jueves, 19 de febrero de 2009

Macabeo

El 3 de agosto de 1960, el señor Milman de la colectividad judía, de la pequeña colectividad judía de un pueblo de provincia, se despertó sobresaltado; el señor Benjamín Milman. que había llegado a la Argentina quince años atrás.

Un momento antes –si hubiera estado despierto– habría podido escuchar el ruido de la cancel en el piso bajo. el ruido de la mesita del hall que alguien empujó en la oscuridad y luego el ruido de unos pasos, tropezantes, ahogados en la alfombra de la escalera. Porque ahora eran pasos. Pero hace unos minutos, cuando venían por la calle ensombrecida del pueblo, habían sido carrera; una carrera desesperada, febril, que comenzó en la carpa Schlem Aleijem del campamento y terminaba ahora, convertida en pasos que subían hacia el cuarto del señor Benjamín y allí se detuvieron indecisos, ante la puerta. Un segundo después –el tiempo que duró la indecisión o el tiempo que se necesita para tomar impulso– la puerta se había abierto, y fue como un disparo retumbando por toda la casa, porque al abrirse se estrelló contra la pared y, dando un bote, estuvo a punto de cerrarse de nuevo. Sólo entonces se despertó.

–...urer rau...!

Y acabó de despertarse cuando dos manos lo tomaron ferozmente por los hombros y una voz, a pocos centímetros de su rostro, gritó aquello, aquellas dos palabras olvidabas hacía quince años. Manos que ahora, levantándolo en peso, lo arrancaban del lecho mientras el señor Milman, de un manotón, alcanzaba a encender la luz del velador y veía la cara congestionada del muchacho, su pelo tan rubio, revuelto, mojado de haber corrido diez kilómetros bajo el rocío a campo traviesa, y sus ojos azules increíblemente abiertos y sus lágrimas. Y siguió escuchando aquellas dos palabras, repetidas, repetidas muchas veces con voz ronca, entrecortada de odio, mientras él, Benjamín Milman caía al suelo y sentía los golpes brutales en la cabeza. No lo comprendió en seguida.

–Standartenführer Rauser...!

Pero luego sí, todo, con espanto. Con el mismo espanto de quince años atrás, cuando alguien le avisó que todo estaba perdido y que Adolph acababa de matarse.


Samuel Milman tenía ocho años cuando, por primera vez, creyó entender que el mundo es complejo. Lo entendió en la escuela, y no porque durante la clase la maestra hubiera explicado esa cosa, la regla de tres, sino porque ahora, en el recreo, Marisa se había puesto las manos detrás de las orejas, imitando pantallas, y estaba diciéndole:

–Orejudo judío.

Después, con exagerado desprecio, le había sacado la lengua y salió corriendo.

Samuel, esa tarde, comprendió que si bien sus orejas eran bastante grandes y algo apantalladas también, es cierto, Marisa jamás se lo habría hecho notar así, delante de todos, si él no hubiera resuelto antes que ella aquel problema de las bolsas y la harina. De cualquier modo, Samuel Adolfo Milman, de ocho años, estaba secretamente enamorado de Marisa, y aquel día sufrió su primer desengaño.

Esa noche, mientras papá Benjamín terminaba de comer su barénique y el señor Adim contaba recuerdos de Varsovia, Samuel, en sigilo, se deslizó hasta el espejo de la sala y luego de achatarse las orejas con la punta de los dedos, frunció la cara: no. No le gustaba mucho verse sin orejas. En realidad, no le gustaba en absoluto: debe ser porque uno se acostumbra, pensó, y después inútilmente trató de verse de perfil. Pero verse el perfil ya resultaba bastante más difícil; había que torcer los ojos de un modo ridículo y esto, naturalmente, lo hacía parecer de verdad feo a uno.

–¡Papá...!

Y desde el comedor llegó después la voz del señor Benjamín, una especie de sonido desganado, tan lerdo, que se cruzó en el aire con la pregunta inmediata de Sammy. Y entonces, sí. Hubo un silencio inquieto; el inquieto silencio de dos hombres que, en el comedor, se estaban mirando tensos, con mirada de judío alerta, porque un chico en la sala acababa de preguntar:

–¿Qué quiere decir "ser judío"?

Samuel nunca comprendió demasiado bien aquello, aquella explicación. Ni esa noche sobre las rodillas del señor Adim que decía: es así, el mundo es así y lo fundamental es ser fuerte y estudiar (...y portarse bien, y quererlo mucho a papá Benjamín que se había sacrificado tanto desde que mamá estaba en el cielo, mamá Gretel como la llamaban a veces, no ahora, porque era el señor Adim quien hablaba y dijo: tu pobre madre Sara que está en el cielo), ni lo comprendió después, cuando discutía con la pequeña Raquel en el cobertizo, o cuando encontró aquellos papeles con membretes góticos y águilas, donde se decía los judíos son los enemigos seculares de la Nación y deben ser exterminados porque si no logramos destruir las fuerzas biológicas del judaísmo algún día ellos nos destruirán a nosotros, téngame al tanto de los procedimientos empleados en el Este e interiorícese de la utilidad que puede prestar el monóxido de carbono.

Ni tampoco lo comprendió a los diez años, cuando todavía no había hallado los papeles, pero escuchó por primera vez la palabra Treblinka.

–Cheket! –murmuró Benjamín ese día, el día que se mencionó la palabra Treblinka.

Samuel había entrado de improviso en la habitación y allí estaba, con los ojos asombrados, junto a la puerta. Detrás de su hombro asomó Raquel; Raquel tenía ocho años y mataba hormigas. Además era hija de los señores Adim, quienes, en este preciso instante, también se han quedado mirando a papá, que ha dicho:

––Cheket! –después pareció confuso–. Es muy chico todavía.

Y quería decir que Sammy era muy pequeño para saber ciertas cosas, en especial si se trataba de cosas referentes a Chelmo o a Treblinka. O a Auschwitz. Pero Raquel, que tenía dos años menos que Sammy y ahora estaba tomada de su mano, dijo:

–Yo sé. Ahí mataban a las personas. Luego, en el cobertizo, el chico preguntó:

–Pero, por qué.

Raquel se había encogido de hombros. Estaba muy ocupada en perseguir con una ramita a esa hormiga, la que lleva una hoja muchísimo más grande que ella sobre la espalda. Parece un velero.

–Por qué va a ser –dijo–. Porque eran judíos.

La hormiga, inútilmente, corría de un lado para otro; la ramita delante, luego detrás. La gran hoja se bamboleaba peligrosamente: un velero a punto de naufragar. Porque Raquel, ahora, está aplastando a la hormiga.

–¡No! –gritó Sammy, y Raquel lo había mirado; la cara del chico era una cara que no parecía de Sammy. Ella se asustó. El dijo:

–¿Por qué la mataste? Raquel dijo:

–Si era una hormiga.

