miércoles, 30 de noviembre de 2011

Secretos de familia. Buenos Aires, Sudamericana, 1995. Capítulo 35


Cristini se me sienta al lado porque es m¡ mejor amiga. “Hola”, me dice, y estira la mano para que yo le vea el anillo nuevo.
Es divino el anillo, con una piedra brillante color rosita. “Se llama Rosa de Francia y me la regaló mi madrina”, dice Cristini. “Y también me regaló esto”. Y entonces Cristini saca una caja de lata con caballitos de colores en la tapa y veinticuatro pinturitas adentro. “Son alemanas, carisimas”, dice Cristini. ‘Tero igual te las presto porque sos mi mejor amiga.”

Mi madrina no me puede regalar anillos ni pinturitas alemanas porque ella es maestra, dice mi mamá. Cosas prácticas me regala mí madrina, como ser medias, bombachas y vitaminas.
Es linda la casa de mi madrina, con su jardín y su árbol de nueces. Debajo del árbol de nueces, mi madrina tiene una mesita. Y arriba de la mesita, la Piedra Movediza de Tandil, que sirve para romper las nueces.
Hay otra Piedra Movediza de Tandil, que está en Tandil, es grandísima y se la pasa moviéndose para aquí y para allá. Gentes de todo el mundo vienen a verla, hasta en barcos y en aviones a chorro vienen. Y le ponen botellas a un costadito y la Piedra va y crac, las rompe. Pero ahora no las rompe más, dice m¡ papá, porque la Piedra Movediza de Tandil se fue al carajo.
Por suerte queda la de mi madrina, pienso yo.

“Mi madrina tiene la Piedra Movediza de Tandil”, le digo a Cristini. “¿Y eso para qué sirve?”, me pregunta Cristini. ‘Tara romper las nueces”, le digo yo. “Ah”, dice Cristini. “¿Me prestás el rosita?”, le digo yo.

Como soy la hija del maestro, tengo que usar los útiles de la Cooperadora, para dar el ejemplo.
El lápiz negro se llama ¡Eureka! y no escribe, raspa.
La goma también se llama ¡Eureka! y mientras borra va ensuciando.
Las pinturitas ¡Eureka! no son largas, son cortas; no son veinticuatro, son seis; y no van en caja de lata adornada con unos caballitos de colores: van en caja de cartón adornada con un muerto sin ojos.
El cuaderno no se llama ¡Eureka!, se llama Gorriti porque en la tapa lo pusieron a Gorriti, que era un señor famoso en el mundo entero y eso que no era General de la Nación ni nada.
El cuaderno Gorrití tiene tapa blanda, que se sale, y hojas que no te podés equivocar, porque si borrás se te hace un agujero y se ve del otro lado.
Por suerte tengo regla que no es íEureka! ni Gorrítí, es Pineral, que no sé quién era pero que igual me sirve para dibujarle los renglones al Gorriti, que se los olvidaron de hacer.
“¿Seguro que no es ¡Eureka! el cuaderno?”, le pregunto a mi papá cada vez que los renglones me salen torcidos.
Y mi papá me dice que no me haga la graciosa, que más de un niño daría la vida por tener mi cuaderno, mi goma, mi lápiz. Y que allá en la China y también en los desiertos, los niños dibujan con palitos en la tierra y nunca se quejan.

A mí me gustan los cuadernos de tapa dura donde está San Martín, con su traje de General de la Nación y su caballo blanco.
Mi mamá dice que no importa lo que haya en la tapa porque igual va forrada con azul araña, para que no se arruine, y después con el Billiken, para que no se arruine el azul araña.
Hay unos cuadernos divinos deben ser alemanes que tienen tapa dura y van atados con alambre. Pero en la escuela están terminantemente prohibidos, porque a ver si los varones, que son tan brutos, les arrancan los ojos a las niñas con el alambre y después qué hacemos.

¡Eureka! quiere decir “¡¡Qué suerte!! !!Lo encontré!!” Y la palabra la inventó el muerto sin ojos de las pinturitas que no es un muerto sin ojos, es una estatua, me dijo mi mamá.
Lo que mi mamá no se acuerda bien es qué cosa hizo el señor Gorriti para ser famoso en el mundo entero. Pero algo grande habrá hecho, dice mi mamá, porque no solamente tiene cuaderno: también tiene calle.

