jueves, 27 de enero de 2011

Los ritos

Los ritos

Lo que abyectamente me hacía falta era sol, mosquitos, remar hasta quedar echado, olvidarme, por medio del embrutecimiento físico, de dos o tres ideas grandiosas que en los últimos tiempos venían acosándome: el suicidio, entre ellas. Empeñé, por lo tanto, la máquina de escribir, le dije a la señora Magdalena que necesitaba unos pesos, miré tu retrato, Virginia -tu retrato a lápiz hecho por mí una tarde de canteros andaluces y otoño, en el Rosedal-, murmuré entre dientes y no sin ternura que todas las mujeres son una manga de hijas de puta, y, considerando mejor el empeño de la máquina, vendí por lo que me dieron las figulinas japonesas y las terracotas, tus tortugas de caparazón de nuez y hasta el abominable bonzo de arcilla que me obligaste a comprarte en Montevideo, tiré a la basura lo invendible, desempeñé la Remington, tapié de libros como lápidas la repisa y me tomé un tren para San Pedro.Tres horas más tarde, los naranjales dorados y el peculiar olor a podrido de la refinería que han hecho a la entrada del pueblo me hicieron olvidar los muñequitos. Venía pensando en ellos, en tu costumbre de ordenarlos a tu modo: un caballo de mar junto a la geisha; la tortuga de caparazón de nuez fingiéndole -jurándole, decías vos- amor eterno al samurai de la enorme maza; una miniatura de Balí, tallada a mano, dejándose cortejar por cualquier kokeshi de cincuenta pesos, todos en el más heterodoxo desorden, sin el menor respeto por las leyes de la perspectiva, las jerarquías, la unidad de estilo o la Lógica, pero amándose. Me acuerdo de la primera noche en que, al darme vuelta en la cama, no te encontré a mi lado. Estabas ahí, de pie junto a la biblioteca, cubierta a medias con una camisa mía y con un gesto de preocupación tan grande que solté la risa. Me miraste con seriedad y dijiste:
-Vos no sabés querer. ¿Nunca te lo dijeron?
-Mirá, no. Y menos a esta hora, y menos una mocosa después de una primera noche de alto vuelo como ésta -respuesta que, en vez de cínica o inteligente, me salió más bien tirando a puerca. Pensé, con estupidez, que ibas a llorar. Entonces te reíste.
-Yo te los arreglo dijiste. Y ésa fue la primera que ordenaste, a tu modo cachivachero, los muñequitos de la repisa.
Después, durante tres años, cada vez que venías a mi departamento te ocupabas, a tu manera, de reordenarme el mundo.Y esto lo recordaba no ya en el tren, sino, unos días más tarde, en la vieja casa de San Pedro, de espaldas en la cama y mirando el techo mientras trataba de averiguar, Virginia, por qué una muchacha como vos, es decir con tus ojos, con tus maneras de bachillerato nocturno, se tiene que meter en la vida de un sujeto como yo, en vez de casarse, como corresponde, con un buen empleado de Correos o un cuentacorrentista y parir unos cuantos hijos, y criarlos. Porque, a decir verdad, los sentimientos son una cuestión de perspectiva. Tumbado al sol en el Club Náutico de San Pedro, o mirando un techo que aún repite antiguas rajaduras de infancia, la única mujer que tiene sentido es la que se tuesta al sol con uno o nos enciende el cigarrillo, en la cama.
-En qué pensás -oí, al sol.
-En vos -dije-.
Originalísimo -oí. Adela era inteligente. Y las mujeres inteligentes que se tuestan al sol con uno son la sal de la tierra. Nos conocíamos desde la adolescencia; leales amigos que cada dos o tres años no desdeñan dormir juntos, en vacaciones, y pueden jurar durante ese mes que, en realidad, el otro siempre ha sido el gran, el único amor de su vida.
-Cierto -dije-. No pensaba en vos, sino en María Fernanda, la mujer del bioquímico- y pensaba, Virginia, que lo peor de todo era haberse acostumbrado finalmente a verte llegar a mi departamento con un caracol recogido en cualquier plaza o una figulina de teja envuelta en un papel de seda, o a encontrarte sentada tranquilamente en el umbral de la puerta de calle y hasta en el cordón de la vereda, sin preocuparme a mí de dónde venías o adónde ibas cuando no estabas, porque lo fundamental era que no metieras ruido ni molestaras mucho; verte aparecer, simplemente, al rato de habernos separado o un mes después, trayendo una hoja de árbol que a vos te parecía la cúspide de lo bello, y que era una hoja de amaranto seco o de paraíso-.
No hago más que pensar en eso desde que vine -le dije a Adela-, en que me gustaría saber cómo hizo el bioquímico, con esa cara, para casarse con una mujer como María Fernanda.
María Fernanda era la mujer de un bioquímico, el que, en efecto, tenía una más que regular cara de idiota. Ella era altísima, de manos góticas, le encantaban (supe esa noche) los intelectuales rebeldes, de izquierda, tenía un vago aspecto de orquídea o de planta carnívora, pero había en ella cierta claridad que me daba ánimos; y ahora estaba tomando sol justamente detrás de nosotros.
-Callate que te va a oír -dijo Adela-. Está tirada justamente detrás de nosotros.
-Ya lo sé -dije yo-. Si lo que quiero, justamente, es que me oiga.
Motivo por el cual esa misma noche, en el baile del Club Náutico, Adela bailaba con el marido bioquímico, y yo, en una mesa junto a los ventanales que dan al Paraná, me encontré contándole a María Fernanda, sin razón alguna y como en un arrebato el delirio, la historia de las figulinas de mi repisa. Antes, naturalmente, hablamos de la condición humana en general, de astrología, de música concreta y de una teoría que inventé allí mismo acerca de mi concepción de Lo Poético. Yo quería escribir libros asquerosos. Ya que el martillero público y la señora del escribano y el bioquímico, es decir el Burgués, son mi desocupado lector, había que enchastrarlos todos. Que al abrir la caja de Pandora, en vez de la Esperanza, les quede para lo último una cagada de vaca. Y María Fernanda me observaba con divertida curiosidad y, al ritmo de la música, yo me volvía más pantanesco y cloacal. Ella se reía y adoraba, en mí, a los intelectuales de izquierda. "Sobre todo", dijo, "si somáticamente parecen de derecha."
