sábado, 31 de enero de 2015

La felicidad

TODO COMENZÓ CUANDO AL PETISO y a mí nos echaron de nuestras casas.
      Ya habíamos agotado todas las posibilidades de conseguir un trabajo remunerativo y estable. Ya habíamos hecho ocho sociedades distintas y todas habían fracasado. La última había sido un taller de fotocopias en una calle perdida donde no pasaba ni un alma. Cuando resolvimos ponernos de empleados, ya el gérmen del cansancio había madurado casi simultáneamente en nuestras esposas.
      De manera que, habiéndonos perdido la confianza, tuvimos que irnos. El Petiso fue a parar a casa de la abuelita, y yo a la de una hermana.
      Establecimos no vernos más. Quedarnos cada uno en su refugio y no intentar ninguna sociedad. Pero sucedió una cosa rara. Nos encontramos.
      A los dos nos habían echado del empleo. El Petiso perdió su puesto de gasista y yo el de fotógrafo. No porque fuéramos incompetentes, sino por exceso de celo. El Petiso iba a una casa a colocar una estufa, y al rato ya era amigo de la señora, y le arreglaba la luz, le hacía un plano para la decoración, le cambiaba los muebles y le desarmaba el lavarropas. Y claro, se le iba la tarde.
      Yo, que siempre me caractericé por inventar cosas, empecé bien. Pero a los dos días, lo convencí al patrón que sacando carnets no iba a ningún lado. La fortuna estaba en poner un solárium de invierno. Lo convencí de que comprando un gran terreno y recubriéndolo de una campana de vidrio, la gente podría tomar sol en pleno invierno. Pensé que el Petiso podría calefaccionarlo, ubicando estratégicamente enormes estufas en el recinto. Solamente la venta de la coca cola y los panchitos nos amortizaría los gastos, sin contar las ganancias en concepto de entradas. La idea prendió. Tanto que el patrón comenzó a desinteresarse de la fotografía y hasta echaba a los clientes. Se volvió taciturno y se pasaba el día junto a la mesa de retoque, meditando. La esposa cuándo no-comenzó a sospechar al ver que cada vez entraba menos plata, y una noche, antes de cerrar, se vino al estudio. Yo me fui. No sé de qué hablaron. Al día siguiente estaba despedido.
      Bueno. El asunto es que pasan tres días y me lo encuentro al Petiso por Cabildo. Los dos en la misma situación. Gran alegrón, abrazos, alusiones al destino y a la magia. Le cuento lo del solárium de invierno y nos lamentamos de la falta de visión de alguna gente.
      No queremos decirlo, pero los dos caminamos y pensamos lo mismo: una nueva sociedad. Al final yo no aguanto más y le enumero las nuevas ideas: un coche con puertas corredizas, un sistema nuevo de aire acondicionado que funciona con el sol: cuando hace calor enfría y cuando hace frío calienta, y muchas cosas más, pero desgraciadamente hace falta plata.
      Seguimos caminando por Cabildo. Cada uno en silencio, cada uno con su visión interior distinta. Yo, con la visión de un castillo en Irlanda con una adolescente rubia, bella y tuberculosa, tocando el arpa para mí. El Petiso, que tiene alma de actor, bailaba en el teatro más importante de París, con un traje a rayas y un rancho. Estaba la reina de Inglaterra y las mujeres le tiraban flores.
      Al llegar a Juramento, yo vi algo en el suelo.
      Era una caja roja chata y rectangular. «Mirá eso», le dije al Petiso, que en seguida corrió, la levantó y se la puso debajo del saco. Por las dudas, cruzamos inmediatamente y dimos la vuelta manzana. Cuando retomamos Cabildo, analizamos gozosos el par de medias que habíamos encontrado. Eran unas medias negras, de ésas que se estiran. Ninguno de los dos quiso quedarse con ellas. Resolvimos guardarlas como amuleto.
      De pronto a mí se me ocurrió la idea: podríamos dedicarnos a buscar cosas. Nos miramos. Y él estaba decidido.
      Dejáme mirar al suelo a mí le dije, vos caminá al lado mío mirando adelante para disimular.
      En la primera cuadra no encontramos nada. En la segunda tampoco, entonces el Petiso sugirió:
      Una cuadra cada uno. Una cuadra yo miro para abajo y vos para arriba: en la que viene vos mirás al suelo y yo cuido para no atropellar a la gente y que no nos pisen los coches. Ese día no encontramos gran cosa. Apenas una moneda de cincuenta, una bombita de luz, quemada, dos ruleros y una escopeta de juguete aplastada por los coches y sucia de alquitrán. Pero la cosa pintaba.
      Quedamos en encontrarnos al día siguiente a las nueve y media de la mañana, en Cabildo y Echeverría.
      Y ese día nos fue mejor. Eran apenas las doce del mediodía y ya teníamos una birome con poco uso, un aro, cuatro monedas de diez, una caja de alfileres marca «El Jeque» completamente intacta, una traba de corbata y una malla de reloj con el papel de celofán y todo.
      En un café, pusimos todo sobre la mesa e hicimos el recuento.
      Además, sobre una servilleta de papel, anotamos las experiencias:
      1º: El cordón de la vereda es mucho más fructífero que el centro de la misma.
      2º: Las esquinas y las paradas de colectivos son más proclives a las pérdidas que el centro de la cuadra.
      3º: La hora cercana al mediodía es cuando la gente pierde más cosas.
      Aún conservamos en un cofre de plata, junto con el par de medias, aquella amarillenta servilleta de papel. Aquella servilleta que fue el punto de partida de toda la organización, de todo lo que vino después, de todo lo que somos, de nuestra felicidad o de nuestra desgracia.
      Esa tarde descansamos. El asunto pintaba y no era cuestión de tomar las cosas a lo soldado. Ya teníamos experiencia en las ocho sociedades: no quemar todos los cartuchos de entrada.
      Al otro día, otra vez a las nueve, partimos del café. Esta vez habíamos establecido un horario completo: de 9 a 12 y de 15 a 19. Cada uno de nosotros había traído un bolso y ya al mediodía comenzamos a intuir que algo extraño se estaba dando en nuestras vidas.
      Durante el almuerzo, no quisimos alegrarnos mucho ni hablar mucho para no convocar a los malos espíritus, pero por dentro estábamos incendiados. Entre otras cosas sin valor, el Petiso había encontrado una Parker 51 con capuchón de oro, y yo un anillo de oro, de pibe, con las iniciales R. J. El oro comenzaba a rondar nuestro destino.
      A la tarde resolvimos introducir una variante: nos separaríamos.
      Caminar varias cuadras con la cabeza gacha, mirando al suelo, no es fácil yendo solo, sin acompañante que mire hacia arriba. Primero, por los árboles: en el ardor de la búsqueda, uno puede romperse la cabeza. Después, por los chicos, sobre todo las nenas; uno las puede atropellar y, al querer evitarlas o al tomarlas de los hombros, es muy probable que alguna vieja grite: «¡Degenerado!» o «¡Vení para acá nena!» o que se junte la gente y se arme un escándalo.
      Pero en ese momento resolvimos separarnos. Porque también la confianza o la inexperiencia nos había hecho sobrevalorar el instinto que permite evitar el obstáculo cuando se camina mirando para abajo.
      Y nos fue bien. Yo tomé por Cabildo y el Petiso por Ciudad de la Paz. Cuando llegábamos a las esquinas, el que había llegado primero esperaba al otro, y nos saludábamos con la mano, a una cuadra de distancia. Esto a primera vista puede parecer infantil. Pero no es así. El elemento psicológico es fundamental en esta profesión.
      La búsqueda separados duplicaba nuestras posibilidades, al finalizar nuestra jornada, el balance de la tarde, desechando las figuritas, los peines, los billetes de lotería dudosos, una edición con tapas marrones de Naná en húngaro (que no supimos dónde ubicar), consistía en: un cortaplumas con mango de nácar, un par de anteojos sin estuche, un llavero con tres llaves, dos dijes de oro, un monedero con setecientos veinticinco pesos, un pañuelo y una moneda agujereada, un manual del alumno de cuarto grado, casi nuevo, y un pebetero de cobre envuelto para regalo.
      No cabía duda. Nuestro entusiasmo era hermoso. Al día siguiente los dos, sin planear nada, llegamos vestidos con nuestros trajes de pedir empleo.
      Ya había que pensar en un depósito. Decidimos que lo mejor era la casa de la abuelita del Petiso, que se había entusiasmado mucho con la nueva sociedad y nos facilitó un arcón. Pasados los primeros días de euforia, se nos presentó con claridad un problema madre: qué hacer con las cosas. De nuestra magra platita de los sueldos, ya no quedaba casi nada; de manera que al principio optamos por lo más fácil: el banco de préstamos, la calle Libertad, los ropavejeros, los anticuarios.
      Por consejo de la abuelita del Petiso, destinamos parte del dinero para comprar dólares, y los pusimos a interés, y los intereses los cobrábamos en dólares, y los volvíamos a poner a interés en otra compañía para no casarnos con nadie. Y así fue como pudimos comprarnos el negocio. Pero eso vino después, cuando reajustamos la organización, dividimos la ciudad en siete zonas, y tomamos empleados. Al negocio le pusimos de nombre «La Felicidad», pero, como digo, eso vino después, cuando hicimos publicidad, cuando evadíamos réditos. Más adelante ya no nos hizo falta. Pero cómo no recordar con orgullo y emoción nuestra radionovela de las once, el concurso de los diarios, los famosos bailables «Sea usted también feliz».
      Un día, la abuelita del Petiso, fue a comprar tisana purgo-laxante a la farmacia, y al pasar por el quiosco de al lado vio una moneda de cinco pesos en el mármol del umbral, debajo del exhibidor. No la levantó (la pobre no puede agacharse) pero llegó a su casa con los ojos resplandecientes. Casi no podía hablar. Nosotros en ese momento estábamos dividiendo en zonas el plano de la ciudad, y cuando nos contó lo que había visto, el Petiso y yo nos miramos en silencio. Se abría un nuevo filón.
      Lógicamente, lo pensamos mucho. La experiencia nos había enseñado que nunca se debe abandonar una tarea para superponer otra.
      Una investigación de mercado por los umbrales de los quioscos nos confirmó que la inversión valía la pena. Pero levantar algo de abajo del exhibidor de un quiosco, no es lo mismo que levantarlo de la vereda. El trabajo es más riesgoso. Había que inclinarse en ángulo y corríamos el albur que el quiosquero nos viera al agacharnos. De manera que cubrimos la vacante con mi sobrino. El chico tenía once años, era muy despierto y estaba en vacaciones. Mi hermana no cabía en sí de alegría. Raulito comenzó ganando veinticinco mil pesos, seis horas de trabajo, pago de café con leche y participación del dos por ciento en las utilidades. Su trabajo consistía en atarse los cordones de los zapatos frente a los quioscos, comprar piedritas de encendedor y preguntar precios.
      Raulito fue el iniciador de la subempresa de los quioscos.
      De manera que dividimos la ciudad en siete zonas y vislumbramos nuevas perspectivas en el trabajo. En Santa Fe y Mansilla abrimos el negocio con dos empleadas. «La Felicidad» comenzó como un mercado de las pulgas o una tienda de anticuario. Pero introdujimos una variante que nos llevó al éxito: la confección de fichas. Para ello contratamos a una asistente social que le preguntaba a los clientes que miraban:
      ¿Qué la haría feliz, señora?
      La señora respondía:
      Una lámpara antigua con tubo de opalina azul.
      O un señor decía que una cámara fotográfica. Entonces la asistente social anotaba todos los datos en la ficha, y cuando se encontraba lo que el cliente necesitaba para ser feliz, se le avisaba.
      Con respecto a cámaras fotográficas, filmadoras y trípodes fue muy fructífera la subempresa «Trenes Urbanos», a cuyo frente operaba un amigo de Raulito, que demostró gran capacidad en bastones, paraguas, pilotos, libros y paquetes varios.
      Bueno, la cuestión es que, cuando la gente veía que «La Felicidad» se ocupaba de ella, que le avisaba y le ofrecía a un precio módico eso que colmaba sus deseos, se ponía muy contenta.
      Pero fue acá donde sufrimos nuestra primera decepción anímica. Nadie se conformaba. Todos venían a pedir más cosas y la asistente social volvía a anotar nuevos pedidos en la misma ficha muchas veces. Ganamos cualquier cantidad de plata, pero el Petiso me decía, y tenía razón:
      Mirá cómo es la gente. Vos te hubieras conformado con el solárium de invierno y yo con la empresa de gas. Pero éstos no. Tienen de todo y cada vez piden más cosas.
      «La Felicidad» tenía esas cosas.
      Pero fueron tantas las posibilidades, que hicimos publicidad en gran escala. Hicimos la radionovela de las once, el concurso de los diarios, y los famosos bailables «Sea usted también feliz». Evadíamos réditos, y nos cansamos de ganar plata.
      Todos nos compramos casas. Y a nuestro gusto. Yo remocé una vieja casona en Belgrano, con parque, pileta de natación, patio andaluz y gabinete de ideas (una amplia habitación forrada de corcho y con todo el confort moderno, que usaba para pensar). El Petiso, una casa de tres pisos en Villa Luro, el último piso dedicado íntegramente a taller. La abuelita, una casita en Villa Urquiza, con una parcelita de tierra al fondo, para plantar yuyos, y un pequeño laboratorio para fabricar tisanas, y mi hermana un cómodo departamento en Córdoba al cinco mil quinientos. Todos tenemos coches.
      Y esto fue lo que pasó. El Petiso y yo cambiamos de mujeres todos los meses, y las llenamos de hijos naturales que continúan nuestra empresa.
      ¿Pero fuimos acaso más felices? No lo sé. Nuestras esposas vinieron a buscarnos con todos nuestros hijos, y lo que sí sé es que ellas no fueron felices. Las dos se habían vuelto a casar. La mía con un farmacéutico; la del Petiso, con el gerente del Banco Nación, sucursal Villa Adelina, y las dos volvieron al cabo de los años. Pero nosotros las desdeñamos. En aquel momento no me expliqué por qué venían a nosotros. Tenían todo lo que les faltaba cuando eran nuestras mujeres, sin embargo, volvían a buscarnos, y con prepotencia todavía: esgrimían los hijos.
      Otra mujer me aclaró el panorama, pero ya era demasiado tarde: pese a que no les faltaba nada, nos extrañaban. No podían vivir sin nosotros.
      Mi mujer extrañaba que yo no la despertase a las cuatro de la mañana para contarle una idea que nos haría ricos; la mujer del Petiso extrañaba el lavarropas a pedal que le había construido. Extrañaban nuestras sociedades, el misterio de los nuevos empleos, el hecho de que al enchufar la plancha no se prendiesen todas las luces de la casa. Quizás extrañasen nuestra alegría.
      Pero nosotros las desdeñamos. Ya tenemos muchos hijos naturales y pensamos seguir teniendo muchos más. Les ofrecimos dinero, pero no aceptaron.
      De cualquier forma, el negocio de «La Felicidad» marcha solo, sobre rieles. Y ahora caminamos por la calle, sin necesidad de mirar al suelo.