A mí me gustan los sábados porque los sábados son días de limpiar pupitres.
Muy cargados vamos los sábados: además de la valija y la bolsita blanca con nombre azul, tenemos que llevar la bolsita azul con nombre blanco, la de limpiar.
Adentro de la bolsita de limpiar va un delantal azul (a mí me lo hizo mi tía, y como lo adornó con frutillas, que están prohibidas, me tuvo que hacer otro, liso), un papel de lija, dos trapitos viejos y un limón. (A los limones, que sirven para sacar la tinta, los tenemos que poner arriba del escritorio de la Señorita, para que ella los corte con un cuchillo peligroso.)
Antes de que empecemos a limpiar, llega Juan con una lata en una mano y una botella grande de tinta con piquito en la otra mano. Entonces Juan va pasando y nosotros tiramos la tinta sucia en la lata y él nos llena el tinterito con la tinta fresca. (Los tinteritos nuestros se ensucian mucho porque los varones, que son muy asquerosos, se la pasan echando adentro porquerías, como ser pelusas y moscas muertas.) A mí me da frío en los dientes cuando paso la lija, pero me la aguanto y la paso lo mismo. Y después de la lija paso un trapito, y después la mitad del limón (ahí hay que esperar para que el limón chupe bien), y de vuelta el trapito. Algunas niñas se chupan los limones. Y los varones, para hacerse los chistosos, se los chupan cuando están llenos de tinta.

Por suerte nada más quedan cuatro varones en el grado, que si no…

Para que el pupitre no se me manche con tinta, mi papá me regala un tintero involcable, que uno lo da vuelta y la tinta se queda pegada arriba, como las moscas en el techo.
“¿Es ¡Eureka!?”, le pregunto a mi papá.
“¡¡NOOOOO!! ¡Lo compré en La Preferida!”, dice mi papá.

“Mi papá me compró un tintero involcable”, le digo a Cristini.
“A ver”, dice Cristini.
Entonces yo agarro el tintero, lo doy vuelta y lo sacudo sobre mi cuaderno de clase.
Lo engañaron a mi papá: el tintero involcable es ¡Eureka!


Graciela Cabal

lunes, 21 de noviembre de 2011

Crónica de una ausencia -

Crónica de una ausencia -

Siempre me preocupé por los objetos, por las cosas que nos rodean; otorgan un sentido, permiten que el pie pise la tierra y nos conduzca; por la costumbre les restamos importancia, tan convencidos estamos de que son reemplazables. Son objetos, apenas cosas.

30 de mayo.

Hoy desaparecieron todas mis corbatas y algunas camisas, un cuadro de Berni (reproducción económica), la mesa-libro de la cocina, el paraguas y un par de botas de goma. También las llaves del coche, los documentos y el portafolios...La cantidad y el tiempo impiden que el reemplazo sea suficiente.

Ahora me doy cuenta: lo insignificante, aquello que es imagen de nosotros mismos, nuestro particular universo de cosas es tan efímero como un parpadeo. Vivimos para un futuro sin límites, aunque conscientes del límite. ¿Y qué más? De otra forma sería insoportable; estaríamos pendientes del fin, engañándonos a pesar de la certeza. Así es mejor: no sabemos por qué ni cuándo, simplemente ocurre.

31 de mayo.

Desapareció la mesa del comedor, las sillas, el tocadiscos...Dejo de ir a la oficina, permanezco en la cama, observo, trato de mantenerme despierto, cuento y recuento todo lo que está a la vista: la lámpara, el televisor, la heladera, el aparador, las fuentes de acero, el sillón, sillón, los pinceles, las telas, los caballetes, mis témperas...Abro y cierro el armario cada vez más vacíos.

No me asombra la situación...Es más: la esperaba. A veces -sólo a veces- la realidad es una sola. Entonces no hay tiempo; esto es, tiempo necesario. La cordura, lo razonable... ¿quién puede estar seguro?

1° de junio.

Del coche, sólo su esqueleto de hierro. Desapareció uno de los nísperos del jardín, los malvones, el limonero y tres rosales; el piletón de plástico está en la mitad. Hay un crujido constante de ramas y tallos en el patio. Es insaciable.

Me desconozco. De a poco voy perdiendo la identidad, la misma que durante años construimos para nada...Además, ¿cómo definir? No hay recetas, así es de simple. La mano obedece al cerebro...

La cuestión es saber si el cerebro es autónomo.

A la tarde.