-Linda frase -dije yo-. El día menos pensado la perpetúo -me reí, con disgusto; ella había agregado:
-Y sobre todo si, como vos, no se diferencian en nada de nosotros. Dame whisky.
-¿Nosotros? ¿Qué ustedes?
-Los malos. -Me miraba, alegremente. Tenía ojos estriados, como ranuras, y un gesto que la hacía parecer diez años más joven.
-Mirá que sos farsante. Y petiso. ¿Sos comunista?
-Soy loco. Una especie de terrorista cristiano, de masón de izquierda. En realidad, soy un suicida revolucionario. Mi madre me abandonó a los ocho años y eso, ideológicamente, me quebró. A los diez, leí a Lenin, a Salgari, Gargantúa y Pantagruel y al conde Kropotkin. Tomé la Comunión. Pasaron los años y escuché la Sinfonía de los Juguetes: esa noche pensé matarme. A la mañana siguiente conocí a una muchacha; la única mujer que amé, antes de conocerte. Ella dejó de venir a mi departamento hace seis meses. Jamás le pregunté dónde vivía, y ahora ya no voy a volver a encontrarla nunca. Seguramente se casó, e hizo bien; tenía el tipo físico justo para engordar con el tiempo y colgar pañales en la cocina: siempre me la imaginé con olor a caca de nene y a leche cuajada. Era, propiamente, la que describió Baudelaire cuando dijo aquello de que, para nosotros, sólo dos tipos de mujeres. O las adolescentes o las cocineras. Mi verdulerita unía, diabólicamente, ambos estilos. En mi vida la pude hacer pronunciar la palabra Weltanschauung, ni creo que la tuviera. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Suicida, eso es lo que soy; pero con conciencia histórica. Y no tan petiso. En cuanto a ser o no un farsante, tate tate folloncicos, dijo Quijano. Nunca te arriesgues a juzgar los procesos históricos a la luz de mi tristeza infinita, porque fuera de que estoy desesperado, y eso, en un poeta, justifica cualquier tipo de desviaciones, puede ocurrirte que el día de la revolución niegue haberme acostado nunca con vos, y farewell. Que te maten sin asco.
-Bueno -dijo María Fernanda-, salvo que en realidad nunca te acostaste conmigo, tu programa parece espantoso, ¿no?
-Las mujeres -dije- siempre reparan en lo accesorio -y pensé, Virginia, en vos: cubierta con mi camisa y oficiando el ritual de las figulinas, o reprochándome una noche que no hubiese notado, en todo el día, qué fecha era hoy o qué nuevo adefesio habías agregado a las parejas de la repisa; algún pollo anaranjado, de esos de peluche teñido con anilina, alguna jirafa de vidrio-. Son naturalistas. Yo te invento, nada menos, una historia de amor revolucionaria; vos muriendo fusilada ante mis ojos glaciales, y el pueblo, en armas, cantando La Internacional. Y me salís con que todavía no nos hemos ido a la cama.
Y empezaba, lentamente, a divertirme.
-¿Todavía? Fijate que no sé si lo que me gusta en vos es tu caradurismo o que no seas ni la mitad de audaz de lo que te imaginás. Y portate bien que ahí vienen Adela y mi esposo.
Adela y el bioquímico llegaron a nuestra mesa. ¿Ya está?, me preguntó Adela al oído, al mismo tiempo que con misteriosa simultaneidad conseguía decir: "Tu marido baila divinamente", encendía un cigarrillo y se miraba en su espejito de mano. Yo dije que no; recién iba por el whisky de la revolución social, dije. María Fernanda le comentó a Adela mi Poética. Ah sí, dijo Adela riendo: él tiene un sentido más bien fétido de la belleza. Yo admití que era verdad. Mi anhelo, en cierto modo, era escribir grandes libros de mierda. El bioquímico, algo asombrado por el giro que estaba tomando nuestra conversación, hizo el gesto astuto de quien todo lo entiende, vamos, en boca de la juventud, y con bioquímico buen humor, liberal farmacéutico diplomado seductor de Adela y amigo mío, me preguntó cómo era eso de que yo, siendo comunista, tomara whisky.
-La alienación -dije-. Cómo hago para verte a solas -agregué en voz baja, al oído de María Fernanda-. Aparte de que soy coherente, doctor. Me he prometido consumir cigarrillos importados y whisky escocés, hasta fumarme y tomarme todo el imperialismo -frase que en modo alguno era mía, pero que siempre da excelentes resultados con un bioquímico.
Ellos rieron. Yo era simpático.
-Mañana -dijo María Fernanda.
-¿Bailamos? -dijo Adela.
-Permiso -dijo el bioquímico, poniéndose de pie con Adela y dirigiéndonos una rápida mirada de disculpa, algo delictiva, a su mujer y a mí. Yo, con estúpido gesto de intelectual marxista, o paralítico, que reconoce la superioridad física del ágil y mundano bioquímico que se nos lleva la mujer ante nuestros propios ojos, murmuré a María Fernanda:
-Tiene pelos, en las orejas.
-Qué -dijo María Fernanda.
-Que tu marido tiene orejas con pelos, ¿no te fijaste?
-¿Sí? -dijo ella con naturalidad. Me agredió, tan imperturbable. No me gustan las mujeres más inteligentes que yo.
-Qué te pasa -dijo ella, al rato.