Isidoro Blaisten

viernes, 30 de enero de 2015

El intercesor

I
En abril de 1984 empecé a trabajar en una revista de espectáculos de la editorial Libra. Tenía 21 años, borceguíes y barba. La redacción estaba en un quinto piso y sus ventanales daban a la avenida Paseo Colón. Las máquinas de escribir siempre se rompían, así que terminábamos con las manos sucias de grasa o de tinta. Todos, redactores y diagramadores, entrábamos a las 11 de la mañana y nos íbamos a las 6 de la tarde, excepto una persona.

Silvio Drech llegaba temprano y al mediodía se marchaba. Era un veterano periodista de policiales, que desde mediados de los años ’50 trabajaba por las tardes en el diario Clarín. Amaba su trabajo por sobre todas las cosas: incluso los fines de semana agarraba el auto y se iba a investigar crímenes horrendos y desapariciones inexplicables. En su juventud había leído a Poe, a Conan Doyle, a Leroux, y por eso no vacilaba en arriesgar la hipótesis de venenos exóticos o arcos voltaicos que fulminaban muchachas en bañeras. Sin embargo, no tenía nada de la frialdad de los grandes detectives sino la simpatía humana del teniente Columbo. Aunque sus crónicas policiales eran famosas, venía a nuestra revista para cumplir con una afición secreta: el esoterismo. Astrólogos, mediums, profetas y constructores de pirámides peregrinaban a la redacción para verlo.

–Soy el único que los escucha –decía Drech con melancolía. Sabía que no hay nadie más necesitado de publicidad que aquel que predica el secreto.

En su escritorio, siempre desordenado, se mezclaban fotos de famosos crímenes con otras que daban cuenta de la búsqueda de ovnis o la presencia de fenómenos paranormales. Por ejemplo, ante la foto de un adolescente torvo en un paraje desierto, decía:

–Este chico salteño, analfabeto, movía cosas con la mente. Un comisario fue a buscarlo: una lluvia de piedras lo mató.

Drech era amable con los que recién empezábamos. Nos enseñaba el oficio y nos entretenía con sus historias. Como se iba al mediodía, el trabajo de verdad no empezaba hasta que se marchaba, ya que escribía sus notas con dos dedos en quince minutos, y usaba el tiempo restante para conversar. En general, sus relatos correspondían a viejos casos policiales, o a anécdotas del oficio, pero también contaba una historia que presentaba como un cuento árabe. Era el único relato de esa especie que contaba, y su repetición daba a entender que aquel cuento tenía un sentido especial para él. El cuento era éste.

Un sultán, famoso por su crueldad, pierde un ojo en una batalla. Ordena que busquen al artesano más hábil de todo el reino; sus hombres lo encuentran en un pueblo apartado y lo traen ante el sultán. Este le pide que le fabrique un ojo tan perfecto que no pueda distinguirse del verdadero. El artesano, sabiendo que su vida pende de un hilo, trabaja día y noche en la minuciosa esfera de cristal. Al cabo de muchos días presenta al sultán el fruto de su trabajo. Este le paga unas pocas monedas de oro y el artesano vuelve aliviado a su aldea. El dinero le importa menos que haber salvado su vida.

Pasan los años. Un día, el sultán pasa por la aldea del artesano, que ha sido saqueada por sus hombres, y lo reconoce.

–Artesano, hace muchos años me hiciste un gran favor. Y a cambio de eso te haré una pregunta. Si la respondes correctamente, haré que mis hombres abandonen la aldea sin romper ni quemar nada más. Si respondes mal, ya no habrá aldea.

El artesano asiente en silencio y espera la pregunta.

–Mis dos ojos son tan semejantes que nadie sabe decir cuál es el verdadero, cuál el falso. Mírame. ¿Lo sabes tú?

A pesar del peligro que significa la respuesta, el artesano contesta de inmediato, señalando con el dedo:

–Ese es el ojo falso.

–La respuesta es correcta. ¿Cómo lo descubriste? –quiere saber el sultán.

–Por que en ése hay piedad.

Este era el cuento que contaba siempre Silvio Drech. De dónde lo sacó, nunca lo supe.

II
Entre los visitantes que recibía Drech en la redacción, el más asiduo y notable era el profesor Abestur. Aparentaba unos setenta y tantos años y vestía siempre un raído sobretodo marrón. Era bajo, calvo, grandes orejas separadas del cráneo. Llevaba siempre con él alguna carpeta llena de papeles amarillentos. Su único lujo era un anillo de oro con una gran piedra. Drech (sabiendo que disfrutábamos sus visitas) nos lo presentaba como a una gran eminencia y decía:

–El profesor recibió ese anillo de un obispo en persona, por servicios a la Iglesia que prefiere callar.

–Juré mantener el secreto –decía Abestur, solemne.

–Ustedes saben que el profesor pertenece a un grupo de cinco mentalistas que se hacen llamar los intercesores. Todos los meses se reúnen: ponen una rosa en un vaso de vidrio, se concentran veinte minutos...

–Diecisiete minutos exactos... –corregía Abestur.

–... y hacen marchitar la flor.

Una vez le pregunté, antes de que se marchara el profesor:

–¿Y usted, Drech, lo vio o lo cuenta de oídas?

–Algún día, si hago méritos suficientes, me van a invitar a la ceremonia –respondió con un guiño.

A veces, el profesor mostraba las hojas que llevaba en la carpeta. Eran dibujos a carbonilla de borrosos edificios: construcciones con pinzas de cangrejo, largas patas de insectos acuáticos, alas de libélula, murallas de telaraña.

–El profesor recibe esas imágenes del futuro –decía, muy serio, Drech.

–En el futuro tal vez no haya diferencia entre naturaleza y arquitectura –explicaba el profesor–. Todo será uno y lo mismo.

Pero a veces sus propios dibujos lo llenaban de dudas:

–En realidad no sé si así serán los edificios del futuro, o si estos dibujos forman parte de un lenguaje.

–¿Como jeroglíficos? –le pregunté.

–Algo así. Alguien en el futuro ha encontrado la forma de enviarme a mí y a los otros intercesores estas imágenes a través de los sueños. Tal vez sean edificios reales, tal vez sea un lenguaje capaz de atravesar el tiempo.

Cuando podía, Drech le publicaba alguna de aquellas fantasías. Entre notas sobre divorcios escandalosos, peleas entre vedettes, cantantes sorprendidos con estrellitas en ascenso, las teorías estrambóticas de Abestur pasaban desapercibidas. A mí me encantaban esas notas, por descabelladas que fueran. Drech era el verdadero intercesor entre el ocultismo y nosotros: gracias a él, aquel mundo aparecía rodeado de un aura de genuino misterio, y cuando leíamos sus notas, ya no éramos cínicos enfrentados a charlatanes sino niños ejercitando el don de la curiosidad.

La editorial Libra era un anacronismo viviente. Sus revistas, algunas nacidas en la década del ’40, no encontraban nuevos lectores. Las revistas fueron cerrando una por una, y al final la editorial entera fue a la quiebra. Para entonces yo ya estaba afuera. Con los años, Drech llevó su entusiasmo y sus teorías a la televisión. Una mañana abrí el diario y vi su foto y la noticia de su muerte. Del profesor Abestur nada volví a saber, hasta el año pasado.

III
Era julio. Estaba caminando por Callao rumbo a Avenida de Mayo cuando vi a Abestur, con el abrigo raído de siempre. Si el mismo Drech, tan lleno de vitalidad, había muerto poco tiempo antes, ¿cómo podía vivir él, Abestur, que veinticinco años atrás ya era viejo? ¿Pertenecía realmente a una raza de inmortales?

Lo detuve y lo saludé. Por supuesto no se acordaba de mí, y me miró con alarma, hasta que el nombre de Drech lo tranquilizó. Fue como pronunciar una palabra mágica. Me señaló la confitería de la esquina del Congreso y casi me empujó para que entrara. Nos sentamos junto a la ventana. Enfrente, la clausurada confitería El Molino mostraba todavía su persistente esplendor bajo la capa de hollín y de papeles pegados. Pedí un cortado y él un café con leche y un sandwich de queso. Me alegró ver que pese a los años de previsibles privaciones no había empeñado el anillo del obispo.

–Pobre Drech, querido amigo –dijo.

Le señalé que todavía seguía llevando la misma carpeta.

–Nunca me separo de mis papeles. No quiero que caigan en manos extrañas.

Abrió la carpeta. Edificios cangrejo, edificios libélula, laberintos de telaraña. No importaba el paso del tiempo: en las profecías de Abestur no había lugar para la novedad.