Sospecho que nunca fuimos libres. Cierta libertad de movimiento y alguna que otra coherencia hicieron posible el engaño. Pero a la mayoría no le importa, se interesan más por sus proyectos de futuro como si fueran eternos.

2 de junio.

Hace frío. El viento sur se adueño de este espacio, mi espacio. No sé cómo detenerlo. Es metafísico. Es viento. Frío por añadidura (no hay metafísicas cálidas). El resto permanece intacto por unas horas, sólo las necesarias para una buena digestión.

Todo se simplifica: dos más dos no es cuatro. La piedra no es materia, la materia no es un principio, tan sólo una alternativa. De nosotros depende el acierto o el error...La duda es un instante que se gana.

Es precioso entregarse, no ofrecer resistencia, olvidar las ambiciones, los propósitos dignos pero inútiles.

3 de junio.

Desapareció el piso y la pintura de las paredes, la heladera, los armarios, la biblioteca, la cocina, la estufa-chimenea y el ventilador. Ya no hay puertas ni ventanas…Un cono de luz, una estupenda claridad baja del cielo.

4 de junio.

Hago una lista de lo poco que me queda, tacho cada cosa que desaparece, el ritmo es intenso: escribo, tacho, cuento 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 1, 2, 3, 4, 5, 1, 2, 3, 4, 1, 2, 3, 1, 2. Como comidas desde abajo, empiezan a desaparecer las paredes. Los ladrillos se muestran irregulares y desafiantes…Uno bajo el otro y más allá de la ley. Depositarios de un fuego antiguo…Tanto hicieron por mí.

5 de junio.

Estoy dentro de un orden. De otro orden, de un orden al revés, y no me extraña que así sea. El desorden nunca es absoluto.

Sé que aún falta lo peor, pero iré hasta el fin: es parte y condición.

6 de junio.

Ya no tengo sueño ni hambre, no siento frío…No busco, mis ojos ven lo que ya fue: la aventura del clandestina, un corazón definitivo, un árbol…Hago la suma de todos mis silencios y me aterra el resultado. No fue justo: callé cuando mi palabra hizo falta.

7 de junio.

Los rosales del frente, la razón de la infancia…el viejo reloj de péndulo, el del tiempo sonoro, pausado a la siesta. El circo y su magia siempre renovada, la pluma que disipa sueños con su vuelo.

Ya no hay paredes ni techos. Ya no hay casa. La tierra tiene un tinte gris y opaco, se agrieta pausadamente.

8 de junio.

Trato de no pensar; permanezco sentado, casi sin moverme, hasta la noche.

Sólo unas pocas estrellas que logran una gran intensidad y se apagan como chispas. La oscuridad es cada vez mayor.

9 de junio

Voy de un lado a otro guiado por la costumbre, aquí abro una puerta, allá cierro una ventana, hojeo un libro inexistente…

El recuerdo me mantiene lúcido.

¿Cuál es el fin? Todo orden lo exige, de lo contrario no sería orden.

10 de junio.

Salgo a la calle: desaparecieron los lapachos, la vereda, las casas vecinas. No se oye ni un ruido…Siento una paz inmensa.

Me habitúo a esta nueva soledad. Es la que me conviene.

11 de junio – 12 horas.

Todo está inmóvil…No hay viento…El sol alumbra a pique. Hay un murmullo que crece, un zumbido de abejas cada vez más fuerte, y el sol debilitándose sin pausa. Es crepuscular e inmediato.

13 horas.

Soy única presencia, un cuerpo en la sola desnudez del cuerpo…No tengo dioses que valgan la pena…No sé quién soy. Tal vez nunca lo supe. Sólo nos recordamos de acuerdo al dogma.

14 horas.

Mi padre ausente, ya imagen…Las otras intenciones, el deseo insatisfecho…Los viejos planes nunca ejecutados…El reencuentro apenas posible, efectivo en esta circunstancia.

15 horas.

Tal lo previsto, ya no tengo un pie, desaparece el otro, me arrastro no sé hacia dónde…Por suerte no hay sangre: la sangre que se derrama es una maldición.

16 horas.

