sábado, 4 de diciembre de 2010

Fragmento de "El Principito"

Entonces apareció el zorro.

-Buenos días -dijo el zorro.

-Buenos días -respondió cortésmente el principito, que se dio vuelta, pero no vio nada.

-Estoy acá -dijo la voz- bajo el manzano...

-¿Quién eres? -dijo el principito-. Eres muy lindo...

-Soy un zorro -dijo el zorro.

-Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-. ¡Estoy tan triste!...

-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-. No estoy domesticado.

-¡Ah! Perdón -dijo el principito. Pero, después de reflexionar, agregó:

-¿Qué significa «domesticar»?

-No eres de aquí -dijo el zorro-. ¿Qué buscas?

-Busco a los hombres -dijo el principito-. ¿Qué significa «domesticar»?

-Los hombres -dijo el zorro- tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También crían gallinas. Es su único interés. ¿Buscas gallinas?

No -dijo el principito-. Busco amigos. ¿Qué significa «domesticar»?

-Es una cosa demasiado olvidada -dijo el zorro-. Significa «crear lazos».

-¿Crear lazos?

-Sí -dijo el zorro-. Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...

-Empiezo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... Creo que me ha domesticado...

-Es posible -dijo el zorro-. ¡En la Tierra se ve toda clase de cosas...!

-¡Oh! No es en la Tierra -dijo el principito. El zorro pareció muy intrigado:

-¿En otro planeta?

-Sí.

-¿Hay cazadores en ese planeta?

-No.

-¡Es interesante eso! ¿Y gallinas?

-No.

-No hay nada perfecto -suspiró el zorro. Pero el zorro volvió a su idea:

-Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...

El zorro calló y miró largo tiempo al principito:

-¡Por favor... domestícame! -dijo.

-Bien lo quisiera -respondió el principito-, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.

-Sólo se conocen las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!

-¿Qué hay que hacer? -dijo el principito.

-Hay que ser muy paciente -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...

Al día siguiente volvió el principito. -Hubiese sido mejor venir a la misma hora -dijo el zorro-. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito? -dijo el principito.

-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días: una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:

-¡Ah!... -dijo el zorro-. Voy a llorar.

-Tuya es la culpa -dijo el principito-. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te domesticara...

-Sí-dijo el zorro.

-¡Pero vas a llorar! -dijo el principito.

-Sí-dijo el zorro.

-Entonces, no ganas nada.

-Gano -dijo el zorro-, por el color de trigo. Luego, agregó:

-Ve y mira nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver nuevamente a las rosas:

-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún -les dijo-. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Y las rosas se sintieron bien molestas.

-Sois bellas, pero estáis vacías -les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.

Y volvió hacia el zorro:

-Adiós -dijo.

-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

-Lo esencial es invisible a los ojos -repitió el principito, a fin de acordarse.

-El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.

-El tiempo que perdí por mi rosa... -dijo el principito, a fin de acordarse.

-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-. Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...

-Soy responsable de mi rosa... -repitió el principito, a fin de acordarse.


Autor: Antoine De Saint-Exupéry

sábado, 20 de noviembre de 2010

Corazón Coraza

Porque te tengo y no 
porque te pienso 
porque la noche está de ojos abiertos 
porque la noche pasa y digo amor 
porque has venido a recoger tu imagen 
y eres mejor que todas tus imágenes 
porque eres linda desde el pie hasta el alma 
porque eres buena desde el alma a mí 
porque te escondes dulce en el orgullo 
pequeña y dulce 
corazón coraza 

porque eres mía 
porque no eres mía 
porque te miro y muero 
y peor que muero 
si no te miro amor 
si no te miro 

porque tú siempre existes dondequiera 
pero existes mejor donde te quiero 
porque tu boca es sangre 
y tienes frío 
tengo que amarte amor 
tengo que amarte 
aunque esta herida duela como dos 
aunque te busque y no te encuentre 
y aunque 
la noche pase y yo te tenga 
y no.

