acumulados. Introduje algo nuevo: tropezones. Perdón, la ciencia me llama:

TERCERA LEY DE PESCETTI SOBRE LA IDEALIZACIÓN
La impresión de lo maravillosa que es una persona es directamente proporcional a los tropezones amorosos que llevamos.

Y es que eso también cuenta. Si venimos fresquitos no es lo mismo que si llevamos tres o cuatro intentos de pareja que terminaron mal. A medida que transcurren nuevos tropezones aumenta la necesidad de que la próxima vez no nos pase lo mismo. Nos urge demostrarnos (a nosotros y a nuestros compañeros del zoológico) que somos capaces de vivir una pareja feliz. Y si hay una cosa que puede fastidiar el asunto casi al mismo nivel que la idealización, es este empeño tipo: la tercera es la vencida. A lo mejor la cuarta o la quinta eran la vencida, andá a saber… en el amor. Pero si uno se clava en: no, la tercera no me puede fallar (o la segunda no me puede fallar, o la vigésimo novena no me puede…, etcétera) si uno se clava en eso: no sólo va a lograr que la relación siga unida a pesar de todas las crisis, sino que la relación siga unida a pesar de todas las evidencias, de todos los desastres, pruebas irrefutables, demostraciones científicas, fotos, videos, testimonios de la Madre Teresa de Calcuta.

Pero, retrocedamos un casillero y digamos que, cuando llevamos un tiempo solos, o habiendo participado de algunos tropezones amorosos bastantes memorables y nos encontramos con alguien, pasan dos cosas: exageramos sus virtudes y negamos sus defectos. Pero aquí, por favor, déjenme hacer un alto, servirme una copita de mi buen ron de mi buena Cuba o un mate patriótico, porque lo que sigue es como para escribirlo con tiempo y si no con tiempo, al menos para darse el lujo de ser un experto en la materia y si no con tiempo, al menos para darse el lujo de ser un experto en la materia y entonces uno tiene ganas de echarse el rollo con cierta clase, no como a quien se le ocurre algo mientras charla en un bar, por favor, no, sino como si un doctor en el tema te invitara a cenar a su casa ¡y cocina él! Quiero decir: son ocasiones especiales.
Gracias, aquí estoy. Sí, yo soy el doctor y les cociné un sandwichito de porquería, supongan, pero no importa, sepan disculpar estuve todo el día en el laboratorio y esas cosas. Aquí les va la quintaesencia de mis triunfos pasiones que se convertían en tocar tierra sin tren de aterrizaje tan sólo unos meses después…

4
Comida en lo del especialista internacional
(Sigue la revelación)… PARECE SER que el ingrediente básico de la pasión amorosa, de aquella cosa que hace romper sábanas, tocar el cielo, sentir una exaltación como un mar en el pecho, escribir poemas, en fin todo lo que tiene que ver con la holiwoodesca industria del enamoramiento con violines y angelitos… la clave para que ocurra todo eso está en: no ver … (puntos suspensivos)
… (en este momento me hago el distraído, me sirvo otra porción, un vasito de vino, porque los veo a ustedes con cara de: ¿Tanto escándalo para decir eso? ¿Qué caranchos quiere decir? Es que forma parte de toda revelación que valga la pena un momento en el cual no se entiende dónde está el misterio o lo tan maravilloso del asunto).
Retorno. Sí así de cortito y extendido: no ver. Porque eso es lo que tienen de común: el exagerar las virtudes de alguien y el negar algunos de sus defectos. No vemos a la materia orgánica en cuestión tal como es, no vemos a la persona como Dios, junto con su mamá y, eventualmente, su papá la hicieron, sino a través de cristal de nuestras ganas de lo que queríamos encontrar. Nos negamos rotundamente a usar solamente los ojos. Es más, cuando conocemos a alguien que tiene la posibilidad de impactarnos, los ojos es lo que menos usamos. Lo vemos con una mezcla de memoria e imaginación inflamada. La memoria empieza a saltar y a dar gritos de: ¡¡¡AHI’STA!!! ¡¡¡AHI’STA!!! Mientras la imaginación se pone como si hubiera chocado contra un camión de opio: lo gordo nos parece rellenito, lo esmirriado: estilizado, lo definitivamente descerebrado: encantadoramente simple, lo perversamente retorcido: intenso. Con esa distancia que hay entre la realidad y los discursos de gobierno.