–Estos dibujos están muy lejos de expresar mis descubrimientos. No le dan una idea clara. Ya he trascendido esa duda que tenía entre ciudad y lenguaje. Ciudad y lenguaje son uno y lo mismo. Es algo difícil de explicar. Por eso en casa he estado construyendo una maqueta de esta ciudad. ¿No quiere venir a verla? Usted puede servirme de intérprete ante la prensa. Vivo acá cerca, en Barracas...

Imaginé un cuarto sórdido, una maqueta hecha con cajas de remedios y papel de diario pegado con engrudo. No era el mejor programa. Le dije que estaba muy ocupado, que tal vez otro día. Decepcionado, pidió otro sandwich. Calculé mentalmente si lo que llevaba en la billetera alcanzaría a pagar aquel apetito insaciable. Un vendedor ambulante dejó sobre la mesa un set de biromes de colores; una niña, una rosa envuelta en celofán. Abestur apartó con violencia la rosa y las biromes, como si pudieran contaminar sus papeles amarillentos. Aquellos dibujos, que alguna vez me habían interesado, ahora me producían una desagradable impresión de encierro y locura. Para romper el incómodo silencio le dije:

–¿Se acuerda del cuento de Drech? ¿El del ojo de cristal?

–Sí, claro. Me lo contó varias veces. Un cuento oriental. Hay mucha sabiduría encerrada en las viejas fábulas.

–Tantas horas hablando con Drech y nunca le pregunté por qué contaba ese cuento.

El profesor pareció indignado.

–¿No lo comprendió, a pesar de los años? ¿Cómo puede no comprenderlo? El cuento es claro: no debemos preocuparnos por diferenciar lo verdadero de lo falso sino el bien del mal. Entre lo que saben los intelectuales, como usted, y lo que sabemos los iniciados, como yo, hay un abismo.

Cerró su carpeta, borrando de mi vista su ciudad futura y portátil, y se marchó apurado, como si en algún sitio quedara para él una espera, una urgencia, una obligación. Su brusca y ofendida partida fue la confirmación de mi desatino. ¿Por qué le había hablado? ¿Por qué no lo había dejado pasar a mi lado sin decir nada? Silvio Drech había sido el verdadero intercesor. Mientras estaba él, aquel mundo de charlatanes y magos conservaba su encanto y su inocencia. Sin él, sólo había mentira y desesperación.

Habíamos estado juntos poco más de quince minutos, pero la charla me había dejado sin ánimo y sentí el deseo urgente de volver a casa. El vendedor ambulante pasó por la mesa a recoger sus biromes de colores. Antes de pagar la cuenta quise devolver a la niña la rosa envuelta en celofán, pero la flor se hizo polvo entre mis dedos.

Pablo De Santis

jueves, 29 de enero de 2015

Carne

So some of him lived
but the most of him died
Rudyard Kipling

Todos los programas, los diarios, las revistas y las radios querían hablar con ellas. Los móviles de la televisión se instalaron afuera de la clínica psiquiátrica donde quedaron internadas durante más de una semana, pero no consiguieron nada. Cuando fueron dadas de alta, los camarógrafos las persiguieron corriendo, algunos se enredaron en los cables y muchos cayeron sobre el pavimento; pero ellas no huyeron. Sólo los miraron con una sonrisa que después fue descripta como “aterradora” y “mística”, y se fueron en el auto que manejaba el padre de Mariela, la mayor. Los padres tampoco hablaban: las cámaras sólo pudieron registrar sus nerviosos paseos por los pasillos de la clínica, sus miradas temerosas, y el llanto de la madre de Julieta, la menor, cuando salía de su casa con un bolso lleno de ropa.

El silencio provocó la mayor histeria jamás vista. Las tapas de los diarios hablaban del caso de fanatismo adolescente más impactante no sólo de Argentina, sino del mundo. La noticia fue levantada por las cadenas de noticias internacionales. Fueron convocados expertos psiquiatras y psicólogos, el tema monopolizó los noticieros, los programas de chimentos, los magazines y talk shows de la tarde; en la radio no se hablaba de otra cosa. Julieta y Mariela, dieciséis y diecisiete años, dos chicas de Mataderos fanáticas de Santiago Espina, la estrella de rock que en menos de un año había dejado atrás el suburbio para llenar teatros y estadios del centro de Buenos Aires; Santiago, a quien la prensa especializada amaba y odiaba en partes iguales: genio, pretencioso, artista inclasificable, artefacto comercial para hipnotizar niñas alienadas, futuro de la música argentina, idiota caprichoso. El Espina, como lo llamaban idólatras y detractores, dejó estupefacta a la crítica con su segundo disco, Carne, once canciones que dividieron las aguas aún más: de un lado lo llamaban obra maestra, del otro anacronismo autoindulgente. Las ventas se dispararon, y la discográfica empezó a soñar con un lanzamiento internacional; Santiago Espina era extraño, sí, era impredecible y casi nunca daba entrevistas, pero, ¿cómo podría negarse a giras promocionales por México, Chile, España? Sólo tenían que convencerlo de que hiciera un videoclip de una vez por todas, para que el mundo pudiera ver sus ojos y el modo en que el pantalón le rozaba los punzantes huesos de la cadera.

Un mes después de que Carne se agotara, la ciudad empapelada con el rostro del Espina recibía la noticia de su desaparición, días antes de la presentación del disco superexitoso en el Estadio Obras. Las entradas estaban agotadas. Las fans –porque eran sobre todo chicas, lo que aumentaba el desprecio de los detractores– lloraban en espontáneas reuniones callejeras, organizaban marchas y recitaban las letras de Carne en una letanía extática, arrodilladas frente a posters del Espina pegados con cinta scotch a monumentos y árboles en todas las plazas de Buenos Aires, como si le rezaran a un dios moribundo.

Cuando la desesperación se contagió a las adolescentes del interior del país, el hallazgo del cuerpo del Espina provocó un terror desconocido en los padres desorientados. Santiago apareció en una habitación de hotel de Once, con todo el cuerpo cortajeado: había usado una gillette y un Tramontina a conciencia para despellejarse los brazos, las piernas, el vientre. En el brazo izquierdo, había cortado hasta el hueso. En el pecho era posible ver el esternón. Y, posiblemente semiinconsciente, se había cortado la yugular con un tajo audaz y preciso. No se había mutilado la cara. Uno de los policías encargado de forzar la cerradura de la habitación abajo declaró que le había recordado a una cámara frigorífica: era pleno invierno, y además Santiago había dejado encendido el aire acondicionado. Hubo teorías conspirativas sobre un posible asesinato, pero fueron desechadas cuando trascendió que la habitación estaba cerrada con llave desde adentro y se difundió la nota suicida, casi ilegible por la letra nerviosa y las manchas de sangre. Decía: “Carne es comida. Carne es muerte. Ustedes saben cuál es el futuro”. Delirios agónicos, dijeron los expertos. Y las fans callaron y lloraron encerradas en habitaciones donde se mezclaban los osos de peluche, los diarios íntimos con tapas rosas, las mochilas siempre sobrecargadas y las fotos del Espina más hermoso que nunca, ahora que la muerte le brillaba en los ojos.

El país esperó una epidemia de suicidios adolescentes que nunca llegó. Las chicas volvieron al colegio y a los boliches, y apenas se registró un caso de depresión grave en Mendoza, aunque todas escuchaban Carne como la última voluntad y testamento de su ídolo, tratando de descifrar las letras en foros de Internet y largas conversaciones telefónicas. La prensa despidió a Santiago Espina con titulares y elegías, y por un tiempo sólo se habló de suicidio, drogas y rocanrol. El entierro en la Chacarita fue mucho menos concurrido y más triste de lo esperado, y el duelo se aplacó una vez terminado el desfile del entorno de la estrella por los programas de televisión. La cirugía estética de una modelo resultó desastrosa; un galán declaró ser gay; secuestraron a un adolescente de San Fernando y renunció el director técnico de River. Santiago Espina pasó a las efémerides, listo para ser desenterrado cuando se cumpliera un año de su nacimiento, o de su muerte.

Nadie podía suponer que algo se estaba gestando en Mataderos, entre dos chicas, una foto arrugada de la nota suicida y Carne en el equipo, de principio a fin, una y otra vez.

Mariela había sido una de las primeras “espinosas” (así llamaban los medios a las fans, las chicas con los ojos delineados de negro mortuorio, baratas boas de plumas al cuello y pantalones que imitaban la piel de los leopardos). Lo había seguido durante un año, noche tras noche, por donde el Espina tocara. Conocía todos los trenes y colectivos suburbanos, y había pasado madrugadas heladas en andenes temblando de frío, con la lista de temas en el bolsillo, acariciando el papel con los ojos cerrados. El Espina la conocía y a veces –muy pocas, porque casi nunca se comunicaba con su público, ni siquiera para anunciar los temas o decir buenas noches– le daba algún pequeño obsequio: la púa de la guitarra o un vaso de plástico con restos de cerveza. En el baño de un local de Burzaco conoció a Julieta, la más célebre de las espinosas porque se había tatuado el nombre del ídolo en el cuello; de lejos, las letras parecían una cicatriz, como si la cabeza estuviera cosida al cuello. Ella había logrado sacarse una foto con el Espina: los dos aparecían muy serios, no se tocaban, y el flash les había enrojecido los ojos. Julieta y Mariela vivían a apenas diez cuadras de distancia y el suicidio del Espina las unió tanto que empezaron a parecerse físicamente, como las parejas que conviven durante décadas o los solitarios que adquieren la expresión de sus mascotas.

Ese parecido mimético había sorprendido al cuidador del cementerio que las encontró de madrugada, cuando trataban de saltar el paredón. “Estaba oscuro todavía –dijo–, pero nunca pensé que eran chorros. De lejos se notaba que eran pibitas, y cuando me acerqué vi que además eran gemelas.” Julieta y Mariela no lucharon con el cuidador. Aparentemente atontadas, se dejaron llevar hasta la oficina; el hombre creía que estaban drogadas, y supuso que habían pasado la noche en el cementerio para velar al Espina. El y sus compañeros habían encontrado chicas antes, escondidas en los pasillos de los nichos y detrás de los árboles cerca de la hora del cierre, pero ninguna logró acompañar al ídolo hasta el amanecer. El cuidador creyó que Julieta y Mariela habían tenido suerte, pero mientras las retaba y les pedía el teléfono de sus padres, observó que las chicas estaban sucias de tierra, sangre y una película de mugre que apestaba y les cubría las manos y la ropa y los rostros. Entonces llamó a la policía.

Por la tarde, la noticia se filtró a los medios. Dos adolescentes habían desenterrado el cajón de Santiago Espina con una pala y sus propias manos. La sepultura, apenas un mes después de su entierro, aún no tenía el mármol definitivo que les hubiera dificultado la tarea. Pero la exhumación era apenas el principio. Las chicas habían abierto el féretro para alimentarse de los restos del Espina con devoción y asco; alrededor del hueco daban testimonio de su esfuerzo los charcos de vómito. Uno de los policías también vomitó. “Dejaron los huesos limpios”, le dijo a la televisión, y el conductor, estremecido, se quedó sin palabras por primera vez en su carrera. Las chicas fueron llevadas en un patrullero hasta la comisaría y allí se decidió su internación en una clínica privada. Los policías dijeron que Julieta y Mariela nunca habían llorado, ni hablado con ellos; sólo se susurraban cosas al oído y estuvieron todo el tiempo tomadas de la mano. Trascendió que, cuando quisieron bañarlas en la clínica, se resistieron con tanta furia que una de las enfermeras acabó mordida y arañada; hubo que medicarlas y limpiarlas dormidas.