En el Este, hasta el presente, la operación se lleva a cabo mediante gases de combustión. Ellos, con la ropa todavía puesta, marchan a través de rampas colocadas a la altura de los vagones y pasan directamente a las cámaras. En el garaje próximo los motores de los blindados y los camiones se ponen en marcha; el gas de los motores es llevado a las cámaras por medio de tuberías. El método es deficiente. A veces los motores no funcionan y el proceso se retarda. En general, pasa algo más de media hora antes de que todo quede en silencio dentro de las cámaras; es necesario dejar transcurrir otra media hora antes de abrirlas. Posteriormente se les quita la ropa, y rociándolos con nafta, se los crema en parrillas hechas de rieles. Blobel ha construido en Chelmo varios hornos auxiliares, alimentados a madera y nafta; ensayó, asimismo, la destrucción de cadáveres con la ayuda de explosivos, cosa que no dio, tampoco, resultados muy satisfactorios. Como he dicho, la mayor dificultad consiste en que los motores no siempre funcionan en forma pareja. Muchos pierden el conocimiento y es menester ultimarlos a tiros. En mi opinión, habría que hallar el modo de hacerlos entrar desnudos en las cámaras; esto aceleraría la operación.


–¿Cómo era Alemania?

De noche, con la luz apagada, a Sammy le gustaba hacer preguntas y escuchar la voz profunda de papá Benjamín. Estiró las cobijas hacia la barbilla y preguntó: "¿Cómo era Alemania?" Y papá contaba que él había nacido antes, un tiempo antes de la caída del Imperio, y Sammy, con los ojos cerrados, escuchaba las andanzas del Canciller de Hierro y la República de Weimar; pero nunca supo –o supo muy confusamente– el resto de la historia, porque había un período que papá, como muchos judíos, no quería recordar. De todos modos, no era eso lo que Sammy preguntaba.

–No. No digo de batallas y todo eso. Digo si había ríos, montañas. Cómo eran los árboles.

Samuel Milman tenía doce años y quería saber cómo eran los árboles. Benjamín abrió los ojos en la oscuridad: estaba preocupado. Sin embargo, habló de los Alpes de Baviera, donde había conocido a mamá Gretel, y del Zugspitze, el monte más alto del Reich.

Mamá Gretel. Entonces, sin saber por qué, Sammy pensó en la pequeña Raquel, que esta misma tarde, en el cobertizo, le había dicho:

–Y lo otro.

–¿Lo otro? –preguntó Sammy–. ¿Qué otro?

¡Porque lo que él había estado diciendo es que si las orejas de una persona son de esta manera o de aquélla, y lo mismo la nariz, no tiene por qué ser judío o goi. Porque de lo contrario papá Benjamín era mucho más judío que el señor Adim que tenía las orejas aplastadas y nariz chata. Y a Raquel no le había gustado mucho que Sammy dijera eso de su papá. Dijo: mi papá es tan judío como el tuyo, sabes; y más tarde discutieron. Pero antes de discutir, ella había dicho:

–Lo otro.

Entonces Sammy se dio cuenta de lo que la chica quería decir; de pronto se puso colorado hasta la punta de los cabellos, que eran tan rubios. Sin embargo, preguntó: qué otro. Y ella dijo:

–Lo que les hacen a ustedes. A los varones.

No lo miraba. Se había puesto a jugar, como siempre, con una ramita; pero ahora no jugaba con las hormigas, porque ya era grande y con una ramita también se pueden hacer dibujos, o escribir nombres en el piso de tierra: una vez hizo un corazón, y él lo vio. Claro que ella quería que él lo viese.

–La circuncisión –dijo Sammy–. Pero, vos qué sabes.

Además, lo que Raquel dice no tiene nada que ver porque, entonces, las chicas no son judías, y ella dijo que si seguían hablando, los únicos judíos del mundo, esa tarde, iban a ser él y el señor Benjamín.

–¡Pero si yo no digo nada! –Samuel se defendió confusamente.– Yo digo que, para ser judío, tampoco se necesita que a uno le hagan eso.

–¿Y entonces?

–Entonces qué sé yo. Moisés no tenía.

El argumento era demoledor. Samuel sabía muchísimas cosas de la Biblia y a Raquel la ponía orgullosa que él supiera: ahora Samuel estaba contando que fue Josué quien ordenó aquello, en el Gilgal, antes de Jericó. Después, como la conversación había llegado a un punto muerto, Sammy dijo adonde le gustaría ir cuando fuese grande. Dijo:

–A Alemania.

–¡Sos loco vos! –La chica parecía perpleja; se llevó una mano a la boca.– En Alemania están los nazis.

–¿Qué nazis? –Samuel no comprendía. Ella dijo:

–Los nazis.

Tampoco comprendía, es cierto. Y para evitar que él dijera nunca saben explicar las cosas, agregó apresuradamente por qué iba a ir a Alemania, y no a Israel, que es mucho mejor. Él, entonces, tuvo que empezar todo de nuevo y enseñarle que –como decía papá– uno es del lugar donde nace, y también judío.

Aunque nadie entendía muy bien que se pudiera ser dos cosas al mismo tiempo.

–Mi papá es polaco, entonces –dijo Raquel.

–Claro –dijo Sammy–. Y también judío.

–¿Y vos qué sos? Él dijo:

–Alemán, como papá –y antes de que Raquel agregara nada, ya se había dado cuenta de que aquello no estaba muy claro.

–¡Pero si vos naciste acá!

Y, por lo tanto, ser judío seguía siendo un asunto muy complicado. Lo mismo que lo de las orejas: si uno no es judío, nadie se fija; pero en cuanto saben que uno se llama Samuel o Benjamín, todo el mundo hace burla.

–¡Pero, eso es otra cosa! –dijo Raquel.

Le daba risa: Sammy, por cualquier motivo, salía hablando de las orejas. El chico pensó que las mujeres nunca entienden nada. Dijo:

–Entonces no sé lo que soy. Seré argentino, también.

–Pero si uno es argentino: por qué todos te dicen la rusa, o el ruso, que también quiere decir judío.

–Y yo qué sé –dijo Sammy–. Será como los negros.

–¿Qué negros?

–Qué negros va a ser: los negros. Que nacen donde nacen pero siempre son negros.

Esto le pareció bastante claro (aunque no comprendía por qué papá afirmaba que lo mejor, siempre, es ser alemán), y a ella le había dado otra vez mucha risa, y luego los dos estaban sentados en el suelo, juntos, riéndose. Esto había ocurrido a la tarde, en el cobertizo. Sammy, acostado ahora, escucha en la oscuridad la respiración del señor Benjamín, quien estuvo hablando del Zugspitze y de mamá Sara y que ya debía de estar completamente dormido porque, cuando Samuel decidió hacerle aquella pregunta, papá no respondió:

–Papá... ¿por qué me llamo Adolph?