Cosas que favorecen la idealización
CUARTA LEY DE PESCETTI SOBRE LA IDEALIZACIÓN
La impresión de lo maravillosa que es una persona es directamente proporcional a la cantidad de dificultades o inversamente proporcional a las posibilidades de frecuentación.

Ejemplos:

*Que los dos se conozcan en un viaje y pertenezcan a culturas muy diferentes. Por ejemplo: él es un pigmeo africano y ella una obesa esquimal, se encuentran en sus vacaciones en Acapulco y lo suyo no tiene futuro.

*Que los dos trabajen metiendo zapatos en las cajas (en una fábrica de zapatos, claro) y un día pasa un director de cine y le propone a él ir a filmar una película a otro continente y como recién empieza en el gremio del celuloide nada más le pagan un pasaje y una habitación con una sola cama (individual) y no puede llevarla y deben separarse.

*Que el tatarabuelo, de uno de los dos, le escupió en el ojo al mejor amigo del tatarabuelo del otro y desde entonces las familias se siguen escupiendo y odiando y jamás entenderían que ellos no sólo se aman sino que no quisieran escupirse.

*Uno de los dos tiene hijos y está casado y su pareja tiene una enfermedad muy grave o terminal y el padre o la madre de ese-uno-de-los-dos vive con ellos y adora al de la enfermedad y otro progenitor está en un hospicio y para mantenerlo dependen de los ahorros del de la enfermedad, en fin…

5
La ilusión engañosa
DE TODAS MANERAS, por más tapado que esté el cerebro, de vez en cuando, sin querer, ya sea porque alguna neurona se desperezó e hizo sinápsis o porque eso con que nos ata a la mesa nos lastima los tobillos o porque los vecinos se quejan de nuestros gritos, puede pasar que nos demos cuenta de que algo-no-nos-gusta.
Cuando un dato francamente molesto, disgustante o amenazador, se instala y ya no es posible negarlo, inmediatamente recurrimos a una dosis de confianza interior en que, con el tiempo, lograremos modificar eso feo. Con el tiempo yo lo/a voy a ir cambiando (todo esto dicho con un parpadeo de ojos muy rápido, de preferencia cerca de una playa y mirando el horizonte). ¡Grave error! ¿Qué nos dicen las estadísticas? Que sí, es cierto, todos los que pensaban que con el tiempo iban a lograr cambiar a su pareja lo lograron, la cambiaron… pero por otra.

Gente, yo no quiero ser el que les dice que el azúcar produce caries cuando ustedes están con los dientes clavados en el postre. Pero, en honor a la verdad, me hubiera ido mejor en muchas parejas (es un número seguido de dos ceros) si tan solo un día me hubiera sentado y la hubiera visto tal cual era y no tal cual yo quería que llegara a ser para mí. Si me hubiera sentado y la hubiera visto así y además hubiera pensado que, con el tiempo, a mi lado iba a tener una versión un poco mejor o un poco peor… pero de lo mismo, es decir: la misma persona un poco mejorada o un poco empeorada. Si hubiera hecho eso, habría ahorrado una fortuna de antiácidos.

LEY DEL MILAGRO POCO PROBABLE
Es más fácil transformar una carroza en calabaza que al revés.

Los cambios humanos tienen límites. Si tenemos una avioneta biplaza podemos arreglarla hasta que sea la mejor avioneta de ese modelo y ese año, pero nunca la transformaremos en un Boeing de última generación. Quiero decir, si ustedes conocen a alguien que se come los mocos (por dar un ejemplo) y se lo vuelven a encontrar luego de cinco años, tal vez ya no se los coma, de acuerdo, pero los guardará en una cajita, algo así.
Si ustedes se descubren pensando que la/o van a poder cambiar, le recomendamos considerar los siguientes puntos:

AYUDA, PASO POR PASO

1) Recuerde que hay cambios posibles e imposibles (la diferencia radica en que los imposibles no se producen nunca y los posibles llevan toda la vida.