Mario Benedetti

lunes, 15 de noviembre de 2010

Mucho gusto

Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
—No crea que es algo tan estupendo —dijo el Flaco—, también hay momentos de profundo desamparo en lo que se llega a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor amigo y le dije: “Mirá, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar". Y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
—Oiga, don —dijo sin pestañear—, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chávez, viajante de comercio —y le tendió la mano.
—Mucho gusto —dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos—, Franz Kafka para servirle.
Mario Benedetti

domingo, 14 de noviembre de 2010

El Otro Yo

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: "Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable".
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

(Mario Benedetti)

domingo, 15 de agosto de 2010

Fragmento de "Demian"

Sólo había una cosa segura en mí: la voz de mi interior, mi sueño. Sentía el deber de seguir ciegamente sus imperativos, aunque me costaba mucho esfuerzo y me revelaba a diario contra ellos <¿Quizás estoy loco? -pensaba muy a menudo-, ¿quizá no soy como los demás hombres?* Sin embargo, era capaz de hacer todo lo que hacían los demás.
Hermann Hesse (Fragmento de "Demian")

miércoles, 14 de julio de 2010

Creer, confiar, querer

Creer, confiar, querer es natural en el ser humano.
La desconfianza, la mentira, la traición existen, sí, pero no son lo usual, lo de todos los días.
Si no, ¿por qué habría de llamarnos la atención, de sorprendernos tanto -cuando nos toca- el que alguien nos haya enga­ñado, perjudicado?
Si eso fuera lo más frecuente, no nos dolería: ya tendríamos una coraza para de­fendernos. Una costra amarga protegiendo nuestra sensibilidad.
Creer, confiar, querer... es natural y es hermoso.
Sin fe, sin confianza, sin amor, ¿cómo haríamos para sonreír, para criar a nues­tros hijos, para estrenar con ganas un par de zapatos caminadores, para revisar el extracto de la lotería a ver si nos sacamos aunque sea terminación?
Creer, confiar, querer...
Porque no se puede vivir bajo una cam­pana de vidrio: asfixia.
Ni en una torre de marfil... desde la que no se huele el pasto recién cortado...
Ni con guantes, sin sentir el calor de la mano que estrechamos.
Es preferible vivir expuesto a vivir a la defensiva: creer y ser engañado alguna vez y no, vivir desconfiando.
Llorar, a veces... habiendo reído mu­chas otras.
Sentir, sentir todo hondamente, aunque lo que tengamos que sentir sea a veces tris­te, muy triste... y otras, muy hermoso.

Poldy Bird

viernes, 16 de abril de 2010

Los nadies

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los

nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto

la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la

buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en

lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los

nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se

levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de

escoba.

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.

Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no profesan religiones, sino supersticiones.

Que no hacen arte, sino artesanía.


Que no practican cultura, sino folklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.


Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

jueves, 15 de abril de 2010

La función del arte /1

1

Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur.

Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.

Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

—¡Ayúdame a mirar!

(Eduardo Galeano)

viernes, 8 de enero de 2010

La cosa

La Cosa está ahí, sentada en mi sillón Voltaire, frente a esta mesa, y entrecerrando soñadoramente sus ojitos joviales y malévolos me dice con la cabeza que sí, que puedo contar esta historia, empezarla por donde debo empezar y escribir cuánto me gustaban esos viejos bares de Buenos Aires, un poco sórdidos, que, como los zaguanes y los patios, inexorablemente han ido desapareciendo hasta de los suburbios de la ciudad.