Hablar con ellas, con sus familias, con sus médicos, se convirtió en una prioridad. Pero todos callaban. La familia del Espina decidió no demandar a Julieta y Mariela “para que no siga este horror”. La madre de la estrella, decían, vivía sobrecargada de tranquilizantes. Las versiones de un intento de suicidio previo no pudieron confirmarse; tampoco se encontró a ninguna novia del Espina, sólo amantes que no habían pasado más de una noche con él, y poco tenían para contar. Los músicos de la banda se negaron a hablar con la prensa, pero quienes los conocían afirmaban que estaban shockeados y, sobre todo, asqueados. Se supo que todos abandonarían la música para siempre. Nunca habían tenido una buena relación con Santiago, eran empleados, o más bien esclavos que aceptaban sus caprichos con resignación, por ambición y una admiración distante.

Las fans se sentaron malhumoradas en livings y paneles televisivos a pelear con conductores y psicólogos. Habían decidido evitar la ropa negra, y aparecían despatarradas sobre los sillones con los labios rojos, pantalones de leopardo, remeras brillantes y las uñas rojas, azules, verdes, rosadas. Contestaban a las preguntas con monosílabos y a veces con risitas irónicas. Una de ellas, sin embargo, lloró abiertamente cuando le preguntaron qué pensaba de las chicas que habían comido del ídolo. Desafiante, gritó: “¡Las envidio! ¡Ellas lo entendieron!”. Y balbuceó algo sobre la carne y el futuro, dijo que Julieta y Mariela estaban más cerca que cualquiera de ellas del Espina, lo tenían en su cuerpo, en su sangre. Hubo un programa especial sobre los adolescentes soldados caníbales de Liberia que creen obtener la fuerza de sus enemigos devorados y usan collares de huesos. El canal que lo emitió fue denostado como ejemplo de mal gusto y simplismo. Se habló de la necrofilia como perversión nacional, y los canales de cable programaron ¡Viven!” y Voraz. Hasta Carlitos Páez Vilaró participó de una mesa redonda y se vio obligado a diferenciar su antropofagia “por necesidad” de “esta locura”. Especialistas en cultura rock y sociólogos desmenuzaron las letras de Carne; algunos compararon al Espina con Charles Manson, otros, horrorizados, denunciaron ignorancia y simplismo, y elevaron al Espina a la categoría de poeta y visionario.

Julieta y Mariela, mientras tanto, permanecían en sus casas de Mataderos, separadas por diez cuadras; les habían prohibido volver a comunicarse. Dejaron el colegio. El padre de Mariela amenazó a los camarógrafos con un arma desde la terraza, y los medios retrocedieron hasta la esquina. Los vecinos sí hablaban y decían lo predecible: buenas chicas, adolescentes un poco rebeldes, qué barbaridad, esto no puede volver a pasar. Muchos se mudaron. La sonrisa de las chicas, congelada en las pantallas de sus televisores y las tapas de los diarios, les daba miedo.

Mientras tanto, en todo el país, en cada cybercafé, las espinosas se reunían frente a las pantallas de las computadoras, porque comenzaron a llegar los mails. Ninguna podía jurar que fueran de Julieta y Mariela, no sabían si ellas tenían acceso a Internet en su aislamiento, pero todas lo sabían, lo deseaban, y guardaban el secreto celosamente. Los mails hablaban de dos chicas que pronto cumplirían dieciocho años y se liberarían de padres y médicos para tocar las canciones de Carne en sótanos y garages. Hablaban de un culto subterráneo imparable, de Ellas Las Que Tenían Espinas en el cuerpo. Las fans esperaban con brillantina en las mejillas, las uñas pintadas de negro y los labios manchados de vino tinto el mensaje que les diera la fecha y el lugar de la segunda venida, el mapa de una tierra prohibida. Y escuchaban la última canción de Carne (donde el Espina susurraba “Si tenés hambre, comé de mi cuerpo. Si tenés sed, bebé de mis ojos”) soñando con el futuro.

Mariana Enriquez

Verde rojo anaranjado

Hace casi dos años que se convirtió en un puntito verde o rojo o anaranjado en mi pantalla. No lo veo, no deja que lo vea, que nadie lo vea. Habla muy de vez en cuando, al menos conmigo, pero nunca enciende su cámara, así que no sé si sigue teniendo el pelo largo y la flacura de pájaro; parecía un pájaro la última vez que lo vi, de cuclillas sobre la cama, con las manos demasiada grandes y las uñas largas.

Antes de cerrar la puerta de su habitación con llave, desde adentro, había pasado dos semanas de –según decía– escalofríos cerebrales. Suelen ser un efecto secundario en la discontinuación de antidepresivos y se sienten como gentiles descargas eléctricas dentro de la cabeza; él los describía como el calambre doloroso del golpe en el codo. Yo no le creí nunca que sintiera eso. Lo visitaba en su habitación oscura y lo escuchaba hablar de ese y otros veinte efectos secundarios y era como si recitara el vademécum. Yo conocía a mucha gente que tomaba o había tomado antidepresivos y a ninguno le daban cortocircuitos en la cabeza, nada más engordaban o tenían sueños extraños o dormían demasiado.

“Siempre tenés que ser tan especial”, le dije una tarde, él se tapaba los ojos con el brazo. Y pensé que estaba harta de él y de todo su teleteatro. Esa tarde también me acordé de cuando, después de tomar media botella de vino, le bajé los pantalones y el calzoncillo y le lamí la pija y la acaricié y con sorpresa y un poco de enojo la rodeé con la mano y empecé a moverla con el ritmo que yo sabía irresistible hasta que él me puso una mano en la cabeza y dijo “no va a funcionar”. Me fui rabiosa, después de tirar la botella de vino tinto sobre las sábanas y no volví a visitarlo en una semana; nunca hablamos de lo que había pasado, nunca vi rastros de una mancha roja. Ya no estaba enamorada de él, solamente quería demostrarle que estaba exagerando esa tristeza sin motivo. No sirvió, como no servía enojarse ni acusarlo de mentir.

Cuando se encerró definitivamente –la habitación tenía su propio baño, con ducha– su madre pensó que iba a matarse y me llamó llorando para que tratase de evitarlo. Por supuesto entonces ni ella ni yo sabíamos que el encierro sería permanente. Yo le hablé por la rendija, golpeé, lo llamé por teléfono. Lo mismo hizo su psiquiatra. Pensé que en unos días abriría la puerta y andaría arrastrándose por la casa como de costumbre. Me equivoqué y dos años después lo espero todas las noches verde rojo anaranjado y me asusto cuando pasa muchos días de gris. No usa su nombre, Marco, usa solamente la M.

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La gente triste no tiene piedad. Marco vive en la casa de su madre y ella le cocina las cuatro comidas, que deja ante la puerta cerrada, sobre una bandeja. Empezó a hacerlo porque así se lo indicó él, por mensaje de texto. También le indicó: no me esperes, no intentes verme. Ella no le hizo caso. Esperó horas, pero la voluntad de él es monstruosa. Marco puede pasar hambre. Su madre ya intentó dejarlo sin comer por días. También intentó, por consejo de la psiquiatra, cortarle el servicio de Internet. Marco consiguió colgarse del wi-fi del vecino hasta que su madre sintió lástima y le devolvió la conexión. El no le agradece, tampoco le pide. Su madre me invita algunas veces pero yo nunca acepto ir a la casa, no soporto pensar que él escucha nuestra conversación desde la habitación. Vamos a un café cerca de mi departamento y todas las conversaciones son iguales. Qué puede hacer, si él se niega al tratamiento, no puede echarlo, es su hijo, se siente culpable aunque a Marco nunca le pasó nada, ni ella ni su marido lo maltrataron, no sufrió abusos, las fotos de las vacaciones en el mar y el chico más dulce del mundo que se disfrazaba de Batman y juntaba álbumes de figuritas y le gustaba el fútbol. Yo siempre le digo que Marco está enfermo y no es culpa de nadie, es el cerebro, es química, es genética: si tuviera cáncer, le digo, no pensarías que es tu culpa. No es tu culpa que esté deprimido.

Me pregunta si él habla conmigo. Le digo la verdad: que sí, que más bien chatea –porque cada vez habla menos, se está desvaneciendo en la red, Marco es letras que titilan, a veces desaparece sin esperar una respuesta– pero que nunca me cuenta lo que le pasa, lo que siente, lo que quiere. Y esto es horriblemente distinto a lo que ocurría antes del encierro. Antes hablaba obsesivamente de su terapia, de las pastillas, de sus problemas de concentración, de cuando había dejado de estudiar porque no podía recordar lo que leía, de su migraña, de no tener hambre. Ahora habla de lo que quiere. En general de la deep web y el cuarto rojo y los fantasmas japoneses. Pero no le digo eso a su madre: le miento que hablamos de libros y películas que él ve y lee online. “Ah –suspira ella– no puedo cortarle Internet entonces, es lo único que lo conecta con la vida.”

Ella dice cosas así, conectar con la vida, seguir adelante, hay que ser fuerte: es una mujer estúpida. Siempre le pregunto por qué cree que yo voy a ser capaz de sacar a Marco de su encierro, suele pedirme que toque la puerta y ruegue. A veces lo hago y él, a la noche, cuando me encuentra en el chat, escribe “no seas tonta. No le hagas caso”. “Por qué creés que puedo sacarlo”, le pregunto, y ella le echa leche al café hasta que lo arruina, lo transforma en una crema caliente. “La última vez que lo vi contento fue cuando estaban juntos ustedes dos”, dice, y agacha la cabeza. La tintura que usa es de mala calidad y siempre tiene las puntas del pelo demasiado claras y la raíz canosa. No es cierto lo que cree, Marco y yo vivíamos en el silencio y la impotencia, yo preguntaba qué te pasa y él respondía que nada o se sentaba en la cama y gritaba que era una cáscara sin alma; el teleteatro les decía yo a esos arranques que terminaban en llantos y borracheras. A lo mejor él le decía a su madre que éramos felices. A lo mejor ella decidió creerlo. A lo mejor él decidió que su tristeza iba a estar a mi lado para siempre, hasta que él quisiera, porque la gente triste no tiene piedad.

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Hoy leí sobre la gente como vos –le escribí una madrugada– Sos un hikikomori. ¿Sabés quiénes son, no? Son japoneses que se encierran en sus habitaciones y las familias los mantienen, no tienen otro problema mental, nada más les resulta insoportable la presión de la universidad, de tener vida social, esas cosas. Los padres nunca los echan. Es una epidemia en Japón. Casi no existe en otros países. Aunque a veces salen, sobre todo de noche, solos. A buscarse comida, por ejemplo. No hacen cocinar a su madre, como vos.

Yo a veces salgo, me contestó.

Dudé antes de contestar.

Cuándo.

Cuando mi madre se va a trabajar. O a la madrugada. Ella no escucha, duerme con pastillas.

No te creo.

¿Sabés qué es lo mejor de los japoneses? Que clasifican fantasmas.

Decime a qué hora salís y nos encontramos.

Los fantasmas de chicos se llaman zashiki-warashi y se supone que no son malos. Los malos son los fantasmas de mujeres. Tienen muchos espectros que son chicas cortadas por la mitad, por ejemplo. Se arrastran por el suelo, son torsos, si los ves te matan. ¿O se dice si las ves? Hay un tipo de fantasma madre, se llama Ubume, es la que se murió en el parto. Roba chicos o les trae caramelos. A los fantasmas de los muertos en el mar también los diferencian.

Decime a qué hora salís y nos vemos.

Es mentira que salgo.

Cerré violentamente su ventana aunque él no se desconectó, seguía verde. No voy a pararme frente a su casa durante las seis horas que su madre pasa en el trabajo a ver si sale, prometí, y cumplí.