-Que todo esto es frívolo, e hipócrita. Que desde mi llegada a San Pedro estoy buscando una oportunidad de estar a solas con vos, de hablar. Y, cuando la tengo, la banalizo y la empequeñezco, y me hago el Casanova; el terrible. Oíme, María Fernanda. E inicié el gesto vehemente de rodear con mi mano la suya, que sostenía el vaso a la altura de su boca, y con rapidez cerré la mano y apoyé el puño sobre la mesa, tímido, o torturado, o como a ella le gustara más. Oíme. Necesito realmente verte. Estar con vos, lejos de este ruido de miércoles, y sin Adela ni tu marido ni estos idiotas -levanté la voz e hice un ademán amplio que abarcaba todo el club, o todo el país, y noté, en sus ojos, que yo estaba bastante impresionante-, estos idiotas, que lo único que pueden imaginar de esto, de nosotros, es que quiero acostarme con vos.
María Fernanda me miraba, algo maravillada. Y ahora estaba de verdad hermosa y había adquirido, toda la mujer, esa cualidad de transparencia que consigné antes. Repitió:
-Mañana, ya te lo dije-
-¿Cuándo me lo dijiste?
-Hace un momento, cuando me lo preguntaste. Qué te pasa, ahora.
-Nada. -dije-. No me pasa nada. Me pasa que no soy "ustedes", si te parece bien. Que yo no puedo atender, simultáneamente, mil cosas a la vez; al menos, cuando hay una que me importa.Volvió a mirarme, a los ojos; con mucha seriedad ahora: tu gesto, Virginia, junto a la repisa.
-Decime, ¿estás seguro de no ser muy mal bicho?
-Me lo tengo merecido -dije con frialdad, mientras me ponía de pie-. Por imbécil.Y ahí nomás di media vuelta, saliendo entre las parejas en dirección a la puerta. Era bastante arriesgado, lo admito. Pero el hecho es que cuando oí mi nombre, detrás, pronunciado por María Fernanda en un tono nada contenido, tampoco me detuve. Ella me alcanzó a tomar del brazo justo en el límite del salón. Nos miraban; a ella no pareció importarle. Sólo hizo un mecánico gesto de estar caminando naturalmente tomada de mi brazo. Me dijo:
-No entiendo nada. Pero no me hagas hacer, si no hace falta, cosas como ésta. Salimos. La besé en la arboleda que da al camino. Volvimos a entrar antes de que terminara la pieza. Entonces fue cuando le conté, de algún modo, lo de los muñequitos. La historia, Virginia, contada entonces, era bellamente más triste. Y yo no estoy seguro de que, esencialmente, no fuese también más verdadera. Hasta yo me conmoví, haciéndote llegar sabe Dios de dónde con tus hipocampos disecados, que a lo mejor fue sólo uno, y tus cambalacheras figulinas de teja pintada, y tu disparate. De pronto te parecías bastante a María Fernanda, y no tuve más remedio que agregarte unos años, y también unos centímetros. El pelo coincidió solo. Y yo llegué de noche a mi departamento después de acciones repulsivas, de camas infames y cópulas con intelectuales corrompidas, borracho y semiloco de miedo a morirme sin haber vuelto a leer Sandokán y puteando a Dios y al género humano por puercos, y feos, y decepcionantes, pensando que todo lo que nace debiera ser inmortal, o no haber nacido, abjurando, como quien comete adulterio, de una inmortalidad que dura apenas lo que dura el mundo y ni un solo día más allá del juicio final o de la guerra atómica, llorando de risa por mí y por todos los cretinos hijos de perra que llaman belleza a lo que no es sino un estado, un minuto grotesco de un proceso de descomposición, haciéndome pis, en la figura del árbol de la puerta de mi casa, sobre la cabeza de todos los que escriben libros y pintan cuadros y componen sinfonías, y aman a una mujer, y suben las escaleras hacia su departamento dispuestos por una vez a acabar dignamente este asunto. Basta de papelerío. Al fuego con todo y uno por la ventana al medio del patio del vecino. Y sin embargo, no. Porque yo encendía la luz de mi pieza, Virginia, y ahora que lo escribo ya no sé si esto lo inventé o fue cierto, y te encontraba a vos; en cualquier parte. Sentada en cuclillas una noche, debajo de la mesa: recibiéndome sorpresivamente con un ladrido que por poco me hace saltar realmente por la ventana, o escribiéndome una carta, acostada boca abajo en la cama. Una de aquellas cartas que luego nunca se atrevía a mostrarme, por su letra infantil y sus electrizantes faltas de ortografía. Y yo, en la historia, me reía entonces. Y uno, mientras está vivo y ama y tiene ideas, es inmortal, qué joder. Y mientras corre a una muchacha por la pieza para quitarle una carta ,y ladra, o muge, y le recita el monólogo de Hamlet envuelto en una sábana o cantan juntos la Marcha de San Lorenzo hasta que viene la señora Magdalena a preguntar si uno se ha vuelto loco, uno es Dios. No importa que esto no haya ocurrido nunca. Lo que importaba era contarlo; sentir, debajo de las palabras, que un día te hartaste de mis silencios, de mis libros, de mi máquina de escribir metida en las orejas y hasta metafóricamente en la vagina. Y así como vino, se fue. No dije lo que yo acababa de hacer con las terracotas de la repisa, ni cómo tiré a la basura las porquerías invendibles; dije que un día, antes de que te fueras, y no después, había terminado por hacerte una canallada. Innecesaria, imperdonable. "Porque sí, María Fernanda", dije. "Porque hay dos tipos mal nacidos al estado puro; nadie sabe por qué."Y María Fernanda dijo: Vos sos bueno, en el fondo.
-Te felicito -murmuró Adela, al llegar a nuestra mesa. María Fernanda, con la excusa de ir a arreglarse la pintura, se había puesto de pie. El bioquímico era feliz.