Despachos de bebidas, se llamaban antes. Cada día que pasa quedan menos, pero si uno sabe buscarlos todavía puede encontrar alguno en la recova del Once, en los alrededores del puente Pueyrredón o en una cortada de Pompeya. La fórmica ha hecho retroceder a la madera, y el buen olor del vino tinto y del tabaco negro va siendo reemplazado por el de la pizza y el de las hamburguesas; pero todavía quedan algunos. La seducción que esos bodegones insomnes ejercen sobre mí no tiene nada que ver con el alcohol. No soy un gran bebedor, ni siquiera un bebedor mediocre. Soy sencillamente, o tal vez debo escribir que fui, un hombre solitario. Puedo pasarme la noche entera frente a un pocillo de café, y si a veces condesciendo a pedir una copita de caña o un cognac es para no despreciar a mis ocasionales compañeros de mesa. Para que no desconfíen de mí, para que me hablen. He conversado en esos bares con los personajes más extraordinarios de Buenos Aires. Actores fracasados, ex presidiarios, viejas putas en decadencia, pequeñas putas en ascenso, poetas que se creían, o quizá eran, genios incomprendidos, tristes homosexuales que venían de una paliza descomunal, violeteras que juraban haber cantado con la Galli Curci o haber sido amantes de Perón. En un cafetín de la calle Godoy Cruz, conocí a un marsellés que, a la quinta ginebra, sacándose la camisa, me mostró una cicatriz, un costurón de treinta centímetros de largo y del grosor de un dedo, que le habían hecho en Camerone cuando era sargento de la Legión Extranjera.En el Dock Sur, a un tipo que aseguraba haber diseñado no sé qué formidable proyecto, y haber sido robado, y que me pidió que leyera los diarios en los próximos días porque podía probármelo. Cosa que en cierto modo me probó, pues antes de una semana leí que un conocido arquitecto uruguayo, y a continuación iba su nombre, se había suicidado tirándose desde la cúpula del shopping del Abasto, sin que nadie supiera las causas de semejante determinación.
Por otra parte, yo les creía sin necesidad de pruebas. No existe ninguna razón para que un hombre le mienta a otro en lugares como ésos. Son como pequeños infiernos, y es absurdo imaginar que alguien quiera justificarse, alardear o engañar a otro en el infierno. El único al que no le creí fue al tipo del mono jorobado, y ahora la Cosa está sentada en ese sillón y baja aprobatoriamente los párpados.
El hombre se había acercado a mi mesa como todos los otros. Una paradoja de la soledad es que tiende a unir a la gente, y la misma fascinación que ejercían ellos sobre mí era la que los atraía a ellos. Yo los miraba y sonreía, o ellos hacían un gesto con el vaso, y el puente ya estaba tendido: uno de los dos terminaba sentado a la mesa del otro.
El que se me acercó esa noche era un hombre más o menos de mi edad, de voz muy baja y ademanes serenos. Como todos los demás, entró en tema de manera gradual y algo indecisa. Por lo que entendí, desde hacía mucho tiempo lo acompañaba a todas partes un fantasma privado o demonio personal que, según me dijo, ahora mismo estaba sentado junto a nosotros y al que de tanto en tanto llamaba mi mono. Que el hombre estuviera loco no me asombró. Entre mis compañeros de conversación se contaban, naturalmente, unos cuantos locos. Casi siempre parecían mansos, como éste, y no resultaban los menos interesantes. Tampoco me llamó la atención el hecho, por lo demás frecuente, de que fuera un hombre culto: en un momento había dicho que, como yo quizá debía saberlo, Sócrates también había tenido el suyo.
              -Qué aspecto me dijo que tiene? -le pregunté-.
             -No se lo dije -contestó el hombre-. No tiene un aspecto. Tiene cualquier aspecto, adopta cualquier forma. Quien determina eso, parece, es el alma de su dueño.
             -Quiere decir que hay otros, además del suyo.
             -No -contestó rápidamente el hombre, pero de inmediato titubeó, como si lo pensara mejor-. En realidad, no sé. Lo que quiero decir es que es éste ha tenido otros aspectos.
El que me lo dio a mí decía que era como una mujer etíope, muy hermosa. El que se lo había dado a él, hablaba de una especie de figura geométrica, un cono invertido, algo así como un gran trompo. Un trompo que no giraba, estaba ahí, siempre a su lado, en equilibrio so-bre su inestable puntita. Pero igual se comunicaba con él. Cualquiera sea su forma, siempre da la impresión de tener vida. Y sobre todo voluntad e inteligencia.
Yo me había quedado pensando en la mujer etíope.
             -Por lo visto no es siempre desagradable.
             -Usted lo dice porque el mío es un mono -el hombre se reía silenciosamente-. Usted está pensando que a mí me tocó lo peor. Se equivoca. Este tampoco es desagradable.