Estoy en la mitad, ahora sin el brazo izquierdo…Otra vez mi padre, su voz, sus gestos, su mal disimulada bondad. Toda la inocencia muerta, de golpe entera. Y la sonrisa perpetua a pesar de las lágrimas. Y las cosas que fui olvidando. Y los nombres. Y el amigo entrañable. La desolación, el punto en que lo que fue vuelve a reunirse…Una alquimia del tiempo, un regreso esperado…Y el amor. Y el maleficio de la ruptura, las enmiendas, la esperanza de una nueva exactitud entre las partes…De un avance sin retrocesos, de una validez última.

16:15 horas.

Vuelvo a mis orígenes, casi al cordón de vida, a la otra sombra.

16:30 horas.

El desierto empieza a poblarse…

16:45 horas.

……………………………………………………………………………………………….

Oficial 1 – Así lo encontramos.

Oficial 2 - ¿Dónde?.

Oficial 1 – En pleno centro.

Oficial 2 – Es increíble que aún este vivo.


(Fracchia, Eduardo. Texto publicado en la Antología "Poesía y cuento 1978 - Concursos Litrarieos Zonales, El inmigrante, El aborigen" de la S.A.D.E.)

domingo, 20 de noviembre de 2011

Nota a la madre

Mami te dejo esta nota para que no te preocupes porque la heladera no cierra bien porque la dejamos así a propósito porque nos sacamos para hacer un sándwiche pero justo que no sé cómo apoyamos mal y se resbaló entonces como no se rompió del todo con pati dijimos que mejor lo arreglamos o lo tiramos total era un plato más viejo que no sé qué y entonces cuando cortamos el pan que el rafles viste como es estaba mordiendo de la fuente con carne y lo retamos pero es más porfiado porque no nos dimos cuenta de que se estaba comiendo la carne y yo le dije rafles si te portás así te vamos a tener que ir de la casa un día menos pensado y pati lo vio cuando se medio quería esconder una milanesa y lo retamos y lo castigamos para que aprenda a educarse pero él se hacía el que no nos oía porque se seguía comiendo la milanesa con unas ganas que qué le importaba ¿no? y se había escondido abajo de tu cama entonces no lo podíamos educar hasta allá porque pati se quiso meter y después casi no sale ¡una risa mami! y cuando se terminó la milanesa el rafles salió con la cara medio triste pero movía la cola así como si medio se reía un poco pobre ¿no? y le dijimos que no se hiciera el gracioso con la cola si se seguía portando así mal lo íbamos a castigar pero se siguió portando bien entonces el premio le dijimos que de premio lo íbamos a sacar a pasear y yo le dije gato gato y el empezó a ladrar como un loco ¿viste mami como se pone a ladrar cuando uno le dice gato gato? es mas zonzo porque se cree que uno vio un gato en serio pero si él ya sabe que no vimos un gato ¿para qué nos hace caso? ¿se cree que los gatos nos importan igual que a él no? y cuando le dije ¡gato gato! se puso a ladrar como un loco y corría de una punta a la otra y en un sin querer le pegó a la lámpara que por poco casi se cae al piso si no fuera que pati la atajó por suerte pero entonces el rafles la ladró jugando porque él se creía que estábamos jugando y pati la zonza se asustó de verdad y ahí fue cuando se le cayó la lámpara no fue culpa de rafles toda toda pero pati dijo que ella no tenía la culpa y que vos te ibas a enojar y yo le dije que no porque era porque lo estábamos educando de premio pero ella me discutió y yo me enojé y le discutí pero al rafles qué le importaba ¿no? y se estaba comiendo otra milanesa en la heladera entonces por eso la dejamos abierta para que se le salga el olor a perro porque se medio metió mucho adentro a buscar la milanesa porque la fuente se había caído atrás de la ensalada y tiró del frasco ése por eso la dejamos abierta y ya volvemos enseguida lo estamos educando al rafles a dar una vuelta a la cuadra te quiero los corazones me ayudó pati a dibujarlos pero son míos más.