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Internet en los años noventa era un cable blanco que iba desde mi computadora hasta la ficha del teléfono, cruzando la casa. Mis amigos de Internet se sentían reales y yo me angustiaba cada vez que se cortaba la conexión, o la electricidad, y no podía encontrarlos para hablar de simbolismo, glam rock, David Bowie, Iggy Pop, Manic Street Preachers, ocultistas ingleses, dictaduras latinoamericanas. Una de mis amigas estaba encerrada, me acuerdo. Era sueca, tenía un inglés perfecto –yo casi no tenía amistades argentinas online–. Tenía fobia social, decía. No recuerdo su nombre. No puedo recuperar sus mails, quedaron en una máquina vieja. Desde Suecia me enviaba documentales en VHS y cds imposibles de conseguir fuera de Europa. Entonces no me preguntaba cómo hacía para llegar hasta el correo si supuestamente no podía salir. Quizá mentía. Los paquetes, sin embargo, llegaban desde Suecia: no mentía sobre su locación. Conservo las estampillas aunque las cintas de los videos ya se llenaron de hongos y los cds dejaron de funcionar y ella se desvaneció para siempre, un espectro de la red, y no puedo buscarla porque no recuerdo su nombre. Me acuerdo de otros nombres. Rhias, por ejemplo, de Portland, fanática del decadentismo y los superhéroes. Teníamos una especie de romance y ella me mandaba poemas de Anne Sexton. Heather, de Inglaterra, que todavía existe y que, dice, siempre me agradecerá haberle hecho conocer a Johnny Thunders. Keeper, que se enamoraba de jovencitos. Otra chica que escribía poemas hermosos que tampoco puedo recordar, salvo algún verso malo, “my blue someone”, por ejemplo. Mi alguien triste. Marco se ofreció a recuperarlas por mí. A todas mis amigas perdidas. Dice que el encierro lo volvió hacker. Pero yo prefiero olvidarlas porque olvidar a la gente que sólo se conoció en palabras es extraño, cuando existieron fueron más intensas que lo real y ahora son más distantes que desconocidos. Les tengo un poco de miedo, además. Encontré a Rhias por Facebook. Aceptó mi amistad y yo la saludé muy contenta pero ella no contestó y nunca más hablamos. Creo que no me recuerda o me recuerda poco, vagamente, como si me hubiera conocido en un sueño.

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Marco nunca me da miedo salvo cuando habla de la deep web. Dice que necesita conocerla. Lo dice así: que lo necesita. La deep web es la cantidad de sitios que no se indexan en los buscadores. Es mucho más grande que la web superficial que usamos todos. Cinco mil veces más grande. No entiendo y me aburren sus explicaciones sobre cómo alcanzarla pero él asegura que no es tan difícil. “Qué hay ahí”, le pregunto. “Se venden drogas, armas, sexo”, me dice. “La mayor parte no me interesa –dice–, pero hay algunas cosas que quiero ver.” El cuarto rojo. Se refiere a un chat room que se llama red room. Se paga para ver. Se habla de una chica torturada a la que un hombre negro delgado le revienta las tetas a patadas. Después la violan hasta matarla. Está en venta el video de la tortura y también un archivo de audio de sus gritos que no se parecen a nada humano y son inolvidables. Y quiero conocer la RRC. Qué es. La Real Rape Community. No tiene reglas. Ahí se mata a chicos de hambre. Se los obliga a tener sexo con animales. Se los ahorca y, claro, se los viola. Es el lugar más perverso de la web, o era. Ahora apareció un lugar de sexo con cadáveres.

Tener sexo con chicos es mucho peor que con cadáveres, le escribo.

Claro, contesta Marco.

De dónde sacarán los cadáveres de chicos.

De cualquier parte. No sé por qué ustedes creen que a los chicos se los cuida y se los quiere.

¿Te hicieron algo de chico?

Nunca. Siempre me preguntás lo mismo, siempre querés explicaciones.

Me parece que todo eso de la deep web es mentira. ¿A quién le decís ustedes?

No es mentira, hay artículos en diarios serios. Buscalos, hablan de los sitios para contratar asesinos y comprar drogas, sobre todo. Ustedes, gente como vos.

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En el segundo año de la secundaria me teñí el pelo de negro con henna, una tintura temporaria y supuestamente poco dañina que me dejaba el cuero cabelludo manchado mientras perdía mechones como si estuviera en un tratamiento de quimioterapia. En el colegio no me decían nada, estaban acostumbrados a que las chicas se volvieran un poco locas, es lo que hace una chica a esa edad. La profesora de Historia me trataba especialmente bien aunque yo no era buena estudiante. Una tarde a la salida me preguntó si quería conocer a su hija. Estaba temblando, me acuerdo, y fumaba: ahora si una profesora fuma delante de una alumna es vagamente vergonzoso, pero hace veinte años pasaba desapercibido. Antes de que yo pudiera contestarle, sacó una carpeta de tapas negras y me la mostró. Tenía hojas anilladas y en cada hoja dibujos y anotaciones. Los dibujos eran de una mujer de pelo negro y vestido negro sentada entre hojas de otoño o tumbas o entrando a un bosque. Una bruja hermosa y alta, dibujada a lápiz. También había un dibujo de una chica cubierta con un velo, como una novia o una primera comunión anticuada, que llevaba arañas en las manos. Lo escrito eran entradas de diario o poemas. Recuerdo una línea, decía “quiero que me rebanes las encías”.

–Es la carpeta de mi hija –dijo–. No sale de casa y creo que podrían ser amigas.

Pensé, me acuerdo, que la chica dibujaba muy bien. También que una chica que dibujaba así no tendría ningún interés en mí. No le contesté a la profesora, no supe qué decirle, murmuré que me esperaban mis padres. No era verdad, caminé hasta mi casa sola. Pero cuando llegué se lo conté a mi mamá. Ella tampoco dijo nada, pero cuando más tarde habló por teléfono lo hizo encerrada en su habitación.

La profesora no volvió a dar clase. Mi madre había hablado con la directora del colegio. La profesora no tenía hijos, no tenía una hija que dibujase brujas, ni viva ni muerta. Había mentido. Me enteré años después. Mi mamá me explicó, entonces, que la profesora se había tomado licencia para cuidar de su hija enferma. Mantuvo la existencia de la hija fantasma. La directora también lo hizo. Yo creí en la chica encerrada durante años y hasta intenté reproducir esos dibujos de bosques, tumbas y vestidos negros dibujados por una mano de adulta solitaria.

No recuerdo el apellido de esa maestra. Sé que Marco podría localizarla con sus habilidades de detective web, pero prefiero olvidar a esa otra mujer triste que quiso llevarme a su casa una tarde después de clase, quién sabe para qué.

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Marco está cada vez menos en verde, prefiere el anaranjado, el estado idle; está encendido pero lejos, es el estado que más se acerca al gris. El gris es el silencio y la muerte. Cada vez me escribe menos. Su madre no lo sabe, mejor dicho, miento y le digo que hablamos como siempre. Mis mensajes se acumulan. A veces encuentro que los respondió, por la mañana.

Cuando una noche se enciende verde una vez más, él habla primero. Cómo sabés que soy yo, dice. No me ve, puedo llorar sin vergüenza. Ahora hay programas –escribe– que pueden reproducir a un muerto. Toman toda la información de una persona que hay diseminada por Internet y actúan con ese guión. No es muy distinto a cuando te mandan publicidad personalizada. Si fueras una máquina no me dirías esto.

No –escribe–. Pero, ¿cómo te vas a dar cuenta cuando sí sea una máquina?

No me voy a dar cuenta –le contesto–. Ese robot no existe todavía, sacaste la idea de una película.

Es una idea hermosa –escribe.

Le doy la razón y espero. El ya no tiene nada que decir, nada sobre cuartos rojos y fantasmas vengativos. Cuando deje de hablarme para siempre voy a mentirle a su madre. Le inventaré fabulosas conversaciones, incluso le daré esperanzas, anoche me dijo que quiere salir, voy a decirle mientras tomamos café, y espero que él decida escaparse mientras ella duerme su sueño químico, espero que no se acumule la comida en el pasillo, espero que no haga falta tirar la puerta abajo.

Mariana Enriquez

miércoles, 28 de enero de 2015

La vuelta a la manzana

Papá era la persona más buena del Universo, salvo con los gatos.

Después de cenar, cuando salíamos a dar la vuelta a la manzana él, mi hermano y yo, papá juntaba piedritas para tirárselas justo en el momento en que los gatos se trepaban a los árboles. Teníamos dos perros: un ovejero alemán y un pekinés. Y, si bien nadie lo decía, el ovejero alemán era de papá y el pekinés de mamá. Algunos amigos a los que invitaba a jugar me decían que el ovejero, que se llamaba Malus, tenía nombre de gato. El pekinés se llamaba Héctor. De ahí en más, a todos los perros con los que nos encontrábamos les decíamos Malus (si eran perros grandes) y Héctor (si eran perros chicos). Papá decía que sólo los perros grandes (y entre ellos, en realidad, sólo los ovejeros) eran perros; los perros medianos y chiquitos eran para él gatos. Y aunque no trataba igual al ovejero alemán que al pekinés, tampoco es que papá trataba tan mal al pekinés, como sí hacía con los gatos.

Cuando, al principio, salíamos a dar la vuelta a la manzana papá, mi hermano y yo, Malus siempre iba suelto y mi hermano llevaba al pekinés con correa. Uno de los juegos de la vuelta a la manzana era la competencia de pis y caca. El pis, por ser mucho más común, valía un punto y la caca valía dos puntos. Como siempre ganaba Malus, mi hermano y yo hinchábamos por Héctor, y le dábamos alguna ayuda, por ejemplo, tirándole de la correa cuando meaba o cagaba para poder contar doble o triple cada pis y cada caca. Papá iba unos pasos adelante, casi siempre comiendo la manzana que le daba mamá cuando terminábamos de cenar, y había una forma secreta de comunicación entre él y Malus para perseguir a los gatos. Había veces que Malus iba atrás de todo y entonces papá giraba apenas la cabeza para mirarlo fijo. El ovejero se quedaba como congelado, levantaba la cola, se le paraban los pelos del lomo y, como un rayo un poco gordo, corría al gato que siempre lograba escapar subiéndose al árbol. Malus se ponía tan nervioso que intentaba una y otra vez treparse. Cada vez que sucedía eso, yo le hacía la misma pregunta a papá, pensando que se trataba siempre del mismo gato: ¿alguna vez Malus lo podrá agarrar? Y papá nunca respondía, pero me miraba con una sonrisa y me guiñaba el ojo, y yo me sentía orgulloso de algo que no entendía bien. Otras veces, la cosa era al revés. Papá, siempre adelante, capaz se distraía explicándonos alguna noticia de política que le consultaba mi hermano, y entonces Malus le rozaba silenciosamente la pierna a papá, que autorizaba con su cabeza el ataque de Malus, en esos casos ayudado, entonces, por una lluvia de piedritas que papá tiraba entre carcajadas y con buena puntería, aunque nunca tan buena como para bajar al gato.

Hubo tardes en las que mi hermano y yo organizamos tácticas para que Malus finalmente pudiera atraparlo. Cuando entrábamos al garaje –que a la tarde era más grande porque papá se llevaba el auto al trabajo–, Malus estaba echado en la base del portón. Después de acariciarlo en la cabeza unos segundos, cortábamos galletitas en pedacitos y las íbamos tirando en distintos rincones del garaje, poniendo a prueba diferentes habilidades del ovejero. Cuando salíamos del garaje, en general íbamos al fondo a jugar a la pelota y el pekinés se iba a descansar al patio andaluz porque no podía seguirnos el ritmo y porque el maldito gato con el que Malus debía acabar quizá fuera su amigo.

Cuando en las cenas papá me preguntaba por el colegio, yo prefería contarle nuestros avances en el entrenamiento. Lo hacía porque papá volvía a sonreírme y a guiñarme un ojo, y yo me sentía orgulloso y, poco a poco, iba entendiendo por qué.