2) Trate de ver si el cambio que usted espera es posible o imposible.

3) Una vez que haya hecho el cálculo exacto de cuánto tiempo le llevará modificar una conducta de su pareja, agréguele entre 6 y 8 años más.

4) Piense seriamente si, cuando ese cambio se produzca, usted todavía querrá estar allí.

Los cambios humanos, queridos terráqueos (lo digo con toda mi dolorosa experiencia de premio Nobel a la ansiedad) son lentos, leeeeeenntos como el carámbano. Hagan este experimento: mírenla/o a ella/él sin maldad, con todo el amor del mundo, perro también con objetividad, con criterio de realidad. Véanla/o allí leyendo el diario de una manera que ustedes quieren dinamitar, perdiendo tiempo frente a la televisión, rascándose. Obsérvenlo/a, les decía, mientras les contesta de una manera que queda al revés de como a ustedes les gusta. Vean cuando habla de más o cuando calla de más, véanlo/a cuando les reclama algo que ustedes jamás pusieron en oferta, véanlo/a cuando pone oreja de estatua para atender un pedido de ustedes. En fin, dedíquense a mirar las cosas tal cual sin ninguna clase de esas escenografías que uno prepara cuando quiere que el otro sea lo que uno andaba buscando, vean y traten de imaginar o de percibir la distancia que hay entre esa/e que está allí sentada/o y lo que ustedes aspiran como pareja. Miren un rato, miren con calma… después: acérquense a darle un beso o huyan sin perder tiempo en llevarse nada.

Coda legal
LEY DE PIRO
No todo lo que brilla brilla.

LEY DE USANDIVARAS
Una cosa tal como es y la misma cosa tal como se la ve son dos cosas diferentes.

COROLARIO
Las cosas son según con qué cristal se eligió el cristal con que se miran.

LEY  DE COULIN
Lo que deslumbra es opaco.

FÓRMULA DE ALZATE
Hagan un listado de las cosas que buscan en su pareja y asígnenle 5 puntos a cada una. Si la suma final es mayor a 2.000 es probable que sus expectativas sean exageradas.

LEY DE CALVO
La realidad es esa cosa que está última en la fila.

LEY DE ESCOBAR
La pantalla es mejor que la butaca, pero lo peor es salir del cine.

Luis Maria Pescetti

Funes el memorioso

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas… Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

Jorge Luis Borges

lunes, 2 de febrero de 2015

Nacimiento

Los antropólogos de la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, estiman que el hombre de Neanderthal, que habitó la tierra hace más de cuatrocientos mil años, poseía el don de la palabra. Esta novedad podía contestar una pregunta que hasta hoy no tenía respuesta.
Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal, una noche en especial. Los hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan calor y celebran el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día, los hombres habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban sus críos. Ahora que el sol ya se fue, es tiempo de descanso y de contar las experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó a la presa que perseguía. No saben mentir.
Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su turno, no tiene proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente una cacería imposible. Lo hace con tal perfección que transforma esa mentira en una historia bella y apasionante. Todos piden que la repita. Aquella noche, sin saberlo, ese anónimo hombre de Neanderthal acababa de inventar la literatura. .

Vicente Battista


domingo, 1 de febrero de 2015

El cuentista

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.

El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.

-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.

-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.

-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.

-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.

El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.

-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.

Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.

Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.

-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.

Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.

-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.

-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.

-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.

-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.

La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.

-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.

-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.

-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.

-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.

-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.

-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.

-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.

-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.

Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.

-Terriblemente buena -citó Cyril.

-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.

-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.

-No -dijo el soltero-, no había ovejas.

-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.

La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.

-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.

La tía contuvo un grito de admiración.

-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.

-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.

-¿De qué color eran?

-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.

El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:

-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.

-¿Por qué no había flores?

-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.

Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.

-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.

-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.

-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.

-¿Mató a alguno de los cerditos?

-No, todos escaparon.

-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.

-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.

-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.

La tía expresó su desacuerdo.

-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.

-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.

«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»

Saki (Hector Munro)