(Luis Maria Pescetti)

sábado, 19 de noviembre de 2011

Zapatos

Mamá está furiosa con papá porque a papá no le gustan los zapatos que ella usa, y dice que lo que él le hizo hoy es algo que no le piensa perdonar mientras viva ni después de muerta.
Cualquiera podría acordar con papá en que lo que hizo es una pavada, pero entre ellos el episodio devino en una cuestión capital, definitiva, porque el rencor de mamá es de jíbaro, un resentimiento de tragedia shakesperiana y de perro del hortelano, como dice Tía Etelvina cuando la ve así, porque dice (Tía Etelvina) que mamá, enojada, solo tiene camino de ida y se pone de tal manera que no perdona ni deja perdonar.
Mamá tiene unos pies muy lindos, preciosos y parejitos, sin callos y con los dedos como repulgue de empanaditas, y en eso todo el mundo está de acuerdo. Por eso mismo, dice papá, es un crimen que use zapatos tan feos. Yo no sé qué te da por ponerte esos zapatones horribles, grandes, cerrados y que además hacen ruido, dice papá. Y encima producen un crujidito horrible al caminar pero que no se puede ni mencionar porque vos jamás aceptás una crítica. Lo que pasa es que tus críticas jamás son constructivas, dice mamá. Lo que pasa es que te ponés hecha una fiera, dice papá. Y al cabo mamá le grita que en todo caso es un defecto de nacimiento y mejor no te metás con mis defectos, estoy harta de que me critiques, harta de que me juzgues, y harta de esta vida que llevamos porque yo me merezco otra cosa (que es lo que mamá dice siempre). Y como no hay manera de pararla papá se calla la boca y ella sigue diciendo todo lo demás que es capaz de decir, que es muchísimo y es feroz.
A mamá no se le puede pedir discreción en nada. Y tampoco tiene un gran sentido del humor. Cuando eran más jóvenes él le sugería que usara zapatillas, total, bromeaba, yo te voy a querer igual. Pero ella, en todo su derecho, se compraba los zapatos que le gustaban y usaba los que quería, y siempre protestando que yo no sé por qué los hombres tienen esa manía de pretender dirigir la vestimenta de las mujeres: cuando la conocen a una se enganchan por las ropas audaces pero cuando nos tienen enganchadas quieren que andemos como monjas y guay de una si se pone minifalda o se le ven las tetas.
Guaranga como es ella, vehemente y fulminadora con la mirada, ni en chiste se le puede hablar de lo que no le gusta. Eso ya lo sabemos. Por eso lo que hizo papá este sábado a la tarde, aunque suene a pavada, fue demasiado: no había nadie de la familia en la casa, y él aprovechó para juntar todos los zapatos de mamá, como diez o doce pares, viejos y nuevos, y los metió en una bolsa y llamó a Juanita, que es la muchacha que trabaja en la casa ayudando en las tareas porque aunque no somos ricos tenemos sirvienta cama afuera, como quien dice, y le dijo tome Juanita, me ordenó la señora que se los regale.
Y le entregó la bolsa con todos los zapatos, que Juanita, chocha, se llevó a su casa.
Por supuesto, y como era de esperar, mamá se dio cuenta esa misma noche, en cuanto llegó y se quitó las botas que llevaba puestas y buscó las sandalias de entrecasa. Descubrió el ropero vacío de zapatos y fue todo uno gritar desde el dormitorio: "¡Titino qué hiciste con mis zapatos!" y salir a torearlo.
Papá estaba de lo más divertido y le dijo la verdad: se los regalé todos a Juanita. Lo que ipso facto desató en mamá una verborrea de lo peor: lo trató de tano bruto, comunista nostálgico y hasta le dijo nazi antisemita hijo de puta y después se fue a contarle a todo el mundo, empezando por la abuela y la Tía Etelvina, que este hombre cuando está aburrido es un peligro, por qué no se meterá sólo en lo suyo y ahora va a ver cuánto le va a salir la cuenta de la zapatería.
A mí hay dos cosas que me revientan de ellos dos: la incapacidad de aceptar los comentarios ajenos que tiene mamá; y esa manía de querer cambiar a la gente que tiene papá.
Pero es inútil, con ellos. La Tía Etelvina dice que a gente así lo mejor es ignorarla. Y yo creo que tiene razón. Pero cuando son los papás de uno no se puede.
Mempo Giardinelli

miércoles, 16 de noviembre de 2011

AMIGOS POR EL VIENTO

A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojo con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve mas rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.
Así ocurrio el día que se papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detras de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
- Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
- Me parece bien - mentí.

Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:

- No me lo estás deciendo muy convencida...
- Yo no tengo que estar convencida.
- ¿Y eso que significa? - preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.

Me vi obligada a levantar los ojos del libro:

- Significa que es tu cumpleaños, y no el míó - respondí.

La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.

- Se van a entender bien - dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.

La gata, único ser que entendía mi desolación, salto sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba mamá, que, contal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrozas hechicerías.
Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, apareciá un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Despues pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.