... Hitler, cuya confianza respecto del Ziklon B nos ha llenado de alegría. El gas, que Hess recomendó a Eichmann sobre la base de una experiencia mía, es totalmente seguro. Se trata de un preparado del ácido prúsico, utilizado por la firma Tesch y Stanevob, de Auschwitz, para matar parásitos y provoca una muerte bastante rápida sobre todo si las cámaras están repletas de gente y, con preferencia, en lugares secos y herméticos. Los judíos destinados al crematorio, hombres y mujeres por separado, son conducidos a las habitaciones donde, luego de desnudarse, se les dice que se trata de una operación de despiojamiento. Para evitar sospechas se les recomienda que dejen sus ropas bien ordenadas y, sobre todo, que no olviden el sitio donde las dejan. Las cámaras, provistas de duchas y tuberías, no les inspiran el menor recelo. Luego de atornillar rápidamente las puertas, los encargados de la operación, ya preparados, arrojan por los agujeros del techo el Ziklon B que, a través de conductos especiales, llega hasta el suelo. La formación del gas es inmediata. Desde las mirillas puede verse cómo los que están parados más cerca de los conductos mueren en seguida. Otros comienzan a atropellarse, gritar y tragar aire. La pérdida del conocimiento sobreviene en relación con la distancia que separa a los judíos del conducto, y según la calidad del gas, que no siempre es la misma.

Media hora después se conecta la ventilación, se abren las puertas y comienza la extracción de muelas de oro, corte de cabellos, etc. Luego de lo cual se los lleva, en ascensores, hasta los crematorios.

Los ancianos, los enfermos, los débiles, caen antes: alrededor de los cinco minutos. Los jóvenes y sanos, y a veces los niños: entre cinco y diez. Los que gritan: antes de los cinco.


Tuvo ganas de gritar, pero dijo:

–No quiero. No voy a pelear.

Estaban, los seis, en el baño del Colegio Nacional, y ahora Samuel tenía catorce años. Era tan corpulento que no pelear solamente podía entenderse de un modo. El otro, el que venía avanzando con los puños cerrados, dijo algo, y Sammy recordó una tarde, en el cobertizo, pero ahora era distinto porque la voz del otro fue amenazante, no curiosa, y Samuel tuvo miedo.

"Esto es miedo, entonces." Cinco mil años de miedo.

Retrocedió hasta la pared: el frío de los azulejos a través del guardapolvo. O quizá, no; otra clase de frío. Algo tan típico como su perfil, como su dolor de barriga ahora: "Entonces es cierto, entonces es así", y no se le ocurrió nada más porque todavía no había hallado en la gaveta de papá –en la gaveta que dentro de un año va a quedar abierta– ciertos papeles mecanografiados o escritos en gótica, ciertos pliegos con membrete de águilas que, una noche, en la carpa Scholem Aleijem, serían arrojados por el aire, de igual modo que ellos –los informes, los documentos, las fotos amarillas– habían arrojado por el aire, desbaratándolos, cinco mil años de perfiles y de orejas y de prepucios, cincuenta siglos de esquema. Porque, el 3 de agosto de 1960, la gaveta quedó abierta y Samuel imaginó a un hombre, un judío glorioso parapetado en las calles despavoridas del Ghetto, un Macabeo, su padre que una noche jugándose la vida robó aquellos papeles y aquella pistola Luger que pertenecieron a Otto von Rauser, oficial del campo de exterminio de Auschwitz, ario puro de ojos azules cuya mirada, acaso, pudo ser idéntica a la del muchacho que ahora, en el baño del colegio, venía avanzando hacia Samuel con los puños cerrados. Dando miedo.

"Entonces, es así"; detrás de él, de Sammy, se apretujaron cincuenta siglos y una pared de azulejos, fría; detrás del otro, riendo, asomaban cuatro cabezas. En total, seis cabezas. Y en ninguna cabía muy bien la idea de que uno de ellos, el rubio ese de ojos azules, el orejudo, tuviera algo fundamentalmente distinto al resto, pero daba lo mismo. Es importante que sea así, porque aquí, en el baño del Colegio Nacional, hay uno que es judío.


He visto por mi cuenta otros campos, cerca de Riga, en Letonia. Allí, aún se los fusila y los cadáveres son incinerados sobre piras de madera. El monóxido de carbono en baños de duchas –procedimiento empleado con los enfermos mentales en algunas localidades del Reich– requiere demasiados edificios. En Lublin (Maidanek) se emplea un derivado del ácido prúsico que experimenté con los judíos de Alta Silesia.

En mi próximo informe diré cómo procedemos en Auschwitz. Un método, ideado por mí, consiste en desnudarlos, pedirles que recuerden el sitio donde dejan las ropas y hablarles en yidish. He hecho que un judío me enseñara, estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza. Lo fundamental es la disciplina. Blobel me contó que, en Chelmo, unos cuantos rompieron las paredes e intentaron huir.


Alguien, atrás, gritó alguna cosa, llamándolo, pero Samuel ya había saltado el cerco del campamento y estaba corriendo en dirección al pueblo; corriendo en plena noche, sintiendo el chicotazo de las ramas bajas en la cara, su cara, cara de judío de quince años que de pronto ha descubierto una respuesta para la pregunta que formuló hace mucho, frente al espejo grande de la sala, la vez que no entendió qué quería decir "ser judío", la vez que no pudo comprender por qué Marisa se había puesto vengativamente las manos detrás de las orejas, o aquella otra, después, cuando tenía catorce años y en el Nacional alguien dijo:

–A ver, moishe, mostrala –y los otros cuatro se reían, repitiendo: "sí, que la muestre", y querían decir que se abriera la bragueta, y sintió miedo, y creyó entender que ser judío ya no tenía nada que ver con él, con Sammy, sino con los otros, los que no eran judíos y necesitaban que él tuviera esas orejas, y ese perfil, y ese miedo típico de judío de mierda.

–Te digo que la mostrés, judío de mierda.

Sammy, esa tarde del Nacional, se había ido retirando hacia la pared. Tenía catorce años y no era tan corpulento como ahora, la noche de la carrera a campo traviesa, pero era casi tan corpulento como el otro, el que tenía los puños cerrados y se venía acercando, despacio. Pero allí no contaba la corpulencia, contaba el miedo. Y Samuel sentía que las rodillas temblaban, sus rodillas, que tampoco debían de ser como las rodillas de los otros muchachos, los que estaban detrás del que tenía los puños cerrados.

Tuvo ganas de gritar, pero sólo dijo:

–No quiero pelear. No tiene sentido.

Sin darse cuenta, había ido bajando las manos hacia la entrepierna como quien se cubre. El otro frunció la boca, imitó el gesto y dijo, moviendo los hombros: "No me pegues, machón, no tiene sentido", después, antes de que Sammy supiera qué estaba ocurriendo, una mano describió un círculo amplio, él sintió un ardor, un sonido junto a la oreja, y estaba en el suelo con los brazos abiertos. Dos de ellos le sostenían las muñecas. El otro dijo:

–A chotearlo.

Y le abrieron el pantalón, y, mientras él pataleaba de miedo, los otros –que a lo mejor se asombraron al ver que aquello no era distinto, ni más feo, ni más chico, ni más raro que el de cualquiera– se lo sacaron fuera del calzoncillo, entre risas, y lo escupieron uno por vez. Cinco escupidas.