-¿Te fijaste? -le dije a Adela-. Él tiene pelos, en las orejas.Y más tarde, habiéndome Adela enjabonado la espalda en la bañadera de casa, y yo a ella, estuvimos a punto de morir ahogados ahí mismo al evocar la capilaridad orejal del bioquímico. Y yo canté la Marcha de San Lorenzo, y recité desnudo el monólogo de Hamlet, y me enteré en la bañadera de que el bioquímico viajaba a Buenos Aires todas las semanas, y cerca del amanecer, antes de dormirme, le hice jurar a Adela que no me iba a olvidar nunca en su vida, y Adela, llorando, se abrazó a mí. Y así, abrazados, nos quedamos dormidos. A las cuatro o a las cinco de la tarde, cuando me desperté, ya nos amábamos menos y yo estaba algo sediento. Adela me preguntó si quería que ella me alcanzara en el coche hasta la casa de María Fernanda; yo acepté, no sin antes pedirle que me pelara una naranja. A partir de allí, y durante el mes que duró mi estada en San Pedro, los días, anecdóticamente hablando, no ofrecieron mayores alternativas. Que al principio me olvidé de las figulinas y me tosté, bien tostado, hasta no aguantar las sábanas, de ambas cosas podría dar testimonio, si hablara, la cama colonial de María Fernanda. Lo que pasó en ella, y en la cucheta del María Fernanda II -designación que aludía a la diminuta descendiente del bioquímico, de tres años, ojos idénticos a la madre-, y en un rancho de la isla, y en el mirador del Náutico Viejo, yo no soy quién para contarlo. Los minuciosos volúmenes que, a propósito de esta sagrada y ritual alegría de los cuerpos, llenan las bibliotecas del mundo; las originales acrobacias que nuestros novelistas obligan a realizar a sus héroes cuando sencillamente canta en la sangre la limpia y pura y mozartiana alegría de un hombre y una mujer latiendo desnudos al ritmo del corazón del universo; los barrenamientos de caballeriza que estos bárbaros consignan con el nombre de cópula me impiden a mí contaminar de literatura mi relación con María Fernanda. Eso era la vida misma, y la vida, en su tensión más alta, no tiene nada que ver con la palabra. Y en esto se parece a la muerte. Y ciertas mujeres, en la cama, sólo admiten el sagrado silencio o la metáfora. Y la única metáfora que ahora se me ocurre es que imaginarse a un elefante entrando en una exposición de cristales de Murano es una figura menos catastrófica que pensar al bioquímico echado, con ruidoso jadeo, sobre la cama colonial de María Fernanda. Me consuela pensar que, por patadas que dé el elefante a las vitrinas, comprenderá tanto el espíritu del cristal como el bioquímico gozará a María Fernanda, así lleve quince años embistiéndola por el bajo vientre. También llovió, esos días. Hubo una carrera de Ford T, pintarrajeados para el caso, en la carretera que va del club al balneario. La crecida del Paraná dejó a cincuenta familias de la isla sin casa, y la tormenta arrancó los embalses hasta Santa Fe. Yo oía las noticias acostado, generalmente. Y si me enteré de que los hidrómetros del observatorio llegaron a marcar seis metros de Paraná sobre el nivel normal. Casi me ahogué, con whisky, y de la alegría, cuando leí en el diario que los Mig soviéticos iban por fin a entrar en acción en Vietnam. La felicidad me duró poco, porque, una tarde, María Fernanda se puso lamentable y, en una especie de ataque de locura, amenazó con abandonar para siempre al bioquímico y a la hija y a venirse conmigo a Buenos Aires.
-Llevame con vos -dijo. Ella me serviría café mientras yo redactaba grandes obras: comeríamos lo que hubiera. Esa noche dormí con Adela. Cosa que por otra parte me veía obligado a hacer los fines de semana, pues el bioquímico regresaba de la Capital y había que tender la cama. E inventé un cóctel. Y fui a cazar patos salvajes al Tabaquero. Y volvió a salir el sol y volvió a llover, en cualquier orden. Y a veces hubo descuidos. Grietas peligrosísimas, Virginia, por los que repentinamente, en mitad de un tango o de un informativo sobre los varios miles de muertos del terremoto de Chile, país hermano, o a través de un gesto de Adela o de María Fernanda, o incluso en el mismo cenit de la telaraña cósmica de la Gran Fuga de Bach (justa y absurdamente e incompresiblemente allí) aparecía un pie de muchacha, adolescente y descalzo, o una ramita con forma de bailarina por la que hace años debí treparme a un árbol en el Parque Lezama, y casi me desnuqué, o se oía un horripilante ladrido capaz de matarlo a uno. O de arrancarlo a carcajadas de la muerte. Motivo por el cual yo pedía permiso, en San Pedro, e iba, con regularidad asombrosa, a la letrina. Los diarios anunciaban que había llegado a nuestro planeta la luz de una estrella que se encendió hace un millón de años, o Adela me hacía señas de que tenía la bragueta desprendida. Éramos instantáneamente eternos en un eternamente momentáneo universo con estrellas detectadas, por el telescopio de mi bragueta, milenios después de haber estallado y, quizá, de haber muerto. Y hubo tardes nubladas. Y una de ellas, al pasar frente a la Biblioteca Rafael Obligado, rumbo al Club Náutico, corrí el serio peligro de una Caída prematura. Intoxicación que en esa etapa de mi convalecencia podía resultarme fatal: porque de pronto entré y me sorprendí a mí mismo, con el pantalón de baño colgado del cuello, tomando apuntes grandiosos del Fausto, de Goethe, tomándolos con ferocidad, pensando bajo las letras escritas algo así como yo te voy a dar, ¡oh Yegua!, ya vas a ver a los nietos de los hijos que te haga el cuentacorrentista robando con veneración mis libros de las bibliotecas y muriéndose de risa de esa vieja loca sin dientes que farfulla moviendo la cabeza que ella lo conoció a él, sí, cuando era desconocido y joven, y tan triste, guau, y los niños retorciéndose de risa cantando con pura crueldad de niños hu, hu, hu, qué vas a conocerlo abuelita guau, tan bruta