Las vueltas a la manzana empezaron a reducirse entonces a una sola cosa: la captura del gato. Nos olvidamos de la competencia de pis y caca. A mi hermano ya no le importaba que el pekinés tuviera su vuelta a la manzana ni le consultaba a papá lo que oía casualmente en los flashes de los noticieros. Papá terminaba de comer y antes de que mamá pudiera llegar a la heladera para sacar la manzana, él ya estaba abriendo la puerta del garaje. Si antes la comunicación con Malus era exclusiva de papá, ahora los tres estábamos totalmente atentos a cualquier aparición felina. Nuestro paso era firme y acompasado, medíamos distancias y proyectábamos los ataques de Malus. Con el correr de los días la casa tomada de mitad de cuadra, el almacén, ciertas esquinas y determinados árboles (como el palo borracho de la esquina del almacén), se fueron convirtiendo respectivamente en bases, referencias y puntos de ataque. Durante las dos primeras cuadras, nuestro orgullo iba a la par de la mirada de Malus, pero a medida que el gato ganaba las batallas, el ánimo terminaba decayendo y el objetivo de Malus se reducía a hacer pis, igual a los deportistas fracasados que, en medio de la competencia, sólo piensan en tomar agua.

Un viernes pasó algo increíble. Mi hermano, Malus, papá y yo teníamos tan pocas esperanzas de atrapar al gato, que mi hermano se había acordado de traer a Héctor y, durante las primeras cuadras, hasta le preguntó algo a papá sobre el posible cambio de la Constitución y un pacto de Olivos. Malus paraba casi en cada árbol, para hacer él sus necesidades o para revisar las de Héctor. Antes de completar la mitad de la vuelta, mi hermano dejó la correa del pekinés en el piso para atarse los cordones. Escuché los ladridos agudos y de gato de Héctor que tanto nos hacían reír y, en eso, Héctor empezó a correr como una pelota de lana que se va deshilachando.

Papá, mi hermano y yo no sabíamos si reírnos o achinar los ojos. Héctor, el pekinés, el gato de mamá que perdía todas las competencias de pis y caca con Malus, al que nunca le había interesado la cacería y hasta evitaba jugar con mi hermano y conmigo a la pelota, estaba persiguiendo, aunque torpemente y quizá sin estrategia, al maldito gato. Creo que lo siguió algo así como media cuadra. En algún momento pensé que el gato se estaba dejando un poco, pero me di cuenta que no cuando empezó a apuntar hacia el lado de la calle. Como tantas veces con Malus, parecía que el gato volvía a escaparse, aunque esta vez había algo distinto. Tal vez sorprendido por su inesperado perseguidor, tuvo que treparse al palo borracho de la esquina del almacén, por lo que por primera vez en mi vida lo vi tropezar, como jamás tropiezan los gatos, y caerse al piso. Fueron dos o tres segundos en que lo vi a papá sin piedras poner una cara nueva. Mi hermano lo miró y yo me quedé viendo la expresión de Héctor que había quedado demasiado lejos para pegar el último golpe. Papá giró silenciosamente la cabeza y todos vimos al ovejero: estaba separando con el hocico la última caca de Héctor. Papá lo miró una segunda y una tercera vez. A la cuarta vez, Malus recuperó la atención y registró todo lo que pasaba. Se quedó como congelado, levantó la cola, se le pararon los pelos del lomo y, como un rayo un poco gordo, se puso a correrlo. Cuando su hocico besó el piso, el gato ya había cruzado la calle, perdiéndose en un terreno baldío. Si bien todo perro que no fuera ovejero seguía siendo gato, creo que en lo más íntimo de papá algo de su relación con Malus y Héctor había cambiado.

Como esos héroes que, dejando inconclusa su misión imposible, se vuelven más gloriosos aún que realizándola, Héctor murió el lunes siguiente, hundiendo a mamá en una tristeza sin fondo. Desde ese día no entrenamos más a Malus, esperando tal vez que nuestro desprecio lo moviera a conseguir lo que nunca había logrado.

Pero no era lo mismo. No estaba Héctor, mi hermano empezó a dejar de venir y, en determinados momentos del año, ni siquiera el gato aparecía. Yo no podía abandonar la misión, pero creo que incluso papá se fue olvidando poco a poco de la cacería, más por decepción que por desinterés.

Hubo un lunes en que casi no damos la vuelta. Papá tardaba tanto en llegar del trabajo que mamá nos obligó a mi hermano y a mí a empezar a cenar. Mi hermano se puso a hablar por teléfono, mamá a lavar los platos y yo me pregunté por qué nunca daba la vuelta a la manzana solo. Cuando me acosté, escuché los ruidos de la puerta del garaje. Papá había llegado, me apuré en vestirme y lo fui a convencer de dar la vuelta.

Todo lo que escuché fue una frenada, el impacto de dos cosas enormes y un grito que confunde a animales con personas. Mientras corría toda una cuadra, adelanté exactamente las cosas que vería al llegar: el hombre agarrándose la cabeza y mirándome de a poco, mientras gritaba en voz baja “¿es tuyo?”. Lo peor fue verlo a Malus revuelto en el asfalto, lleno de sangre y dedicándome con su mirada los últimos segundos de su vida, y escucharlo al hombre decir: “No lo pude ver, se me cruzó, iba desesperado atrás de un gato”.

Aunque no era su perro, mamá le echó la culpa de la muerte de Malus a papá, de una manera tan violenta que papá se fue de casa sin despedirse. Mamá, cada vez más nerviosa, no paraba de tomar agua, con tanta rapidez que chorreaba buena parte de lo que tomaba. Para peor, de tanto pensar en el gato, en el maldito gato que se había vengado de todos nosotros matando a Malus y, en cierta forma, echando a papá de casa, mi hermano se burló de mí y me dijo que cómo no me daba cuenta de que, así como un montón de animales parecidos actúan de Lassie y Chatrán, el gato maldito que perseguía Malus no era siempre el mismo. Le pregunté sin fe a mamá si podía comprar otro perro. Yo no sé si estaba demasiado confundida, pero dijo que sí, y pensar en un nuevo Héctor me calmó un poco. Claro que, enseguida, mamá me pidió paciencia porque le faltaba dinero y tenía que encontrar un criadero barato.

Con el correr de los días empezó a sonar más seguido el teléfono, aunque siempre atendía mamá y no contestaban. Mi hermano y yo nos dimos cuenta de que era papá. Al principio, sólo me preguntaba por el colegio y por los fines de semana, pero después de unos meses, nos invitó a conocer su nueva casa y a su nueva pareja, Eva, una mujer mucho más joven que mamá. Había vivido en Nueva York y, según papá, amaba a los animales tanto como nosotros. Mi hermano me contó que lo que le gustaba en verdad a Eva eran los gatos, tenía tres gatos a los que papá había aprendido a querer. Yo ni siquiera me lo podía imaginar acariciando a un gato.

Steve, Ringo y Newton se llamaban los gatos de Eva, que se trepaban alegremente por el patio con enredaderas enormes, en esa casa que, si bien era nueva para mí, empezaba a gustarme mucho. Eva tenía las piernas mucho más flacas y largas que mamá. Caminaba de una manera muy fina y tenía ojos brillantes con hermosas pestañas. Lo malo era cuando salíamos los cuatro (papá, Eva, mi hermano y yo, con los tres gatitos y sus collares y correas), a dar una vuelta a la manzana distinta, mucho más incómoda y larga, porque ahí las calles terminaban en cualquier lugar, sin esperar a las esquinas. Además no había almacenes, ni palo borracho ni casa tomada; sino un montón de confiterías, empresas enormes y una estación de servicio que ocupaba como dos cuadras. Más que a la manzana, eran vueltas al melón. En cada una de esas nuevas vueltas, Eva y papá se la pasaban hablando de la increíble limpieza de los gatos y de la torpeza de los perros. Yo intentaba defender a los perros pero papá me miraba serio y decía algo imposible de discutir: que los gatos eligen estar con sus dueños porque podrían irse de su lado, mientras que los perros están por necesidad, por conveniencia.

Cada vez que volvíamos a casa, mamá nos trataba cada vez peor, porque nosotros discutíamos mucho y no la ayudábamos ni siquiera a poner la mesa. Y cuando atendía el teléfono y era él, mamá nos pasaba inmediatamente el tubo a mi hermano o a mí. Por eso ni se enteró de que Eva estaba embarazada y de que íbamos a tener un hermanito. Fue una época de muchísimas noticias porque algunas semanas después, poco antes de salir para la casa de Eva a ver a nuestro hermanito Félix y a hablar otra vez bien de los gatos y mal de los perros, mamá nos despertó a mi hermano y a mí con jugo de naranja, medialunas y perro nuevo. Yo la había escuchado arreglar por teléfono con la señora del criadero, y entonces sabía que el perro llegaba esa mañana. Por eso yo le había dicho a papá, contento y nervioso a la vez, que él nos presentara a Félix que nosotros le íbamos a llevar a nuestro nuevo Héctor, para que él también se pusiera feliz. Mamá nos había sorprendido: jamás hubiéramos imaginado que nuestro nuevo perro fuera así. Y ahora me daban todavía más ganas de que lo viera papá.

Aunque era un cachorrito, mi hermano tuvo que convencerlo al taxista de que aceptara llevar a nuestro nuevo perro. Cuando llegamos me empezó a latir muy fuerte el corazón. Y no supe si era por verlo a Félix o porque papá iba a conocer a nuestro nuevo perro. Lo cierto es que papá se sorprendió tanto como nosotros cuando vio que no era un nuevo Héctor, sino un nuevo Malus. Félix era hermoso: tenía el color de pelo de Steve, los ojos de Eva, la frente de papá, la nariz de Ringo y la boca de Newton.

En un momento papá sacó un paquetito del bolsillo y se lo dio a Eva. Era una cadenita de oro, con una fruta también de oro y una tarjeta que decía: “Para la mujer más hermosa del mundo”. Eva se puso a llorar de la emoción aunque la tarjeta no aclaraba estar hablando de ella. Después papá chocó en el aire su copa de sidra con la copa de Eva y, mirándola a los ojos, le dijo que lo había vuelto un hombre feliz. Eva trató de incluirnos en su felicidad a mi hermano y a mí. Yo también me siento feliz, feliz de haber conocido y aprendido a querer a estas dos hermosas criaturas. Así que propongo, dijo, que vayamos todos a dar una vuelta a la manzana.

Papá –empujando el moisés de Félix–, Eva –con Newton en brazos–, mi hermano –llevando con sus correas a Steve y Ringo–, y el nuevo Malus, al que ahora llevaba con correa, fuimos a dar “la vuelta a la manzana de la unión”. A pesar del hermoso nombre que papá le puso a esa vuelta, todos íbamos en silencio, incluyendo al nuevo Malus que caminaba sin problema junto a los gatos. Hasta que Eva comentó, sonriente, que a ella le habían dicho que, si se criaban juntos, los perros y los gatos podían ser amigos. Papá confirmó la frase contando la historia de unos vecinos que tenía cuando era chico, aunque en verdad yo conocía otra versión: no eran un gato y un perro los que habían aprendido a llevarse bien sino, más raro aún, un gato y un hámster. Mi hermano quiso participar, y aunque sin tener mucho que ver, contó que un millonario tuvo la idea de criar tigres recién nacidos y que, al día de hoy que son adultos, no lo atacan porque todavía lo reconocen. Fue entonces que, a una cuadra más o menos de la casa de Eva y papá, nos cruzamos con un Héctor. Yo estaba tan emocionado que me apuré en mostrárselo a papá, porque sabía que ahora sí le gustaban los gatos y seguramente también los perros que eran gatos. Pero mientras yo intentaba llamar la atención de papá, el nuevo Malus se soltó de mi mano y le empezó a ladrar en el oído al perrito. A Héctor no le molestaba, pero la que sí se enojó fue la señora que lo llevaba, que se puso a gritar y después a insultarnos cuando el nuevo Malus empezó a morderlo, siempre jugando, a Héctor. Mientras trataba de calmar a la dueña, papá intentó recuperar la correa de Malus, que se enredaba entre sus patonas de tal forma que papá tropezó y cayó al piso con moisés y todo, cuidándose de atajar bien a Félix que, por suerte, no se golpeó. Pero, como a Héctor ya lo había agarrado en brazos la señora que lo paseaba, el nuevo Malus, que se asustó un poco con la caída de papá, siguió jugando con lo primero que tuvo a su alcance. Y lo primero que tuvo a su alcance fue la rozagante cara de Félix, para morderla y dejarla llena de sangre y surcos y también saliva. Me tapé los ojos para no ver más y mis dedos olían amargo. A oscuras, pensé que papá se equivocaba al decir que sólo los ovejeros eran perros. Me di cuenta de que lo único seguro es que hay perros por un lado y gatos por el otro, y si bien a veces alguno de los bandos intenta disimularlo, la verdad es que se odian en serio. Me di cuenta de que Héctor nunca había estado realmente del lado de los gatos y de que Malus respetaba a Héctor más de lo que cualquiera podía creer. Y ahora que me acuerdo de todo esto, pienso que tanto el accidente mortal del auto, la casi hazaña de Héctor junto al palo borracho y hasta el juguetón encuentro entre los últimos Malus y Héctor habían sido los pasos secretos del verdadero entrenamiento, inventado por un único perro sin distinciones de Héctor y Malus, para atrapar y al fin comerse al gato que, tal como yo creía desde el principio, era un único gato.