Una por cada mil años: cinco exactas. Exactamente ahí, porque los judíos son los enemigos seculares de la Nación, y deben ser exterminados, querido Rauser.

"Lieber Otto von Rauser", ario puro de ojos clarísimos cuya foto estaba hoy, esta mañana, entre los papeles que Samuel iba guardando apresuradamente en su bolso...

–¡Sammy!

...antes de salir para el campamento Scholem Aleijem, donde lo esperaban David, y Abraham, y Jaime, y Ruth, y Ezequiel, elementos raciales de características asiáticas, negroides, levantinas o hamíticas adversas al espíritu patriótico alemán: urge entonces darle una solución definitiva al problema judío, porque si no logramos destruir a Raquel, a Samuel, a las fuerzas biológicas del judaísmo que esta noche se reunían en torno de las fogatas y –al principio– cantaban, ellos algún día nos destruirán a nosotros. Pero después no cantaban. Se quedaron quietos, en silencio, oyendo a Sammy, asombrándose de que papá Benjamín hubiera robado aquello, estos informes con membretes góticos y águilas desplegadas, perplejos porque papá Benjamín era un héroe, un Macabeo, como dijo Marcos, quien estuvo a punto de vomitar, antes, cuando Sammy traducía que se felicita al doctor Mengele y al doctor Caluber por sus ensayos de esterilización mediante inyecciones en las trompas, lo que origina estados inflamatorios pero ninguna otra perturbación. Excepto la muerte. O las escupidas hace un año, o las vengativas orejas de Marisa. O el Bunker IV que no funciona por sobrecarga de cadáveres –2.800–, hoy, septiembre de 1942, Auschwitz.

"Una voz, llamándome."

Ningún inconveniente, tampoco, si se los trata con ácido prúsico o formol, porque las típicas manchas cadavéricas aparecen después de poco tiempo ("llamándome a mí, a quién, esta mañana en casa, o ahora mientras corro"), y es patriótico que las manchas aparezcan pronto, querido Rauser, de lo contrario los muy puercos echarán a correr desde el Scholem Aleijem algún día, en plena noche, y nos perseguirán cinco mil años, y tendremos miedo típico, y nos escupirán nuestros prepucios, tan hermosos, de características netamente germanas y en los que por fortuna no se advierte ninguna perturbación, si a los judíos se les inyecta metanol: la evacuación de materias fecales no es frecuente. Los rostros, al abrir las cámaras, no están congestionados. Se congestionan luego, cuando aquellos papeles vuelan por el aire, Sammy da aquel alarido y, saltando increíblemente por encima de las fogatas, ya está fuera del cerco, corriendo en dirección al pueblo porque, de pronto, ha descubierto una respuesta a su pregunta de hace siete años: cinco mil años. "Soy judío, entonces."

Y repentinamente fue un tajo en las entrañas, un desgarrón y supo que había algo además de su perfil y de sus orejas y de su miedo: esto, esta carrera, soy judío entonces. Quiero ser judío. De golpe se detuvo.

Estaba solo en mitad del campo, a plena noche y a pleno silencio: se llevó las manos a los costados de la boca, abiertas, como una bocina. Y al principio fue un ronquido; después, lieber Otto dolicocéfalo bávaro, Rauser de ojos clarísimos –cuya foto iba hoy, esta mañana, entre los papeles que Sammy atropelladamente metía en el bolso–, después, elevándose por encima de los árboles, sobresaltando a los pájaros dormidos, se oyó aquel grito:

–¡Soy judío!

Ninguna otra perturbación.


La voz de papá, esta mañana, llamando desde el piso bajo.

–Voy –dijo Sammy, junto a la gaveta.

O quizá ni siquiera lo dijo, absorto como estaba; deslumbrado, imaginándose ahora a un hombre heroico e increíble: papá Benjamín. Mi padre.

Apresuradamente fue guardando todo aquello en su bolso, instalación proyectada sobre el Bug, una foto de algo que, mirado de cerca, igual parecía un hormiguero monstruoso, un arrecife de bichos: anteojos. Millones. Y aunque se le revolvía el estómago, la incineración de cadáveres se ha tornado un problema, no podía dejar de imaginarse, de admirar a aquel hombre que, abajo, lo llamaba porque el olor de los crematorios se ha tornadoblema, desvió la vista y miró el fondo del cajón: una pistola.

Estuvo a punto de tocarla, pero retiró la mano. "Soy miedoso." Con decisión la empuñó y la sostuvo un instante, frunciendo la cara como si quemase; después advirtió que la estaba apretando, leyendo incineración porque el olor de los crematorios llega hasta las poblaciones cercanas.

–¡Sammy!

Dejó la pistola en su sitio y se sintió aliviado, cercanas, poblaciones cercanas. Y se teme una sedición popular. Ordene usted el fusilamiento de cuanta persona, alemán o no, se acerque a los campos. Porque es necesario que todos los judíos que caigan en nuestras manos durante esta guerra sean aniquilados. Si no logramos destruir ahora las fuerzas biológicas del judaísmo, ellos...

–¡Adolph!

Samuel, sobresaltado, cerró la gaveta de un golpe: ya voy, pensó. Le confiamos el comando de las operaciones en Auschwitz en su carácter de Standartenführer.

–¡Voy! –dijo.

–Heil Hitler. Berlín, verano de 1942.

Guardó atropelladamente aquella carta en el bolso, recogió en el aire una fotografía que casi cae al suelo y bajó a todo correr las escaleras. Mientras bajaba, alcanzó a meter la foto junto al arrecife de bichos y en el bolso había sitio porque faltaban los hombres que usaron estos anteojos, orejas y narices cremadas donde apoyar anteojos faltan, pero no debo pensar en esto, y miró con admiración a papá Benjamín que estaba allí, impaciente, junto a la puerta, y a Samuel ya no le importó que él, tironeándole la manga, dijera: siempre el mismo atolondrado y que llegaría tarde al campamento. Después, mientras caminaban, siguió mirando con admiración a aquel judío asombroso que nunca había querido hablar de cuando robó esto en Alemania, de cuando fue, acaso, guerrillero jugándose la vida en las calles despavoridas del Ghetto cualquier tumultuosa noche de hombres pardos, gamados, blandiendo pistolas Luger, dando miedo típico, y escupiéndome a mí cinco veces.

–¿Eh?

–No, nada –dijo Sammy, que a lo mejor, antes, había dicho papá.

Aquel hombre, erguido como un Macabeo, que había llegado a la Argentina en 1945, y a quien las buenas gentes de un pequeño pueblo de provincia saludaban ahora sacándose el sombrero. Y cuando el ómnibus arrancó y papá se quedó abajo con los pies juntos y la mano alzada, Samuel dijo que sí, que llevaba todo y que no olvidaría el sitio donde dejaba la ropa...