¿Quiere que se lo describa?
Le dije que por favor. Llamé al mozo y ordené un café para mí y otro vaso de vino para él.
             -No -dijo-.
             -De acuerdo. No me lo describa, si no quiere. Sólo se lo pedí porque me lo propuso usted.
             -Sí voy a describírselo -dijo el hombre-. Lo que quise decir es que no quiero vino. Preferiría whisky, si me invita.
Lo invité, por supuesto. Los solitarios aprendemos desde muy temprano que toda compañía tiene un precio. Cuando terminó de describírmelo, debí admitir que su fantasma personal, en efecto, no resultaba desagradable. En términos generales era un chimpancé. La joroba la llevaba del lado derecho, y no le sentaba mal. Mientras hablaba, el hombre miró varias veces hacia el costado, como queriendo corroborar la exactitud de sus palabras o como si pidiera la aprobación del otro. Varios whiskies más tarde sus ademanes y su voz seguían siendo sosegados, sólo me pareció sentir que, agradable o no, ese compañero había terminado por resultarle una carga demasiado pesada.
             -Pero usted me aseguró que antes perteneció a otro, eso significa que es posible desprenderse de él.
             -Es posible, claro. Pero sólo él sabe cómo, y nunca lo dice. Uno debe averiguarlo por sí mismo. Pasa como con su aspecto. Cada caso es distinto. Supongo que algunos lo llevan a su lado hasta la muerte.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas en un tono demasiado serio, demasiado patético. Que mi hombre estuviera loco no era grave, lo malo era que de pronto parecía borracho. En el bodegón empezaban a apilar las sillas sobre las mesas. Consulté ostensiblemente mi reloj y le pedí al mozo que me trajera la cuenta: me gusta oír historias pero prefiero caminar solo por la calle. El hombre me miraba ahora como si me pidiera algo. Era al mismo tiempo una mirada imperiosa y una apagada súplica. Pensé que la mejor manera de terminar esta conversación era decir lo que dije.
           -Tal vez puede pasármelo a mí -dije sonriendo-.
El hombre miró con cierta ansiedad hacia la silla que estaba a su costado.
           -Creo que sí -dijo después de un momento-. Creo que, si usted realmente lo quiere, puedo hacerlo. Sólo tiene que pedírmelo.
           -Es lo que hice -dije, sin dejar de sonreír-.
Ya me había levantado de la mesa cuando el hombre me tomó suavemente de la manga. Fue, pese a su suavidad, su primer gesto brusco.
           -No -murmuró con apremio-. Tiene que pedírmelo formalmente. Creo que... Creo que tiene que exigírmelo.
           -De acuerdo, de acuerdo -dije, apartando con mucho cuidado su mano-. Le exijo que me lo dé.
           -Que Dios lo proteja -dijo el hombre-. Lléveselo.
Salí del bar, caminé una o dos cuadras y tomé un taxi con la festiva sospecha de haber realizado, sin proponérmelo, una buena acción; cuando llegué a casa, la Cosame esperaba en mi escritorio, sonriendo con sus ojitos joviales y malévolos, sentado, como ahora, en mi sillón Voltaire.
He meditado mucho sobre ese viaje en taxi. Sé que algo secretamente decisivo ocurrió allí. Yo, sin razón alguna, le había comentado al chofer: -Un desconocido acaba de regalarme su mono.
           -Qué me dice -contestó secamente el chofer-. Por qué usted no me lo regala a mí.
Era notorio que estaba de mal humor y qué él también sabía tratar con toda clase de gente.
           -De ninguna manera -dije-.
Desde esa noche ya no soy un hombre solo. La Cosa está conmigo a toda hora y me acompaña a todas partes. No habla, sólo me observa. Como si intentara averiguar algo, como si quisiera saber quién soy.
Todavía es un mono, o algo así como un mono, de tamaño no mayor que un chico gordo. Todavía, pese a su joroba, es agradable de mirar. Cuando caminamos de noche por la calle, él levanta su brazo desde allá abajo y me toma de la mano. Si los demás pudieran vernos, seguramente daríamos una buena impresión, una impresión como de camaradería. Es raro, pero siempre que pienso en esto nos imagino de espaldas. Todavía es un buen compañero. Todavía sus ojos son joviales y algo soñadores. Tengo, sin embargo, la certeza de que en los últimos tiempos algo ha cambiado en él, en su forma, como si derivara poco a poco hacia otra cosa, más amenazadora, no del todo simiesca pero tampoco humana.
El ahora me está observando con sus ambiguos ojitos que ríen y me indica con la cabeza que, por esta noche, ya puedo dejar de escribir, que salgamos a dar un paseo.


                                                                                                  Abelardo Castillo