y analfabeta como fuiste siempre, abuela farandulera, Carlota en Weimar. Menos mal que en eso oí una frenada y la bocina del coche de María Fernanda, y la vi a María Fernanda tal como era en el siglo XX y en un pequeño pueblo turístico de provincia, llamado en ese entonces San Pedro, y salí a la calle, y María Fernanda juntó sus dedos medievales agitándolos en el extremo de su transitorio y corruptible brazo, pigmentado ahora por el sol, y dijo qué hacías ahí metido, con este día. Yo noté que el cielo, repentinamente, se había limpiado. Nada, respondí: estaba a punto de perder mi alma. Y subí al auto. Y bajé. Y nadé. Y remé. Y fui crucificado, muerto y sepultado en la pelvis de María Fernanda. Y descendí a los infiernos y resucité la tercer día, acostado a la diestra de no sé quién, porque Dios Padre no era, y Adela tampoco, ni podía ser María Fernanda pues estábamos en Semana Santa y el bioquímico, aunque respetó la abstinencia de la carne, pasó la Pascua en su casa. En fin: que a partir del momento en que Adela me peló una naranja, hasta la madrugada particularmente curativa, y de alta repulsión, que determinó mi regreso a Buenos Aires, sólo acontecieron, como ya lo he dicho, las alternativas no anecdóticas; las que hacen del mundo real un simultáneo y algo contradictorio pandemónium de terremotos en Chile, braguetas, funciones gastrointestinales, estrellas milenarias, la práctica del remo, metabolismos y metafísica; apelmazamiento difícilmente reinventable de estas páginas. Suponiendo que yo -aunque esté quizá demorando adrede esta historia, este otro rito oficiado fríamente a máquina, tomando mate de espaldas a la repisa bien tapiada de libros no tuyos, incompatibles con tus peluches y tus morondangas y tus ritos, libros anchos, sacrificiales, como lápidas-, suponiendo que yo tuviera ganas de reinventar el mundo real. Y menos si incluye a la hermosa gente. Tres mil millones de seres celebrando cada día, por turno o simultáneamente (puede darse el caso), idéntica ceremonia en inodoros, excusados, pequeñas escupideras, sencillos agujeros o pasto, son una buena imagen del culto que le rinde a su Creador esta cretina y flexible especie. Y bien. El 11 de abril, víspera de mi regreso, el horóscopo me aseguró que el tránsito de Venus por Aries estaba en su apogeo. Leí también que el pulpo del acuario de Berlín, con gran criterio, venía devorando hace un tiempo sus propios tentáculos, con el objeto aparente de suicidarse. Ya llevaba comidos cuatro. Esa noche, en casa de María Fernanda, yo exalté la autofagia. Uno se volvía ibseniano, le expliqué; te imaginás, se transforma en uno mismo. Sin contar que lo único que no podés comerte es tu propia cabeza. Y ella, mordiéndome en diversas partes, llegó hasta mi nuca y allí murmuró que de eso se encargaba ella. Después me preguntó si no había leído una noticia muy linda referida a un congreso científico, en Washington, donde se discutió el comportamiento sexual de la cucaracha. Yo terminé de desvestirla.
-No seas ególatra -le dije-. Me hacés acordar a esas chicas que te preguntan si no has visto tal película porque ellas se parecen a la actriz.
-Cállese, adulador -dijo ella-. Se lo habrá dicho a tantas.Y así hablamos y jugamos y reímos y mordimos y cucaracheamos, hasta que yo sentí una especie de hachazo en el medio del pecho, o del alma, y me tapé las cara con las manos en la oscuridad y me encontré diciéndole que la quería.
Ella encendió la luz. Yo abrí los ojos.
-Lo que me emocionaría mucho -dijo ella, rígida-. Si no fuera que acabás de llamarme Virginia. Por segunda vez.
Busqué un cigarrillo. Lo encendí.
-Bueno, no es la única mujer con la que me pasa. No era el mejor camino; pero, de cualquier manera, ya no tenía arreglo.
-Perdoná, no fue eso lo que pensé decir.
El resto es previsible Con idiotez, traté de abrazarla; ella se apartó. Yo me enfurecí, con ella y sobre todo conmigo, y me puse a fumar y a mirar el techo. De modo que por segunda vez; la primera, entonces, María Fernanda había estado bastante generosa. La miré de reojo. Ella, a mi lado, fumaba en silencio y miraba el techo. Lástima, claro, que siempre se las ingenian para que uno lo note. Y a los veinte minutos, aquel fumar y aquel callar y aquel rozarnos era tal porquería, y tan monótono, que lo mejor fue abrir las alcantarillas y tirarse de cabeza. Incoherente, comencé:
-Por lo demás, si supieras -y María Fernanda, su voz apagada, me interrumpió:
-Ya lo sé -dijo. Me senté violentamente en la cama.
-Si supieras lo que significó para mí, carajo, no adoptarías ese aire de Blanca Nieves ofendida. Ella no levantó la voz, ni me miró.
-Ya lo sé. Uy, si lo sé. Ella era silvestre y acomodaba ritualmente tus figulinas, con gran sentido erótico. Caballito con geisha; kokeshi con Santa Bibiana de Bernini. Y ahora preguntame si estoy celosa, así yo puedo contestarte que no seas idiota. Y tortuga macho con máscara javanesa. Me lo contaste diez veces, y hace veinte días que nos conocemos. Y la pequeña Virginia llegaba a tu departamento como Alicia al País de las Maravillas, y se quedaba, en camisa, palmoteando con manos regordetas con hoyuelos ante la vitrina donde... La repisa -dije secamente-. Se trataba de un pedazo de biblioteca. Seguí.
Yo estaba sentado en la cama. María Fernanda hablaba con voz controlada, tenue: un arroyo impersonal y transparente, fluyendo.
-O repisa, o jaula de canario, porque para la Sirenita, puesto que eran tuyas, esas cosas se le figuraban escaparates con arabescos de André-Charles Boule, propiedad del rey sol. Y luego de palmotear o de llegar misteriosamente de nunca supimos qué sitio, o de esperarnos en el cordón de la vereda con sus excitables hipocampos y sus marfilinas, iba y ponía geisha con pollito, bambi con la Victoria de Samotracia original, hoja de árbol del Paraíso con Palacio del generalife.