- Me voy a arreglar un poco - dijo mamá mirandose las manos. - Lo u´nico que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
- ¿Qué te vas a poner? - le pergunté en un supremo esfuerzo de amor.
- El vestido azul.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarián pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.

- ¡Mamá! - grité pegada a la puerta del baño.
- ¿Que pasa? - me respondió desde la ducha.
- ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?

El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.

- ¿Palabras que parecen ruidos? - repiutió.
- Sí. - Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg...

¡Ring!

- Por favor - dijo mamá -, estan llamando.

No tuve más remedio que abrir la puerta.

- ¡Hola! - dijeron las rosas que traía Ricardo.
- ¡Hola! - dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.

Yo mira a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.
- Podrían ir a escuchar música a tu habitación - sugirió la mujer que cumplía años, deseperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por afixia a los invitados.

Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:
- ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?

Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.

- Cuatro años - contestó.

Pero mi rabia no se conformó con eso:

- ¿Y cómo fue? - volví a preguntar.

Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.

- Fue... fue como un viento - dijo.

Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?

- ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? - pregunté.
- Sí, es ese.
- ¿Y también susurra...?
- Mi viento susurraba - dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
- Yo tampoco entendí. - Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.

Pasó un silencio.

- Un viento tan fuerte que movió los edificios - dijo él -. Y éso que los edificios tienen raíces...

Pasó una respiración.

- A mí se me ensuciaron los ojos - dije.

Pasaron dos.

- A mí también.
- ¿Tu papá cerró las ventanas? - pregunté.
- Sí.
- Mi mamá también.
- ¿ Por qué lo habrán echo? - Juanjo parecía asustado.
- Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.

- Si querés vamos a comer cocadas - le dije.

Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quiza ya era tiempo de abrir las ventanas.


lunes, 14 de noviembre de 2011

¿Para qué sirve la corbata?


por Martín Blasco
Ilustrado por Douglas Wright


Dibujo de Douglas Wright

En el colegio sacaron fotos de todos los cursos. Trajeron un fotógrafo de afuera y todo. Nos pidieron que fuéramos bien vestidos para las fotos. La maestra dice que en las fotos tenemos que salir lindos y arreglados porque son el recuerdo que nos va a quedar del colegio. Pero la verdad es que en el colegio estamos siempre sucios y desarreglados, así que no creo que esa foto nos sirva para recordar el colegio. Quizá la maestra espera que con los años, cuando seamos viejos, nos olvidemos de todo y al ver las fotos pensemos que todos los días íbamos vestidos así.

La cuestión es que a los varones nos hicieron poner corbata. Yo nunca antes me había puesto una, ¡son muy incómodas! Igual fue una buena idea, porque las fotos quedaron graciosísimas.

Al colorado, que es muy grandote, le puso la corbata la maestra y como al mismo tiempo estaba retando al gordo Aníbal, le hizo el nudo muy fuerte. Tan fuerte que el colorado se puso todo rojo. Pero a nadie le llamó la atención. Siempre está todo rojo. Pelufo, en la otra punta de la foto, tenía una corbata del hermano mayor que le llegaba hasta la rodilla. Peña tenía un moño en vez de corbata, él siempre quiere llamar la atención, y le cantábamos “el ñoño tiene moño...”, con una musiquita tipo del Caribe muy linda. La musiquita la inventó Bruno, es muy bueno para la música. Tiene mucho ritmo y con la lapicera y el pupitre hace una batería bárbara. Mamá me dijo que es porque es uruguayo y que todos los uruguayos tienen ritmo. Ella lo sabe porque antes de casarse tuvo un novio uruguayo, pero no puede hablar del tema porque papá se enoja.

Al que le quedaba increíble la corbata era al gordo Aníbal. La usaba con anteojos negros de sol y parecía un mafioso de esos de película. A la maestra sin embargo no le gustaba mucho. ¿Quién la entiende?

Pero vamos con la pregunta. Lo que todos nos preguntábamos era: ¿para qué sirve la corbata? En serio, piénsenlo.

“Para abrigar el cuello”, dijo Agustín. Pero todos estuvimos de acuerdo en que no puede ser, para eso ya está la bufanda, que es mucho mejor.

“Para usar el botón de arriba de las camisas”, dijo Pelufo. Y ahí nos preguntamos si será así o será que el botón está para poder usar la corbata. Lo que es como la pregunta de si vino primero el huevo o la gallina.