Juan Pablo Bertazza

martes, 27 de enero de 2015

La expiación

Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama.

-Voy a mostrarles una prueba -nos dijo.

-¿Van a contratarte en un circo? -le pregunté.

Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo ¿Era ésa la prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco; que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la misma persistencia. Dicen que en el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví esa tarde con remoto desconsuelo.

Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. Hacía calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi inocencia y su timidez.

Esta casa diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas.

Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos frecuentaban nuestra casa en los días de fiesta o para festejar alguna fecha de familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto nos visitaban más a menudo porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado de mí, ellos lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad. Poca importancia le daba al dinero.

Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo cuándo están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual.

"Son cantores los canarios" decía Cleóbula invariablemente, pero si hubiera podido matarlos con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba. ¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas pruebas ridículas sin que Antonio les ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla!

Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto, mecánicamente, bajo la sombra del parral, donde siempre se sentaba, en una silla de Viena, como un perro en su rincón. Yo no lo consideraba como una mujer considera a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería para recibirlo. Muchas veces, después de haberme lavado la cabeza, con el pelo mojado, recogido por horquillitas, como un esperpento, o bien con el cepillo de dientes en la boca y con dentífrico en los labios, o con las manos llenas de espuma de jabón en el momento de lavar la ropa, con el delantal recogido en la cintura, barrigona como una mujer encinta, lo hacía pasar abriéndole la puerta de calle, sin mirarlo siquiera. Muchas veces, en mi descuido, creo que me vio salir del cuarto de baño envuelta en una toalla turca, arrastrando las chancletas como una vieja o como una mujer cualquiera.

Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que contenía pequeñas flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a otros recipientes que contenían un líquido oscuro donde humedecían la punta diminuta de las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos, adornos de sombrero de una tatarabuela.

Cleóbula, que no es maliciosa, había advertido, y me lo dijo, que Ruperto me miraba con demasiada insistencia. "¡Qué ojos!", repetía sin cesar. "¡Qué ojos!"

-He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo -musitó Antonio-; es una de las pruebas más difíciles que he logrado en mi vida.

Me sobresalté al oír su voz. ¿Era ésa la prueba? Después de todo, ¿qué había de extraordinario en ella?

-Como Ruperto -dije con voz extraña.

-Como Ruperto -repitió Antonio-. Los canarios, más fácilmente que mis párpados, obedecen mis órdenes.

Los tres estábamos en ese cuarto en penumbra como en penitencia. Pero ¿qué relación podía haber entre sus ojos abiertos durante el sueño y las órdenes que impartía a los canarios? No era de extrañar que Antonio me dejara de algún modo perpleja: ¡era tan distinto de los otros hombres!

Cleóbula también me había asegurado que mientras Ruperto afinaba la guitarra sus miradas me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta de los pies, que una noche al quedar dormido en el patio, medio borracho, sus ojos habían quedado fijos en mí. En consecuencia perdí la naturalidad, tal vez la falta de coquetería. Para mi ilusión, Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz en el que se engarzaban sus ojos de animal, esos ojos que no cerraba ni para dormir. Como al vaso de naranjada o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza me clavaba sus pupilas cuando tenía sed, Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran tanto no existían en toda la provincia, en todo el mundo; un brillo azul y profundo como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los otros, cuyas miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos, sin cara, sin voz, sin cuerpo; así me parecía, pero así no lo sentía Antonio. Durante muchos días en que mi inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nimiedad me hablaba de mal modo o me infligía trabajos penosos, como si en lugar de ser su mujer yo hubiera sido su esclava. La transformación en el carácter de Antonio me afligió.

¡Qué extraños son los hombres! ¿En qué consistía la prueba que quería mostrarnos? Lo del circo no había sido una broma.

Al poco tiempo de casarnos muchas veces dejaba de ir a su trabajo, pretextando un dolor de cabeza o un inexplicable malestar de estómago. ¿Todos los maridos eran iguales?

En el fondo de la casa la enorme pajarera llena de canarios que Antonio había cuidado siempre con afán estaba abandonada. Por las mañanas cuando yo tenía tiempo limpiaba la pajarera, colocaba alpiste, agua y lechuga en los recipientes blancos y cuando las hembras estaban por tener cría, preparaba los niditos. Antonio se había ocupado siempre de estas cosas, pero ya no demostraba ningún interés en hacerlo ni en que yo lo hiciera.

¡Hacía dos años que nos habíamos casado! ¡Ni un hijo! En cambio ¡cuánta cría habían tenido los canarios!

Un olor a almizcle y a cedrón llenó el cuarto. Los canarios olían a gallina, Antonio a tabaco y a sudor, pero Ruperto últimamente no olía sino a alcohol. Me decían que se emborrachaba. ¡Qué sucio estaba el cuarto! Alpiste, miguitas de pan, hojas de lechuga, colillas y ceniza estaban diseminados en el piso.

Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los momentos libres, a amaestrar animales: primero usó de su arte pues era un verdadero artista, con un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durante un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque me agradaban, se le ocurrió amaestrar canarios. En los meses de noviazgo, para conquistarme, me había enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita. De la casa donde él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados mensajeros iban de una casa a la otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del bolsillo de mi blusa.

Que los canarios colocaran flores en mi pelo y papelitos en mi bolsillo ¿no era más difícil que las tonterías que estaban haciendo con las benditas flechas?

En el pueblo, Antonio llegó a gozar de un gran prestigio. "Si hipnotizaras a las mujeres como a los pájaros, nadie resistiría a tus encantos, le decían sus tías con la esperanza de que el sobrino se casara con alguna millonaria. Como dije anteriormente, Antonio no se interesaba por el dinero. Desde los quince años había trabajado de mecánico y tenía lo que deseaba tener, lo que me ofreció con su casamiento. Nada nos faltaba para ser felices. Yo no podía comprender por qué Antonio no buscaba un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera servido para ese fin, aunque más no fuera una reyerta por cuestiones de trabajo o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con armas, hubiera vedado la entrada de ese amigo a nuestra casa. Antonio no dejaba traslucir ninguno de sus sentimientos, salvo en ese cambio de carácter que yo supe interpretar. Contrariando mi modestia, advertí que los celos que yo podía inspirar enajenaban a un hombre que había sido siempre, a mi juicio, el ejemplo de la normalidad.

Antonio silbó, se quitó la camiseta. Su torso desnudo parecía de bronce. Me estremecí al verlo. Recuerdo que antes de casarme me ruboricé frente a una estatua muy parecida a él. ¿Acaso no lo había visto nunca desnudo? ¡Por qué me asombraba tanto!

Pero el carácter de Antonio sufrió otro cambio que en parte me tranquilizó: de inerte se volvió extremadamente activo, de melancólico se volvió, aparentemente, alegre. Su vida se llenó de misteriosas ocupaciones, de un ir y venir que denotaba interés extremo por la vida. Después de la cena ni siquiera encontrábamos un momento de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o para no hacer nada, o para conversar unos instantes sobre los acontecimientos del día. Los domingos y días de fiesta tampoco eran un pretexto para permitirnos un descanso; yo que soy como un espejo de Antonio, contagiada por su inquietud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando fundas impecables, por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas ocupaciones de mi marido. Un redoblamiento de amor y de solicitud por los pájaros ocupó parte de sus días. Arregló nuevas dependencias de la pajarera; el arbolito seco, que ocupaba el centro, fue reemplazado por otro, más grande y más gracioso, que la embellecía.

Abandonando las flechas dos canarios empezaron a pelear: las plumitas volaron por el cuarto, la cara de Antonio se oscureció de cólera. ¿Sería capaz de matarlos? Cleóbula me había dicho que era cruel. "Tiene cara de llevar un cuchillo en el cinto", había aclarado.

Antonio ya no permitía que yo limpiara la pajarera. En aquellos días él ocupó un cuarto que servía de depósito en los fondos de la casa y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca donde mi hermano solía dormir la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches (sin dormir, lo sospecho, pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas). A veces se encerraba horas enteras en ese cuarto maldito.

Uno por uno los canarios dejaron caer de sus picos las pequeñas flechas, se posaron sobre el respaldo de una silla, modularon un canto suave. Antonio se incorporó y mirando a María Callas, al que siempre había llamado "La reina de la desobediencia", dijo una palabra que no tiene sentido para mí. Los canarios volvieron a revolotear.

A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba de atisbar sus movimientos. Me lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo: de ese modo me atreví a golpear a su puerta. Cuando me abrió, salió volando una bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi herida pero, como si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión, no sé adónde y volvió con una bolsa llena de plantas.

Miré de soslayo mi falda manchada. Las pájaros son tan chiquitos y tan sucios. ¿En qué momento me habían ensuciado? Los observé con odio: me gusta estar limpia aun en la penumbra de un cuarto.

Ruperto, ignorando la mala impresión que causaban sus visitas, venía con la misma frecuencia y con los mismos hábitos. A veces, cuando yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi marido con algún pretexto me hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le desagradaba. Las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas, me desnudaban bajo la sombra del parral, me ordenaban actos inconfesables cuando a la caída de la tarde una brisa fresca acariciaba mis mejillas. Antonio, en cambio, nunca me miraba o fingía no mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula. No haberlo conocido, no haberme casado con él, ni conocido sus caricias, para volver a encontrarlo, a descubrirlo, a entregarme a él, fue durante un tiempo uno de mis deseos más ardientes. ¿Pero quién recupera lo que ya perdió?

Me incorporé, me dolían las piernas. No me gusta estar quieta tanto tiempo. ¡Qué envidia tengo a los pájaros que vuelan! Pero los canarios me dan pena. Parece que sufrieran cuando obedecen.

Antonio no trataba de evitar las visitas de Ruperto: por lo contrario, las fomentaba. Durante los días de carnaval llegó al extremo de invitarlo a quedarse en nuestra casa, una noche en que se demoró hasta muy tarde. Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente. Aquella noche, como la cosa más natural del mundo, volvimos a dormir juntos, mi marido y yo, en la cama de matrimonio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel momento en su antigua normalidad; así lo creí, al menos.

Vislumbré en un rincón, debajo de la mesa de luz, el famoso muñeco. Pensé que podría recogerlo. Como si hubiese hecho un ademán, Antonio me dijo:

-No te muevas.

Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos, en la semana de carnaval, descubrí, para mal de mis pecados, arrumbado sobre el armario de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con grandes ojos azules, de un material blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro, imitando las pupilas. Vestido de gaucho hubiera servido de adorno en nuestro dormitorio. Riendo se lo mostré a Antonio, que me lo quitó de las manos con fastidio.