-Delfín -murmuré yo, y ella se interrumpió-. Que los muebles tallados por Boule, no fueron para el padre, sino para el hijo: para el Delfín. Y ahora, María Fernanda, sería muy lindo si nos calláramos.Yo seguía sentado en la cama; ella, sin mirarme.
-Pero, por qué -dijo María Fernanda-. Si en el fondo nos encanta; si no hay nada tan ajeno a todo lo que odiamos, a nuestro falso orgullo, a nuestra frivolidad, como la muchacha silvestre de las figulinas. Que lo dio todo... podía darlo todo, sabés. Sin pedir nada a cambio. Que era capaz de vestirse sólo con nuestra camisa, y servirte café hasta que la mates. Y comer, realmente, lo que hubiera, imbécil. Y caballito con geisha y tortuga con peluche. Y vos, y yo. Y algún día iba a abrir una gran valija llena de piedras de colores de cuando era chica, y hojas otoñales, e iba a decirte: vine, viste. Y se iba a quedar.
-Callate -murmuré.
-Y vos, por fin, ibas a ser feliz. Y puro.
Le di un bofetón real, impremeditado. Con toda mi alma. Le dije:
-Ya no tenés edad para jugar a estas cosas. Me dijo:
-Te agradecería infinitamente que te fueras de mi casa.
Fue bastante bueno, lo confieso. Vestirme, en esas circunstancias, resultó una de las operaciones más abyectas, ridículas e intolerables que me he visto obligado a realizar en mi vida. A la mañana siguiente me fui de San Pedro.

Abelardo Castillo

viernes, 14 de enero de 2011

La calle Victoria


La vieja, o tal vez habría que decir la anciana, tenía un aspecto digno y algo mamarracho, sombrerito tipo budinera, florcitas en el sombrero, y voz de abuela a quien se le perdió el tejido. Con esa voz le preguntó a Villari por la calle Victoria. En realidad, dice que pensó Villari, no era una vieja ni mucho menos una anciana; era una viejita.
-Perdón -dijo ausente Villari-. La calle qué.
Desde que había salido de su departamento del Once, Villari andaba distraído, aunque ésa tampoco era la palabra; lo que tenía esa noche era un humor de perros. Era carnaval. Había en Buenos Aires una de esas neblinas nocturnas que parecen estar hechas de espuma de jabón y monóxido de carbono. Un rato antes había estado mirando en la plaza el mausoleo horrendo de Rivadavia y había sentido que Buenos Aires es una ciudad imposible. Me describió a unas lamentables mascaritas que se arrastraban por la recova. Me dijo que pensó en Ezequiel Martínez Estrada. Villari no tenía ningún pudor en confesar que miraba la realidad a través de sus lecturas. Cómo puede ser, me dijo, cómo puede ser que el Viejo haya escrito esa estupidez espantosa sobre el mausoleo. Yo reconocí que ignoraba ese texto erróneo y me resigné a que me lo recitara; demasiadas veces había comprobado que la memoria de Villari es prodigiosa y textual.
La conversación derivó entonces hacia cauces más normales, lo que también es una manera de decir, ya que difícilmente se le puede llamar normal a lo que vino después.
-Victoria -repitió la abuela-. La calle Victoria.
-Como sabrás -me dijo Villari-, la calle Victoria no existe. Se llamaba Victoria, o de la Victoria, creo que a causa de las Invasiones Inglesas. Hoy se llama Hipólito Yrigoyen. Debe hacer cien años que se llama así.
Yo le dije que en efecto lo sabía, pero no le aclaré que su idea del pasado remoto no coincide con mi experiencia.
Villari me tutea pero tiene veinticinco años menos que yo. Yo nací en la década del treinta. Guardo un vago recuerdo de que, en mi infancia, había un cinematógrafo al que me llevaba mi tía, y que ese lugar inolvidable y casi sagrado quedaba precisamente en una calle arbolada que todavía se llamaba Victoria. No sería nada raro que en esa salita yo haya visto Ciudad de conquista o Gunga-Din. Claro que la generación de Villari es muy posterior a estas perfecciones de la melancolía. Ellos nacieron con el tecnicolor y la pantalla panorámica, y cuando terminaron de crecer ya ni siquiera quedaban salas de cine en los barrios de Buenos Aires. Cuando tengan mi edad apenas si va a existir lo que yo llamo Buenos Aires.
-Y cuál era el problema, Villari -le pregunté-. Probablemente la viejita era centenaria y un poco arteriosclerótica. Los viejos recuerdan el pasado pero suelen olvidar si comieron hace diez minutos. O a lo mejor era una disfrazada y te estaba tomando el pelo.
-No era ninguna disfrazada -dijo con repentina seriedad Villari-. Tampoco me estaba tomando el pelo.
En resumen, que Villari tenía una historia para mí. Me gustan mucho las historias de este muchacho. Nunca pasa nada en ellas pero las cuenta con detalles realistas y sus acotaciones son bastante buenas. Ha leído en inglés a los escritores norteamericanos y trabaja en un diario. Eso fomenta, me parece a mí, su tendencia a suponer que cualquier cosa es interesante por el mero hecho de que haya sucedido.
De modo que lo invité a tomar un café en Las Violetas y le dije que me contara.
La historia no era una típica historia de Villari, y esto, creo, era lo que lo desconcertaba a él mismo mientras la refería. Era una historia rara, imprecisa, que abundaba en vaguedades y rodeos. Volvió a insistir con las máscaras, con la neblina. Tenía, me dijo y se corrigió, había tenido durante toda la noche, desde el instante mismo en que salió de su departamento, la sensación de estar en otra parte. Por supuesto, sí, ahí se veían los quioscos del Once, las putas de quince años con sus cafishios de veinte -Villari no tiene una idea piadosa de la realidad, debo escribirlo-, ahí estaban los salones bailables de la recova, con sus chaqueños y sus coreanos y sus paraguayos, pero era como si estuvieran allí por compromiso, y eran muchos menos que de costumbre, se veían borrosos a causa de la neblina, como superpuestos a las mascaritas. El carnaval en Buenos Aires es una cosa horrible, de acuerdo, pero un carnaval con dominós, en la década del noventa, es para desorientar a cualquiera.
-¿Dominós?
-Y colombinas -dijo Villari-. Dominós y colombinas y hasta pierrots.
Ellos habían caminado una cuadra por Rivadavia, hasta Alberti, y doblaron hacia la derecha. En la esquina de Hipólito Yrigoyen Villari le dijo a la abuela que ahí tenía su calle. Ella lo miró con desconfianza, o tal vez con un vago temor, y le dijo que no le parecía que ésa fuera la calle Victoria. Él iba a contestarle que en realidad no lo era, que en realidad esa calle se llamaba Yrigoyen, pero, según me confesó, sintió dos cosas. Un poco de lástima y, al mismo tiempo, algo que se parecía bastante al desconcierto de la vieja. Le preguntó a qué altura iba y ella se lo dijo. Eso era dos o tres cuadras hacia el Sur, me informó Villari, y yo me sorprendí de la referencia astronómica. El Sur. Villari no había dicho dos o tres cuadras hacia Congreso o hacia el centro, sino hacia el Sur, como si las palabras de su narración fueran derivando hacia el anacronismo, hacia un Buenos Aires más antiguo, que era precisamente lo que él había sentido mientras caminaron esas dos o tres cuadras, aunque la palabra sentir, decía Villari, incapaz de sobreponerse a las precisiones literarias, fuera un poco excesiva. Porque no se trataba siquiera de un sentimiento, era una sensación, como la de estar deslizándose por la noche hacia un lugar querible y remoto, pero no remoto en el espacio, no lejano de se modo, y me miró.
-Como en los sueños -dije yo.
-No seas trivial -dijo Villari-. Los sueños no tienen nada que hacer acá. Tu generación sueña. Ustedes se pasaron la vida soñando, y así les fue, en la vida y en los libros. Yo no sueño nunca. Eso no era un sueño. La viejita estaba ahí, a mi lado, de carne y hueso, con su sombrerito florido. Me llevaba del brazo y hablaba no recuerdo de qué, pero sé que me hablaba y que parecía irse poniendo contenta a medida que nos acercábamos a la casa de los balcones.
-La casa tenía balcones -dije yo.
-Tres balcones. Tres balcones en el primer piso.
-Una casa de altos -dije yo
-Exacto -dijo Villari.
-Una casa de altos con tres balcones que daban sobre la calle Victoria -dije yo.
Villari no pareció notar mi ironía. Dijo que sí, como si no advirtiera que la expresión casa de altos era una antigüedad, un giro que él, a sus años, ni siquiera habría debido comprender del todo; como si no advirtiera que yo acababa de instalar definitivamente, en su historia, una calle empedrada y arbolada, calle en la que Villari pudo ver brillar esa noche, de no ser por la niebla, los rieles de tranvías que han dejado de traquetear por Buenos Aires desde antes que él naciera. Lo alenté a hablar mientras pensaba que el muchacho no tenía un idea muy clara de lo que verdaderamente me estaba contando. Imaginé, por mi cuenta, los sonidos lejanos de unas matracas, las risas y la bulla apagada de un corso, y creo que me distraje demasiado en unas vagas especulaciones sobre el romanticismo incurable de estos chicos, tan realistas, a la hora de extraviarse en ciertos atajos del tiempo y caer en el desacreditado mundo de los milagros. Cuando regresé de mí mismo, Villari ya estaba en uno de los balcones conversando con un chica disfrazada de dama antigua que no podía tener más de veinte años. Detrás de ellos había un gran salón donde señoras mayores y caballeros de mostacho hablaban, supongo, del asesinato de Wilkes o del suicido de Lisandro de la Torre. Esto, naturalmente, no me lo contó Villari, esto es un aporte personal. Para Villari aquello era una anómala fiesta de disfraz, en una noche anómala, en una casa de Buenos Aires donde había una chica de ojos verdes peinada con bandós, una chica que parecía ocuparlo todo.
-No es que fuera hermosa -me dijo con vehemencia Villari-. Era mucho más que eso.
-Creo que te entiendo -le dije-. Era algo así como la mujer que anduviste buscando siempre. Suele pasar unas diez o doce veces en la vida.
-Te habrá pasado a vos, que tenés como cien años y sos un cínico. Pero a mí es la primera vez que me pasó. Y querés que te diga una cosa, sé que fue también la última. Esa chica era mi chica.
-Por favor, Villari, no me arruines la historia. Hablá en argentino. Parecés una mala traducción de una canción norteamericana.
-Qué querés que diga, que esa mujer me estaba destinada, que la vi y sentí que la conocía desde antes de mi nacimiento, que nadie puede entender la locura esa del andrógino de Platón hasta que se encuentra frente a su propia mitad en un balcón de la calle Hipólito Yrigoyen...
-Mejor no. Contalo como quieras. Pero te recuerdo que la calle se llamaba Victoria. En tu historia la calle Hipólito Yrigoyen no existe.
-Ya sé que no existe, o te pensás que soy tan idiota. Por supuesto que ahora lo sé, pero en ese momento no lo sabía. Y vos que sos tan inteligente tampoco lo hubieras sabido. Yo estaba con ella en ese balcón como estoy con vos en esta mesa, su mano era más real que esta mesa de mierda.
-Muy linda comparación, Villari.
-Es que vos me irritás. Vos no crees una sola palabra de lo que yo te digo.
-No seas infantil. Me estás contando este disparate precisamente porque sabés que soy el único adulto en Buenos Aires que puede creer una cosa así, y tan mal contada. Describime todo.
-¿Qué?
-Que me describas todo.
-Todo qué.
-Todo lo que viste, todo lo que pasó. Describime los trajes, lo que veías allá abajo en la calle. Cómo llegaste a ese balcón con tu dama antigua, si tenía un lunar pintando en la mejilla, dónde quedó la viejita. Todo.