... para encontrarla rápidamente después del despiojamiento –tradujo Sammy; las fogatas iluminaban la caras, tensas de tanto apretar los dientes–. Les hablo en yidish: hice que un judío me enseñara y estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza –tradujo Samuel.

Las caras, los rostros aún no congestionados –porque se congestionarán luego– de los muchachos judíos de la carpa Scholem Aleijem. Alguien murmuró:

–Pero que hijo de..., pero cómo se puede ser tan hijo de puta.

Y otro decía que mirasen ahí, ese oficial de la Gestapo o qué sé yo, ese oficial sonriendo, y mientras Marcos repetía aún "Macabeo", otro dijo que no aguantaba más estar mirando eso, y el que había hablado al principio agregó que un tipo con esa cara y que supiera yidish podía hacerse pasar por algo que Sammy no entendió pues Raquel estaba pidiéndole que tradujese esa dedicatoria.

–En mi primer día de Standartenführer –leyó Samuel.

Y, como la vista va más rápido que la palabra, fue lo último que leyó. Porque había dado vuelta la foto y la estaba mirando. Y a pesar de todo, estuvo un rato sin moverse; a pesar de que aquel oficial nazi era papá Benjamín, su fotografía: una instantánea dedicada a Gretel, a mamá, en su primer glorioso día de Standartenführer, Auschwitz, 1942. Alemania. Samuel, que de pronto se llamaba Adolph, se quedó quieto mirando la foto. Mirándola familiarmente porque allí estaban, y era necesario estarse quieto, las orejas, mezcladas a un uniforme pardo, las orejas típicamente pantalludas de papá, su nariz, su gesto particular de llevarse la mano al sombrero o a la gorra militar, las orejas bajo la gorra militar, la nariz en gancho y las típicas orejas, cinco mil años de orejas hamíticas, semitas, bajo la gorra típicamente nazi de un típico dolicocéfalo puro de orejas típicamente dináricas, nazis, bávaras, judías hasta la carcajada, arias hasta el alarido que desordena a los arios a los judíos a los prepucios de los levantinos orejudos mientras los papeles las fotos las águilas góticas dibujadas del Reich vuelan sobre las cabezas judías de Raquel de David sin otra perturbación que los judíos muertos por el Standartenführer del Campo de Exterminio de Auschwitz o las caras congestionadas de los muchachos judíos del campamento Scholem Aleijem porque Adolph von Milman Samuel ben Rauser se ha puesto de pie con los brazos abiertos y al ponerse de pie han volado por el aire todos los documentos y las cartas y las fotos, desbaratados, y antes de que alguno tenga tiempo de hablar o de pensar, mientras los papeles, bailoteando, dan vueltas sobre las fogatas, Adolph von Rauser, ario puro de ojos azules, quedó horizontal en el aire y estaba del otro lado del cerco. Gritando. Corriendo mientras las ramas bajas le desordenaban los cabellos tan rubios. De pronto se detuvo: hacía cinco mil años que había salido huyendo, una noche, desde Egipto. Y ahora estaba en mitad del campo, a plena sombra y a pleno silencio.

Al principio fue un ronquido, una especie de estertor largo que cortó el sueño de los pájaros.

Y el 3 de agosto de 1960, el señor Benjamín Milman de la colectividad judía de un pequeño pueblo de provincia se despertó sobresaltado.

Abelardo Castillo

martes, 10 de febrero de 2009

Also sprach el señor Nuñez

Pero un lunes, sin aviso previo, Núñez llegó a La Pirotecnia con una valija, o tal vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las diez y media, no marcó la tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió la puerta vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día, miserables.
Veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente sintieron recorrido el espinazo por una descarga eléctrica que los unía en misterioso circuito. En el silencio sepulcral de la oficina, las palabras de Núñez resonaron fantásticas, lapidarias, apocalípticas, increíbles. Nadie habló ni se movió.
–Buen día, he dicho, miserables.
Núñez, con calma, corrió su escritorio hasta ponerlo frente a los demás, y, como un catedrático a punto de dar una clase magistral, apoyó el puño derecho sobre el mueble, estiró a todo lo largo el brazo izquierdo y apuntando al cielo raso con el índice, dijo:
–Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres actitudes: o lo acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato.
Levantó del suelo la valija, la puso sobre el escritorio, se sentó y extrajo de entre sus ropas una enorme pistola. Mientras sacaba del bolsillo un puñado de balas, la señora Martha, una dactilógrafa, dio un grito:
–¡Silencio! –rugió Núñez.
Ella se tapó la boca con las manos; de sus ojitos redondos brotaban lágrimas.
–Señora –el tono de Núñez era casi dolorido–, tenga a bien no perturbarme. El hombre, genéricamente hablando, se vuelve tan feo cuando llora… Llorar es darle la razón a Darwin. Toda la evolución de la humanidad es un puente tendido desde el pitecantropus a la Belleza. La fealdad nos involuciona. Por eso, porque sólo ella, en cualquiera de sus manifestaciones, tiene la culpa del estado en que se halla el mundo, no titubearé en eliminar de inmediato cuanto pueda seguir afeándolo. Sin embargo, quisiera que cada uno de ustedes muriese por propia voluntad. La señora Martha ya no lloraba. Él dijo:
–Sí, por propia voluntad, después de haber comprendido lo grotesco, lo irrisorio que es el empleado de oficina. Por otra parte, amigos, el suicidio es la muerte perfecta. Morimos porque se nos antoja. Nadie, ninguna fuerza inhumana nos arrastra. No hay intervención del absurdo. Queda eliminada la contingencia. Se hace de la muerte un acto razonable; quien se mata ha comprendido, al menos, por qué se mata.
Se interrumpió. Había interceptado una seña subrepticia que el señor Perdiguero acababa de hacerle al cadete.
–Oh, no. –Núñez sacudía la cabeza, apenado. –Trampas no. Oiga, señor Perdiguero, parece que usted no ha comprendido –sopesaba la tremenda Ballester Molina–. Ocurre que fui campeón intercolegial de tiro al blanco.
De pronto gritó:
–¡Mirarme todos!
Veinticuatro pares de ojos convergieron sus miradas en los ojos de Núñez: abejas penetrando en el agujerito del panal.
–¡Pararse!
Veinticuatro asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas por súbitas tachuelas.
–¡Sentarse!
Veinticuatro unánimes plof.
–¿Comprendido?
Encendió un cigarrillo. El humo, azul, se elevaba en sulfúricas volutas. Núñez meditaba. Como quien prosigue en voz alta una reflexión íntima, dijo:
–Sí. Indudablemente el oficinista no pertenece a la especie. Es un estado intermedio entre el proletario y el parásito social. Un monstruito mecánico íncubo del Homo Sapiens y la Remington. Imagino el futuro: los hombres nacerán provistos de palanquitas y botones. Una leve presión aquí, camina; otra allá, habla; se acciona aquel botón, eyacula; éste de acá, orina. No, no me miren asombrados. Eso es lo que seremos con el tiempo. Sucede que se ha degradado el trabajo; la gente ya no quiere andar de cara al sol, la camisa entreabierta y las manos sucias, de gran francachela con la naturaleza. No. El campo está vacío. Los padres mandan a sus hijos al colegio para que sean empleados de banco. Porque también eso se ha degradado: la sabiduría. Que trabajen los brutos y que estudien los locos; el porvenir del género humano está detrás de un escritorio. Si Sócrates resucitara sería gerente.
Mientras hablaba, sus manos iban dejando caer rítmicas cápsulas sobre la valija: top, top, top. Parecía absorto en aquella operación.
–¿Saben? Me dio miedo averiguar el número exacto de oficinistas que hay en Buenos Aires… De pronto bramó:
–¡Pararse!… Así me gusta: la obediencia y la disciplina son grandes virtudes. Si no, miren ustedes a Alemania: el pueblo más disciplinado de la Tierra. Por eso lo pulverizan sistemáticamente en todas las guerras. Pero, al menos, se hacen matar con orden. Sentarse. Lo que quiero decirles es que los odio de todo corazón. Y los odio porque cada hombre odia a la clase que pertenece. Ustedes, los oficinistas, son mi clase. Y nadie se asombre, que esto es dialéctica: la lucha de clases se basa, no como suponen los místicos, en la aversión que se tiene a la clase explotadora, sino en el asco personal que cada individuo siente por su grupo. Esto es simple. Si los proletarios no odiaran su condición de proletarios, no habría necesidad de hacer la revolución. Querer transformar una situación es negarla; nadie niega lo que ama. Lo que pasa es que por ahí se juntan cien mil tipos enfermos de misosiquia y, por ver si resulta, deciden dar vuelta al revés la cochina camiseta social, y es lógico que, para lograrlo, deban exaltar justamente aquello que aborrecen. Pero yo estoy solo. Yo no me siento unido a ustedes por ningún vínculo fraterno. Yo no les digo: salgamos a la calle y tomemos el poder. No me interesa reivindicar al empleado. Nunca gritaría: ¡Viva el Libro Mayor!, ¡queremos más calefacción en la oficina!, ¡dennos más lápices y tanques de birome!, ¡necesitamos cuarenta blocks Coloso más por mes! No. Yo, simplemente los odio. Y cuando les haya hecho comprender lo espantoso que es ser empleado de oficina, entonces, con la unánime aprobación de todos, procederé a matarlos.
Calló. Se había quedado mirando al cadete, un muchacho morochito, de apellido Di Virgilio. Volvió a hablar después de una pausa.
–Oíme, pibe –dijo, y en su voz secretamente se mezclaban la conmiseración y la ternura–. Vos todavía estás a tiempo. El muchacho, sobresaltado, dio un respingo.
–Sí, sí, a vos te digo. Vos todavía estás a tiempo; tirate el lance de ser un hombre. Escuchá. El empleado de oficina no es un hombre. Es cualquier cosa, una imitación adulterada, un plagio, una sombra. Todos estos que ves acá son sombras. Fijate qué caras de nada tienen. Y no es que siempre hayan sido así. Se volvieron idiotas de tanto cumplir un horario, de atender el teléfono, de sacar cuentas millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo. Vos no te imaginas cómo embestía calcular por miles cuando estás haciendo magia negra para llegar a fin de mes sin pedir un adelanto. Oí: estos sujetos tienen grafito en el cerebro, los metes de cabeza en la maquinita sacapuntas y Faber va a la quiebra, son lápices disfrazados de gente. Zombies que hacen trabajar sus reflejos a razón de noventa palabras por minuto. Autómatas que piensan con las falangetas. Pero vos todavía estás a tiempo, pibe; todavía tenes derecha la columna y aún no te salió el callito irremediable en el dedo mayor… ¿Sabes cómo se llama este dedo?
Núñez irguió, agresivo, su dedo del medio. Dijo:
–Dedo del corazón. Qué me contás. Grandioso como un símbolo; un callito que te sale, alegórico, justo en el dedo del corazón.
La señora Martha, furtivamente, enjugó una lágrima. Después, como quien la guarda, envolvió su pañuelito y lo metió en el bolsillo.
–Y, sin embargo, te va a salir: si te quedas, te va a salir. Y dentro de veinte años serás jefe de sección –al decir esto, Núñez percibió una chispa de odio en los ojos del actual jefe–, pero estarás miope, tendrás una protuberancia escandalosa junto a la uña y, de tanto vivir torcido, te vendrá una hernia de disco a la altura de la quinta o sexta vértebra. Haceme caso, si no, dentro de veinte años, después de haber viajado diecinueve mil veces en colectivos repletos, a razón de cuatro colectivos por día, vas a odiar a la humanidad, te lo juro. Yo sé lo que te digo: ándate con los jíbaros, diseca cráneos, hacete anarquista, enamórate como un cretino. Qué sé yo. Pero no sigas acá.
Di Virgilio, con la punta de la lengua asomando por entre los dientes, lo miraba. Después, con lentitud, como fascinado, se puso de pie y quedó junto al escritorio. Núñez sonreía.
–Sí, ándate. Ándate, te digo…
El muchacho empezó a caminar hacia la salida. De pronto se detuvo; con gesto de pedir permiso volvió la cabeza. Núñez se levantó de un salto. En el extremo de su brazo extendido, la pistola se sacudía frenéticamente; las venas de su cuello parecían dedos.
–¡Ándate, bestia!
Di Virgilio desapareció por la puerta vaivén. Un segundo después se ondulaba vertiginosamente en los vidrios ingleses de la ventana que daba a la calle. El hombre volvió a sentarse.
–Como decíamos hace un rato, parodiando al célebre fraile –continuó con calma–: somos una porquería. Cualquiera de nosotros tiene, como mínimo, quince años de trabajo. Esto, que ya nos acredita como imbéciles, sería suficiente para eximirnos de todo escrúpulo en lo que atañe a una eliminación masiva. Pero hay más. El trabajo, en sí, es una extravagancia; en las condiciones actuales de nuestra sociedad asume caracteres de manía paroxística, tan graves, que hay una ciencia destinada a estudiarlo. Ella nos informa que, en el presente, el hombre le dedica el sesenta y cinco por ciento de su vida, y memorizo textualmente: “más de la mitad de nuestro existir consciente y libremente propositivo”. Problemas Psicológicos Actuales, de Emilio Mira y López, página doscientos siete, capítulo ocho. Y bien. Yo puedo demostrar que ese porcentaje, con ser impresionante, no es exacto. No hay tal mitad de existir libre. Sin llegar a conclusiones terroristas y afirmar, por ejemplo, que no hay en absoluto libre existir puesto que la libertad es un mito canallesco, hagamos este cálculo.
Una fría mirada de Núñez paralizó, casi sobre las teclas de las máquinas de sumar, los dedos de por lo menos cuatro empleados.
–Lo del cálculo es con la cabeza –anotó–. Cada día, semana tras semana, todos los meses de estos últimos quince años, nosotros, los oficinistas de este peligroso depósito pirotécnico –Núñez acarició significativamente la valija–, nos hemos levantado, los menos madrugadores, a las siete de la mañana, para ocupar nuestro escritorio a las ocho en punto. Hemos ido a almorzar, hemos vuelto, hemos salido a las seis de la tarde. ¿A qué hora regresábamos a nuestra casa?: otra vez a las siete, es decir, medio día después. Agreguemos a esto las ocho horas de sueño que recomiendan los higienistas más sensatos: veinte horas. Las que faltan han sido repartidas, y sigo memorizando el opus de antes, en “satisfacer nuestras urgencias instintivas”, leer el diario, indignarse por el precio de la fruta, escuchar el informativo, destapar la pileta. Los más normales. Porque los otros, los que disparando enloquecidos de una oficina a otra pudieron pagar la cuota inicial del aparato televisor (que viene a ser la más sórdida, la última maquinación para embrutecer del todo al género humano), los otros, digo: ni eso. Qué tal.
Alguien hipó un sollozo.
–¿Es necesario decir qué es lo que se hace los sábados y domingos?: dormir, ir al bailongo del club, al cine, al partido, a votar. Algunos, todavía, a misa. Los solteros, salir con la novia o el novio a darse codazos por Corrientes; los casados, pintar la cocina…
–¡Basta! –clamó la señora Antonia–. Máteme.
–Aún no. La humanidad, mujer, y sólo ella, manifiesta entre los hombres la voluntad del Gran Tao… ¡Y las vacaciones! ¿Recuerdan ustedes cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últimas vacaciones? ¿Esto es la Vida?: ahorrar energías y pesos durante trescientos cincuenta y cinco días para extravertirlos frenéticamente en diez. Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse una insolación, complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y media de veraneo.
–Máteme –suplicó la mujer.
–No sea cargosa, señora –y Núñez la amenazó con la culata–. ¿Comprenden ustedes? Yo lo he comprendido. Yo sé lo que es viajar, cuatro veces por día, aplastado, semicontuso, horro-rosamente estrujado durante dieciocho idénticos años, en un ómnibus repleto. Indiscernible bajo una mezcolanza de trajes, tapados, sobretodos, piernas, diarios. Ah, yo sé lo que es la Humanidad, delante, detrás, encima del zapato, contra los riñones; conozco la infame satisfacción de sentir la cadera de una impúber refregada contra el sexo, o un seno tibio, abollándoseme en el codo… Ésa es la vida, la que les espera hasta que se jubilen. Y cuando se jubilen, ¡Dios mío!, de qué modo habrán perdido la chance de vivir cuando se jubilen. ¿No entienden? Ustedes ya no pueden cambiar: ya no son jóvenes como Di Virgilio, ustedes están irrevocablemente condenados a viajar así, a veranear así; a trabajar frente a un escritorio así… ¡Entiendan!, si no los mato los espera el banco de la plaza. ¿Se dan cuenta? ¿Se dan cuenta, animales, lo que significa estar jubilado? La jubilación es un eufemismo; debiera decirse: “el coma”.
Núñez jadeaba. Una ráfaga, de angustia los envolvía a todos. El señor Parsimón, Jefe de Transporte, socialista, en un arranque de humanismo corajudo se puso de pie. El dedo le temblaba. Habló:
–¡Usted deforma la realidad! Usted es un maniático, un pistolero, usted…
–Usted se me sienta –dijo Núñez. Parsimón se sentó.
–Pero no me callaré –insistía; meritorio, miraba de reojo al gerente–. Usted nos quiere matar. ¿Y por qué a nosotros? Por qué no al ochenta por ciento de la población de Buenos Aires, que vive de la misma manera. ¿Eh? ¿Por qué?
–Voy a explicarle. Por dos motivos: el primero, y acaso el más importante, se sigue de que Buenos Aires no es una pirotecnia.
Volvió a acariciar la valija, consultó el reloj y sonrió enigmáticamente.
–Y, el segundo, es que en este momento estoy actuando como el representante más lúcido de un grupo social. Digamos que soy el Anti-Marx del oficinismo, y, como tal, he resuelto hacer la revolución negativa. Como Marx, pienso que esto podría originar un proceso permanente. Pero de suicidios. Iniciado el proceso, yo no hago falta… –Se interrumpió. –Lo que estoy notando es mucho movimiento. Vamos a ver: ¡pararse!… ¡sentarse!… Además, ya se los he dicho, nosotros, particularmente, somos irreivindicables.
–Lo irreivindicable para usted –quien hablaba ahora era el señor Raimundi, gerente de la firma, un sujeto pequeñísimo con cara de ratón bubónico y leves bigotitos canos–, lo irreivindicable para usted es el género humano.
Dicho esto, calló.
–Usted puede hablar enfáticamente del género humano, pedazo de cínico, porque tiene un Kaiser Carabela, no va al cine, no conoce el fixture y entra al hipódromo por la oficial; pero yo vivo aplastado por ese género humano. Yo tomo el tranvía 84 en José María Moreno y Rivadavia. Yo veo a la gente en grandes montones ignominiosos. Pregúnteles a esos perros mañaneros que alzan filosóficamente los ojos desde su tacho de basura y miran hacia el colectivo donde se apiñan cien personas, pregúnteles qué opinan del género humano. Yo he adivinado un saludo sobrador, socarrón, en la mirada de esos perros; dicen: “Chau, Rey de la Creación, lindo día para yugaría, ¿no?” Eso dicen. El amor a nuestros semejantes tiene sentido si no nos imaginamos a nuestros semejantes en manifestación. Nuestros hermanos, de a muchos, pueden producir cualquier cosa: miedo, lástima, oclofobia; pero no buenos sentimientos. La prueba más concluyente de esta verdad es que los tipos más amantes de la humanidad, los místicos, los santos, se iban a vivir al desierto o a la montaña, en compañía de los animales. El mismísimo Jesús predicaba el Amor Universal en una de las regiones más despobladas del planeta. Cuando fue a Jerusalén y vio gente, empezó a los latigazos. Mahoma, mientras estuvo solo, hablaba del Arcángel y de Borak, la yegua alada; cuando se la tomó en serio y comprendió qué es el Amor, armó un ejército.
En el entrecejo de Núñez dos arrugas paralelas caían verticalmente, profundas, hasta el nacimiento de su nariz. Murmuró algunas palabras en voz baja. El señor Parsimón pareció a punto de decir algo, pero un gesto terrible de Núñez lo detuvo.
–¡Nadie más habla! Luego, cambiando de tono:
–Y pensar que hubo tiempos en que la humanidad era feliz. Porque, saben, hubo una época en que ocurrían milagros sobre el mundo. La Tierra era ancha y hermosa. Los dioses no tenían ningún prurito en compartir el cotidiano quehacer del hombre; intervenían en las disputas de la gente; astutamente disfrazados, les violaban las esposas… ¡Época azul! Las diosas, lascivas, se revolcaban con los efebos sobre el trebolar, y era posible ver, en cualquier medianoche de plenilunio, un carro que venía por la llanura, uncido de panteras. Y sobre el carro, los dioses, fachendosos, peludos, pegando unas carcajadas bestiales, coronados con racimos de uvas… A propósito, ¿saben lo que tengo en esta valija?: una bomba de tiempo, media docena de detonadores, siete kilos de dinamita y tres barras de trotil.
Cuando acabó de decir esto, pudo presenciar el espectáculo más extraordinario que nadie contempló en su vida. Durante diez segundos, todos permanecieron mudos, estáticos, como un marmóreo grupo escultórico: después, en un solo movimiento, se pusieron de pie, corrieron hasta el centro de la oficina, se abrazaron, corearon un alarido dantesco, y, lentamente, con la perfección de un ballet, fueron retrocediendo hasta la pared del fondo. Allí, cayeron desmayados unos cuantos; los demás, con los ojos enormes elevados hacia el techo, parecían rezar.
–Exactamente así –dijo Núñez– era el terror que experimentaban las ninfas cuando llegaba Pan. Por eso, al miedo colectivo se le llama pánico. En fin. Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato de Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados… ¡Manga de proxenetas! –gritó de pronto, y los de la pared lo miraron con horror: ojos de inmóviles mariposas clavadas por el insulto, como a un cartón–. Pero la Gran Insurrección, la verdadera, reventará como el capullo de una rosa increíble algún día. Ciertos hombres, por supuesto que no todos, comprenderán que la Armonía es la fuerza primordial del universo, y la Belleza, la síntesis última. Vendrá un profeta y dirá, mientras carga una ametralladora atómica: “¡Crearemos las condiciones del mundo venidero, restituiremos el helenismo y las máquinas serán nuestros esclavos! ¡Somos inmortales! ¡Adelante!”… Por eso, compañeros, voy a matarlos.
–¡Nuestros hijos!
–¡Nuestras esposas!
–Cállense, farsantes. Un criminal que, al llegar a su casa, embrutece a su mujer explicándole los beneficios de la mecanización contable, o las posibilidades que tiene de ser ascendido a secretario del gerente, si echan o se jubila o se muere el actual, no tiene esposa. Por otra parte, mirándolo bien a usted, no, no creo que ella lo llore como una loca. ¡Sus hijos! ¿Creen ustedes que el hecho de robarse algún lápiz para el vástago escolar les da derecho de paternidad? –Núñez pudo observar que Raimundi, al escuchar lo de los lápices, estiraba el cuello por detrás del amontonado grupo, tratando de localizar al aludido. –En verdad, en verdad les digo, que sólo los huérfanos de nuestra generación entrarán en el Reino.
Consultó el reloj. Murmuró: falta poco, y una nueva ola de desesperación convulsionó a los de la pared. La mujer que hacía un momento suplicaba ser la primera en inmolarse yacía en el suelo, grotescamente abrazada a los tobillos de Parsimón, quien, dando inútiles saltitos, trataba de desembarazarse de ella. Núñez se puso de pie. Parecía soñar en voz alta.
–Es cierto. Algunos hombres son inmortales. Yo soy de ellos. Di Virgilio se encargará de propagar mi nombre. El dará testimonio. Also sprach el señor Núñez… Cuando esto explote, otros comprenderán; dirán: él lo hizo. Cuando lo entiendan, ellos también se matarán. La hez humana será raída de la Tierra. Algún conscripto inspirado organizará el fusilamiento de los oficiales y suboficiales; los curas de aldea entrarán a sangre y fuego en el Vaticano. En crujientes hogueras serán quemadas todas las estadísticas, todos los biblioratos, todas las planillas, todos los remitos. Millones de huérfanos de empleados nacionales, en jocunda caravana, abandonarán las ciudades e irán a poblar el campo. ¡Basta de rascacielos insa-lubres!, dirán. ¡A vivir en las márgenes de los ríos, como los beduinos; no hacia arriba, lejos de la tierra, sino a lo largo! Oh, y algún día la vida será otra vez ancha y hermosa. Cuando falte espacio aquí, poblaremos la Luna y Marte. La Galaxia también es ancha y hermosa. La Belleza, coronada de pámpanos como un dios borracho, entrará triunfal en la casa del hombre, cortejada de machos cabríos… No, los hombres no nacerán provistos de palanquitas y botones. Les será restituida el alma a los hombres. ¿Comprenden? ¿Comprenden ustedes?
Algunas cabezas comenzaron a levantarse. La voz de Núñez temblaba de puro profética. Era Dionisos. Sólo los jefes y sus allegados parecían no entender. El hombre levantó la Ballester Molina.
–¡Será la euforia de vivir! –gritó, al tiempo que, con formidable estruendo, disparaba unos cuantos tiros al aire–. ¡La embriaguez! ¡La canonización de la risa! Los presidentes de los pueblos serán elegidos por concurso, en grandes Juegos Florales de poesía. Porque todos los hombres serán poetas. ¿No entienden, tarados? Esta es la chispa madre. Dentro de un instante volarán por el aire todas las instalaciones de La Pirotecnia. Dentro de un instante seremos el monumento negativo: no un panteón, un agujero. Y, de acá a cien años, pondrán una placa recordatoria en el fondo. Una placa con el nombre de todos nosotros.
Núñez, con ambos brazos levantados, seguía descargando estrepitosamente la pistola. Como copos de nieve, caían, desde el cielo raso agujereado, blanquísimos trozos de yeso. Era el momento sublime, sinfónico. De pronto, también los ojos de los jefes empezaron a brillar de felicidad. Los del suelo se habían puesto de pie.
–Así me gusta, que entiendan. Las hecatombes no necesitan más que una chispita para propagar el fuego propiciatorio: ¡nosotros somos esa chispita! Veo la felicidad en todos los rostros. ¡Adelante, hermanos! Hermanos, sí. Muramos.
En efecto, la felicidad de todos los rostros, en especial la de los jefes ahora, iba en aumento. Alcanzó su paroxismo cuando los diez policías y los empleados del Vieytes entraron por la puerta vaivén. La operación fue breve: varios puñetazos, un chaleco de fuerza, el atraso del mecanismo de la bomba, su posterior inutilización y el barrido del piso.
Perdiguero palmeaba a Di Virgilio. El muchacho, sin embargo, no parecía satisfecho. Por fin, Parsimón le dijo:
–En retribución al servicio que le ha prestado a la compañía, desde el mes que viene recibirá doscientos pesos de aumento. Raimundi le silbó algo al oído. Parsimón dijo:
–Ochenta pesos de aumento.
Se daban las manos. Todos sonreían.
–Y ahora, a trabajar –quien hablaba era el gerente–. Porque ya lo ven: sólo el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez durante dieciocho años fue un empleado excelente, un hombre respetable, y una sola llegada tarde, la única de su vida, bastó para trastornarlo.
Di Virgilio parecía triste, se miraba fijamente el dedo mayor. Después irguió la espalda. Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras por minuto.

Abelardo Castillo