-Es un recuerdo de infancia -me dijo-. No me gusta que toques mis cosas.

-¿Qué mal hay en tocar un muñeco con el cual jugabas en tu infancia? Conozco niños que juegan con muñecos ¿acaso te da vergüenza? ¿No eres un hombre ya? -le dije.

-No tengo que dar ninguna explicación. Lo mejor será que te calles.

Antonio, malhumorado, colocó el muñeco de nuevo sobre el armario y no me dirigió la palabra durante varios días. Pero volvimos a abrazarnos como en nuestros mejores tiempos.

Pasé la mano por mi frente húmeda. ¿Se me habrían deshecho los rulos? No había ningún espejo en el cuarto, por suerte, pues no hubiera resistido la tentación de mirarme en lugar de mirar los canarios que me parecían tan tontos.

A menudo Antonio se encerraba en el cuarto del fondo y advertí que dejaba abierta la puerta de la pajarera para que entrara por la ventana alguno de los pajaritos. Llevada por la curiosidad, una tarde lo espié, subida sobre una silla, pues la ventana quedaba muy alta (lo que naturalmente no me permitía mirar hacia adentro del cuarto cuando yo pasaba por el patio).

Miraba el torso desnudo de Antonio. ¿Era mi marido o una estatua? Acusaba a Ruperto de loco, pero él era más loco tal vez. ¡Cuánto dinero había gastado en la compra de canarios, en vez de comprarme una máquina de lavar!

Un día pude entrever el muñeco acostado en la cama. Un enjambre de pajaritos lo rodeaba. El cuarto se había transformado en una especie de laboratorio. En un recipiente de barro había un montón de hojas, de tallos, de cortezas oscuras; en otro, unas flechitas hechas con espinas; en otro, un líquido brillante castaño. Me pareció que yo había visto esos objetos en sueños y para salir de mi perplejidad conté la escena a Cleóbula, que me respondió:

-Así son los indios: usan flechas con curare.

No le pregunté lo que quería decir curare. Ni sabía si me lo decía con desdén o con admiración.

-Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio -y al ver mi asombro, interrogó-: ¿No lo sabes?

Sacudí la cabeza con fastidio. Mi marido era mi marido. No había pensado que pudiera pertenecer a otra raza ni a otro mundo que el mío.

-¿Cómo lo sabes? -interrogué con vehemencia.

-¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes? ¿No adviertes lo ladino que es? Mandarín, la misma María Callas, son más francos que él. Esa reserva, esa manera de no contestar cuando se le pregunta algo, ese modo que tiene de tratar a las mujeres, ¿no bastan para demostrarte que es un indio? Mi madre está enterada de todo. Lo sacaron de un campamento cuando tenía cinco años. Tal vez eso fue lo que te gustó en él: ese misterio que lo distingue de los otros hombres.

Antonio traspiraba y el sudor hacía brillar su torso. ¡Tan buen mozo y perdiendo el tiempo! Si me hubiera casado con Juan Leston, el abogado, o con Roberto Cuentas, el tenedor de libros, no hubiera padecido tanto, seguramente. Pero ¿qué mujer sensible se casa por interés? Dicen que hay hombres que amaestran pulgas, ¿de qué sirve?

Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que mi marido era indio para afligirme o hacerme perder la confianza en él; pero al hojear un libro de historia donde había láminas con campamentos de indios, e indios a caballo, con boleadoras, encontré una similitud entre Antonio y esos hombres desnudos, con plumas. Advertí simultáneamente que lo que me había atraído en Antonio era tal vez la diferencia que había entre él y mis hermanos y los amigos de mis hermanos, el color bronceado de la piel, los ojos rasgados y ese aire ladino que Cleóbula mencionaba con perverso deleite.

-¿Y la prueba? -interrogué.

Antonio no me respondió. Fijamente miraba los canarios que volvieron a revolotear. Mandarín se apartó de sus compañeros y permaneció solo en la penumbra modulando un canto parecido al de las calandrias.

Mi soledad comenzó a crecer. A nadie comunicaba mis inquietudes.

Para Semana Santa, por segunda vez, Antonio insistió en que Ruperto se quedara de huésped en nuestra casa. Llovía como suele llover para Semana Santa. Fuimos con Cleóbula a la iglesia para hacer el Viacrucis.

-¿Cómo está el indio? -me preguntó Cleóbula, con insolencia.

-¿Quién?

-El indio, tu marido -me respondió-. En el pueblo todo el mundo lo llama así.

-Me gustan los indios, aunque mi marido no lo fuera, me seguirían gustando -le respondí, tratando de seguir mis oraciones.

Antonio estaba en actitud de oración. ¿Había rezado alguna vez? Para el día de nuestro casamiento mi madre le pidió que comulgara; Antonio no quiso complacerla.

Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se estrechaba. Una suerte de camaradería, de la que yo estaba en cierto modo excluida, los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En aquellos días Antonio hizo gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta su casa, con los canarios. Decían que jugaban al truco por medio de ellos, pues una vez intercambiaron algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de mí? Me fastidió el juego de esos dos hombres grandes y resolví no tomarlos en serio. ¿Tuve que admitir que la amistad es más importante que el amor? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto, en cambio Antonio, injustamente en cierto modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer. Ruperto siguió mirándome. Todo aquel drama ¿sólo había sido una farsa? ¿Añoraba el drama conyugal, ese martirio al que me habían abocado los celos de un marido enloquecido durante tantos días?

Seguíamos amándonos, a pesar de todo.

En un circo Antonio podía ganar dinero con sus pruebas, ¿por qué no? La María Callas inclinó la cabecita para un lado, luego para el otro, y se posó en el respaldo de una silla.

Una mañana como si me anunciara el incendio de la casa, Antonio entró en mi cuarto y me dijo:

-Ruperto está muriendo. Me mandaron llamar. Salgo para verlo.

Esperé a Antonio hasta mediodía, distraída con los quehaceres domésticos. Volvió cuando yo estaba lavándome el pelo.

-Vamos -me dijo-, Ruperto está en el patio. Lo salvé.

-¿Cómo? ¿Fue una broma?

-Ninguna. Lo salvé, con la respiración artificial.

Apresuradamente, sin comprender nada, recogí mi pelo, me vestí, salí al patio. Ruperto, inmóvil, de pie junto a la puerta miraba ya sin ver las baldosas del patio. Antonio le arrimó una silla para que se sentara.

Antonio no me miraba, miraba al techo como conteniendo la respiración. De improviso Mandarín voló junto a Antonio y le clavó una de las flechas en un brazo. Aplaudí: pensé que debía hacerlo para contentar a Antonio. Era sin embargo una prueba absurda. ¡Por qué no utilizaba su ingenio para sanar a Ruperto!

Aquel día fatal Ruperto al sentarse se cubrió la cara con las manos.

¡Cómo había cambiado! Miré su cara inanimada, fría, sus manos oscuras.

¡Cuándo me dejarían sola! Tenía que hacerme los rulos con el pelo mojado. Interrogué a Ruperto disimulando mi fastidio:

-¿Qué ha sucedido?

Un largo silencio que hacía resaltar el canto de los pájaros tembló en el sol. Ruperto respondió por fin:

-Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho; que no podía cerrar mis párpados para proteger mi ojos. Soñé que mis brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena. Mis manos no podían espantar esos picos monstruosos que picoteaban mis pupilas. Dormía sin dormir, como si hubiera ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la oscuridad: sin embargo oí cantar los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. Haciendo un gran esfuerzo llamé a mi hermana, que acudió. Con voz que no era mía, le dije: "Tienes que llamar a Antonio para que me salve". "¿De qué?" interrogó mi hermana. No pude articular otra palabra. Mi hermana salió corriendo, y acompañada de Antonio volvió media hora después. ¡Media hora que me pareció un siglo! Lentamente, a medida que Antonio movía mi brazos recuperé la fuerza pero no la vista.

-Voy a hacerles una confesión -murmuró Antonio, y agregó, lentamente-, pero sin palabras.

Favorita siguió a Mandarín y clavó una flechita en el cuello de Antonio, María Callas sobrevoló un momento sobre su pecho donde le clavó otra flechita. Los ojos de Antonio, fijos en el techo cambiaron, se hubiera dicho, de color. ¿Antonio era un indio? ¿Un indio tiene los ojos azules? De algún modo sus ojos se parecieron a los de Ruperto.

-¿Qué significa todo esto? -musité.

-¿Qué está haciendo? -dijo Ruperto, que no comprendía nada.

Antonio no respondió. Inmóvil como una estatua recibía las flechas de aspecto inofensivo que los canarios le clavaban. Me acerqué a la cama y lo zarandeé.

-Contéstame -le dije-. Contéstame. ¿Qué significa todo esto?

No me respondió. Llorando lo abracé, echándome sobre su cuerpo; olvidando todo pudor lo besé en la boca como sólo podría hacerlo una estrella de cine. Un enjambre de canarios revoloteó sobre mi cabeza.

Aquella mañana Antonio miraba a Ruperto con horror. Ahora yo comprendía que Antonio era doblemente culpable: para que nadie descubriera su crimen, me había dicho y lo había dicho después a todo el mundo:

-Ruperto se ha vuelto loco. Cree que está ciego, pero ve como cualquiera de nosotros.

Como la luz se había alejado de los ojos de Ruperto el amor se alejó de nuestra casa. Se hubiera dicho que aquellas miradas eran indispensables para nuestro amor. Las reuniones en el patio carecían de animación. Antonio cayó en una tenebrosa tristeza. Me explicaba:

-Peor que la muerte es la locura de un amigo. Ruperto ve pero cree que está ciego.

Pensé con despecho, tal vez con celos, que la amistad en la vida de un hombre era más importante que el amor.

Cuando dejé de besar a Antonio y aparté mi cara de la suya, advertí que los canarios estaban a punto de picotear sus ojos. Le tapé la cara con mi cara y con mi cabellera que es espesa como un manto. Ordené a Ruperto que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa oscuridad, esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio. Fue una confesión que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí el dolor que él habría soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar tan ingeniosamente, con esa dosis tan infinitesimal de curare y con esos monstruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes como enfermeros, los ojos de Ruperto, su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos, nunca más.

Silvina Ocampo

viernes, 23 de enero de 2015

En memoria de Paulina


Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.

La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.

Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.

-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.

Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.

-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.

Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.

Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.

Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:

-Paulina está mostrando la casa a Montero.

Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.

Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:

-Es muy tarde. Me voy.

Montero intervino rápidamente:

-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.

-Yo también te acompañaré -respondí.

Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.

Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:

-Has olvidado mi regalo.

Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.

No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.

Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing.

Al verla, exclamé:

-Estás cambiada.

-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.

Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.

-Gracias -contesté.

Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:

-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados

Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.

-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.

Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:

-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.

-¿Quién? -pregunté.

En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.

Paulina contestó con naturalidad:

-Julio Montero.

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:

-¿Van a casarse?

No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.

Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.

Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .

Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.

Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.

Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.

Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:

-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.

Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:

-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.

Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.

-Buscaré un taxímetro -dije.

Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:

-Adiós, querido.

Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.

Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.

Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.

Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.

La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:

-¿Tostado o blanco?

Le contesté, como siempre:

-Blanco.

Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.

Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.

Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.

Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.

La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.

Paulina dijo:

-Me voy. Julio me espera.

Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.

Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.

Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.

No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)

Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.

Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.

No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.

Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.

¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?

Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.

Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.

La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.

Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".

Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.

No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.

Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.

Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.

Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.

No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.

Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.

Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.

-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.

Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.

-Montero está preso -contestó.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:

-¿Cómo? ¿Lo ignoras?

Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.

Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.

En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:

-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?

Morgan se acordaba. Continué:

-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?

-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.

Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:

-¿Sabe que murió la señorita Paulina?

-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.

El hombre me miró inquisitivamente.

-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?

Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.

Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.

Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.

Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.

La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.

Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.

No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.

Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

Adolfo Bioy Casares