Le dije estas cosas porque Villari me estaba contando su historia muy mal, sin sus acostumbrados detalles y sin acotaciones sorpresivas, rasgos que le daban a sus anécdotas una vivacidad que ésta, con ser bastante buena, no tenía. Villari, sin compasión, ya me había revelado casi todo lo que debió dejar para el final. Pero él parecía preocupado por otra cosa.
-Tenía un lunar -dijo Villari-. Cómo sabés.
-No te asustes -le dije-. Por desgracia, yo no vi nunca a tu chica. Lo que quería averiguar es si estaba disfrazada de Dama Antigua o de Madame Pompadour.
-Vos sos medio loco -dijo Villari-. Cómo llegué a ese balcón ya te lo conté. Subimos la escalera con la abuela y yo estaba en un salón.
-O sea que la abuela te invitó a subir.
-Por supuesto. Cuando entramos en el recibo me miró por primera vez a plena luz y pareció asombrada. Dijo que yo le recordaba a alguien, entonces fue cuando me invitó a subir. Lo raro es que yo acepté. Era como si me mandara una fuerza desconocida. Claro que todavía no me daba cuenta de lo que pasaba.
-Y qué era lo que pasaba.
-No me tomes examen -dijo Villari-. En ese momento no me daba cuenta pero ahora lo sé perfectamente. -Hizo un pausa; lo que iba a agregar de inmediato lo hacía sentir avergonzado e incómodo. -De acuerdo -dijo con una mirada que solo puedo describir como desafiante-. De acuerdo. Yo estaba en otra parte, en otro tiempo. Me había deslizado como por una grieta a un Buenos Aires de cincuenta o sesenta años atrás. Como en los dos Buenos Aires era carnaval, yo no podía notarlo. Ella estaba disfrazada, me refiero a la chica. Tal vez iba a una fiesta o ese mismo salón era la fiesta, porque allá en el fondo me pareció ver una especie de mosquetero y una gorda con alitas. Ella estaba disfrazada pero las señoras mayores y los bigotudos, no. Ellos sencillamente vestían así. Nadie se preocupó por mí cuando entré. Seguramente pensaron, si es que yo existía para ellos, que yo también estaba disfrazado.
-No te quepa la menor duda, Villari. Yo vivo con vos en la misma secuencia del tiempo y también suelo pensarlo, no te enojes.
Villari no se enojó. Creo que ni siquiera me había oído. Se había dejado ganar otra vez por la historia y continuó hablando de la chica, de sus ojos, de su pelo peinado en bandós.
No seguí escuchando con atención porque era innecesario. Mal contada o no, lo cierto es que la historia ya estaba contada. Mientras me hablaba, Villari pronunció la palabra burbuja o esfera, y quería decir que el tiempo que pasó con su dama antigua en ese balcón había sucedido como dentro de una burbuja que los apartaba de los demás, un no-lugar donde el tiempo (la vida, dijo Villari) transcurría en otra dirección y donde, de alguna manera, todo estaba permitido. Su cuerpo inició el movimiento de acercarse a ella, o fue el cuerpo de ella el que lo inició. El caso es que se besaron, de un modo, a juzgar por las palabras de Villari, en el que participaban en igual medida el asombro y la desesperación.
-Todo esto al minuto de haberse conocido -dije yo por decir algo-. Todo esto a la vista y paciencia de los habitantes de la casa.
-La palabra minuto, en esa casa, no significaba nada -dijo Villari-. Y los demás estaban...
-Fuera de la burbuja.
-Exacto -dijo Villari-. Pero los de la calle no.
Le pregunté qué quería decir con eso y él, como si sólo ahora lo recordaba, o tal vez ya estaba haciendo literatura, dijo que hubo un momento, durante el beso, en que un grupo de mascaritas o una murga los aplaudió desde la vereda.
-Lo que rompió bruscamente el encanto -dije yo.
-Qué va a romper el encanto -dijo Villari-. Pobre de vos. ¿Te aplaudieron alguna vez mientras besabas a un chica?
Confesé que no. En mi juventud la gente elegía lugares más clandestinos para demostrar sus sentimientos. Zaguanes, plazas nocturnas, portones. También, de ser posible, elegía chicas reales. Esto último lo dije mientras llamaba al mozo, esperando las palabras y la reacción violenta de Villari. Sólo adiviné las palabras:
-Ella era real -dijo a media voz-. Ella era lo único real que me sucedió en mi vida.
-¿Y después?
-Después nada. Después fue como una película que se corta. Una película mal empalmada. Yo estaba otra vez al pie de la escalera y salí a la calle. Doblé por Pichincha hacia Rivadavia. No hace falta que me lo preguntes: no había colombinas ni pierrots. Casi ni había carnaval. Buenos Aires era la misma porquería de siempre.
Llegó el mozo y pagué.
Cuando salíamos de Las Violetas le pregunté a Villari como al pasar si, mientras él estuvo en ese balcón, había vuelto a ver a la abuela en algún lugar de la casa. Villari no dio muestras de entender mi pregunta. No se daba cuenta de que la viejita y la chica del balcón no pudieron estar juntas en ningún momento. Casi le digo que él no se había encontrado con su chica una sola vez en la vida, sino dos veces, y las dos veces en la misma noche. Que ella y la viejita eran, por decirlo así, la misma dama antigua y, lo que es peor, que acaso su dama antigua todavía andaba por Buenos Aires, vaya a saber dónde pero en el mismo Buenos Aires de Villari, sólo que octogenaria y ataviada con un sombrerito tipo budinera. Qué sé yo si la vi, dijo finalmente Villari, y agregó si a mi me parecía que, en ese balcón, él estaba en condiciones de pensar en viejitas.
Miró el reloj, me dio la mano y casi gritó que se le hacía tarde para el cierre del diario. Corrió detrás de un taxi y cuando abría la puerta del automóvil volvió la cabeza. Me preguntó por qué le había preguntado eso. Yo le contesté que por nada en especial, qué iba a decirle.


Abelardo Castillo