“Como adorno”, dijo Peña. Todos nos reímos: ¡si es horrible! No, como adorno no puede ser.

Por más que hablamos mucho del tema no encontramos cuál es la utilidad de la corbata. Igual fue un día divertido y la foto salió buenísima. Justo cuando el fotógrafo sacó la foto el colorado se desmayó por culpa de la corbata ajustada, y como estábamos en una grada y él estaba arriba de todo, al caerse tiró a todo el mundo.

En la foto se ve una montaña de gente una arriba de otra. Es muy graciosa, aunque la maestra se puso a llorar. Al colorado hubo que llevarlo al hospital.


Martín Blasco

Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen.
Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y
desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados
En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.
Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.
Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.
Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.
El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.

Julio Cortázar

Táctica y estrategia

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos
mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible
mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos
mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos
mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites
(Mario Benedetti)

El árbol de lilas


UNO

Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol florecido de lilas.

Pasó un señor rico y le preguntó:
-¿Qué hace usted, joven, sentado bajo este árbol, en lugar de trabajar y hacer dinero?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

Pasó una mujer hermosa y le preguntó:
-¿Qué hace usted, hombre, sentado bajo este árbol, en lugar de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

Pasó un chico y le preguntó:
-¿Qué hace usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez de jugar?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

Pasó la madre y le preguntó:
-¿Qué haces, hijo mío, sentado bajo este árbol, en vez de ser feliz?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

****

DOS

Ella salió de su casa dispuesta a buscar.
Cruzó la calle.
Atravesó la plaza.
Y pasó junto al árbol florecido de lilas.
Miró rápidamente al hombre.
Al árbol.
Pero no se detuvo.
Había salido a buscar.
Y tenía prisa.

Él, con una sonrisa, la vio pasar.
Alejarse.
Hacerse un punto pequeño.
Desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.

Ella fue por el mundo a buscar.
Por el mundo entero.

En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-No lo creo. Me voy –dijo el hombre con los ojos de agua.
Y se marchó.

En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-Lo siento. Pero no. –dijo el hombre con las manos de seda.
Y se marchó.

En el Oeste había un hombre con los pies de alas.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-Te esperaba hace tiempo. Ahora no –dijo el hombre con los pies de alas.
Y se marchó.

En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-No. No soy yo –dijo el hombre con la voz quebrada.
Y se marchó.

****

TRES

Ella siguió por el mundo buscando.
Por el mundo entero.
Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana.
La gitana la miró y le dijo:
-El que buscas te espera en el banco de una plaza.

Ella recordó al hombre con los ojos de agua.
Al hombre que tenía las manos de seda.
Al de los pies de alas.
Y al que tenía la voz quebrada.
Y después se acordó de una plaza.
Y de un árbol con las flores lilas.
Y de aquel hombre que, sentado a su sombra, la había visto pasar con una sonrisa.

Dio media vuelta y empezó a caminar sobre sus pasos.
Bajó la cuesta.
Y atravesó el mundo.
El mundo entero.
Llegó a su pueblo.
Cruzó la plaza.
Caminó hasta el árbol florecido de lilas.
Y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:
-¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?

El hombre que estaba sentado en el banco de la plaza le dijo, con la voz quebrada:

-Te espero.

Después levantó la cabeza.
Y ella vio que tenía los ojos de agua.
Le acarició la cara.
Y ella supo que tenía las manos de seda.
La invitó a volar con él.
Y ella supo que tenía también los pies de alas.

María Teresa Andruetto

Había

Había
Había una
Había una vez
Había una vez un
Había una vez un perro
Había una vez un perro viejo
Había una vez un perro viejo y torcido
Había una vez un perro viejo y torcido que
Había una vez un perro viejo y torcido que lloraba
Había una vez un perro viejo y torcido que lloraba a mares
A mares lloraba el perro viejo y torcido que una vez había
Lloraba torcido y viejo el perro porque no había mares
Torcido y viejo llorando aquella vez a mares
El perro que lloraba a mares aquella vez
Lloraba como un viejo que está torcido
El viejo perro y torcido lloraba ¿ves?
Lloraba como un perro esa vez
Y había un perro también
Que lloraba en el mar
Lloraba o no sé qué
Y había también
Una historia
Esa vez

Maria Teresa Andruetto.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Corazón Delator (Edgar Allan Poe)

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN