viernes, 26 de enero de 2018

ADONDE VOY SIEMPRE ES DE NOCHE


El hombre caminaba por la orilla de la carretera con su mochila al hombro. Dos autos pasaron junto a él y ni siquiera los miró. A Everardo le extrañó que no pidiera aventón: sólo había árboles a kilómetros a la redonda. Sintió curiosidad. Disminuyó la marcha de la camioneta hasta colocarse a su lado y bajó el vidrio del copiloto.
—¿A dónde vas?
El sujeto tenía barba espesa y usaba un gorro con orejeras. Parecía estar sumido en profundas meditaciones. Lo miró con unos intensos ojos azules y respondió:
—A las montañas.
Everardo detuvo el auto y levantó el seguro de la puerta.
—Te llevo, si continúas a ese paso llegarás en la madrugada.
El hombre subió y colocó la mochila en el asiento trasero.
—Adonde voy siempre es de noche —dijo con voz rasposa—. Me llamo Jacobo.
Se estrecharon la mano. Everardo volvió a pisar el acelerador.
—¿A qué te dedicas?
—Soy espeleólogo. Paso buena parte de mi tiempo metido en cuevas subterráneas.
—¿Y por qué tan solo? ¿No se supone que ustedes andan en grupo?
Jacobo miró concentrado el paisaje por la ventana: pinos, colinas amarillas, la tarde nublada.
—Prefiero moverme solo. Soy un cazarecompensas.
—Carajo, eso suena a película del Viejo Oeste… No me digas que te dedicas a buscar minas de oro.
—Para nada —Jacobo se pasó una mano por la barba—. Un día leí en el periódico el anuncio de una señora que ofrecía una recompensa por el cadáver de su hijo: un joven espeleólogo que se había accidentado un mes atrás. El muchacho llegó muy lejos y los rescatistas no pudieron recuperar el cuerpo. No es por presumir, pero poseo una marca nacional de descenso. Gracias a mí, la señora pudo enterrar a su hijo… Después lo convertí en mi trabajo: ahora voy por distintas regiones sacando los cadáveres de mis desafortunados colegas.
Everardo encendió un cigarro. Tras una curva, aparecieron en el horizonte las montañas. Miró el débil resplandor del cielo: no tardaría en anochecer.
—Y ahora vas a… ¿trabajar?
—Exacto.
—¿Qué sucedió? —preguntó Everardo sin esconder su creciente morbo.
Jacobo le clavó los ojos azules. Su mirada era fría: parecía forjada en cimas colmadas de nieve y no en cavernas donde los primates encendieron las primeras fogatas.
—No es una historia agradable.
Everardo le dio tres caladas al cigarro y desaceleró instintivamente, como si quisiera demostrarle a ese extraño que no tenía prisa en bajarlo del coche.
—Anda, cuéntame. De todos modos no dormiré, voy lejos y pasaré la noche conduciendo…
—Aún no me has dicho a qué te dedicas tú.
—Soy fotógrafo.
—¿Periodista?
—No… —Everardo titubeó—. Retrato modelos.
—Un trabajo envidiable.
Jacobo se recostó en el asiento y cruzó los brazos. Su rostro adquirió la misma expresión meditabunda que tenía cuando Everardo lo recogió en la orilla de la carretera. Continuó:
—Hace una semana, tres hombres entraron en un conjunto de cuevas poco explorado de estas montañas. Mientras se arrastraban en fila por un estrecho pasaje en el que sólo cabían sus cuerpos, una enorme piedra se desprendió de techo y le rompió la espalda al que iba en medio. Quedó atorado; a sus compañeros les fue imposible mover la roca. El sujeto que iba al último de la fila, a quien llamaré el espeleólogo número tres,retrocedió y fue a buscar ayuda. El que iba hasta adelante, el número uno, no podía salir; el cuerpo y la roca que tenía enfrente se lo impedían. Luego de una breve exploración descubrió que de su lado ya no había camino. Tras recibir el impacto, el número dos se desmayó, pero cuando recuperó la conciencia algunos minutos después, comenzó a dar alaridos. El número tres regresó horas más tarde con una mala noticia: los rescatistas no habían podido llegar hasta ellos. Les dejó medicinas y calmantes, pero de nada sirvieron: el número dos no paraba de aullar. El número tres volvió los cuatro primeros días para ver cómo se encontraban. Después no regresó más: el hedor y los gritos eran insoportables. El número uno sólo tenía dos opciones: esperar a que su compañero muriera o matarlo. La única manera en que podía salir de ahí era utilizando el piolet para romper la roca que aplastaba a su colega…
—¿Matarlo? —dijo Everardo, consternado—. Yo no podría hacer eso…
—Si lo piensas bien, la segunda opción no es tan descabellada: imagina la desesperación del número dos, inmovilizado, clavado en el suelo como la mariposa de un coleccionista. Un suplicio espantoso…
—¿Y qué ocurrió finalmente? —Everardo tiró la colilla de su cigarro por la ventana y encendió las luces del auto. Las montañas aguardaban a unos kilómetros, silenciosas, ajenas al drama que se había vivido en sus profundidades.
—El desenlace tendrá que esperar —dijo Jacobo—. ¿Puedes detenerte un segundo? Necesito orinar.
Everardo orilló la camioneta, apagó el motor y activó las intermitentes. Mientras observaba cómo Jacobo se perdía detrás de un árbol, tuvo un impulso: se inclinó sobre el asiento trasero y revisó la mochila con movimientos rápidos. Su mano tocó algo frío y filoso; extrajo el piolet y lo observó bajo la flama del encendedor: la punta estaba manchada con sangre seca. Sintió una punzada en el estómago y su mente se bloqueó unos segundos; en un acto reflejo guardó la herramienta y cerró la mochila. Por el rabillo del ojo vio la sombra de Jacobo estirando el brazo para abrir la puerta. Giró el cuerpo y colocó las manos en el volante.
—Listo —dijo el espeleólogo, frotándose las manos y sentándose a su lado—. Está haciendo un frío de su puta madre, qué bueno que me recogiste. ¿Nos vamos?
Everardo encendió el vehículo y arrancó. Sintió que la mirada de Jacobo lo envolvía como una neblina azul; sus ojos lo observaban con recelo.
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad? —dijo al fin el espeleólogo, tras un prolongado silencio.
Everardo negó con la cabeza. La noche se había cerrado, disolviendo el paisaje. Sólo estaban ellos dos y la carretera.
—Te mentí… Trabajo en equipo. Aunque esta vez no intentábamos sacar un cuerpo, era sólo—Yo también te mentí: trabajo para un periódico, en la sección de nota roja, pero ahora estoy de vacaciones. Entiendo lo que tuviste que hacer…
Los dos hombres se miraron por un instante en la oscuridad. Everardo le sonrió a Jacobo con complicidad.
—Hay una cosa más que debo aclararte —dijo Jacobo—. Tú crees, porque viste la sangre en el piolet, que soy el espeleólogo número uno, pero en realidad soy el número tres.
—¿Y la sangre?
—No revisaste bien la mochila. Adentro está la cabeza del espeleólogo número uno. Él esperó a que el número dos muriera, y salió. Pero afuera estaba yo, aguardándolo… Nunca busqué a los rescatistas ni les llevé medicinas.
Everardo tragó saliva. Sus manos nerviosas se aferraron al volante.
—¿Por qué?
—Podría decirte que por dinero: tenían años aprovechándose de mí, engañándome con la repartición de las recompensas… Pero igual sólo tuve un arrebato de locura. No lo planeé, sólo aproveché la situación.
—¿Y a qué regresas ahora?
—Tú eres el que trabaja en la nota roja. ¿No te enseñaron que los homicidas siempre retornan a la escena del crimen?
Everardo suspiró. Tenía una pregunta más:
—¿Qué vas a hacer conmigo?
—Nada —respondió Jacobo. Su voz sonaba cansada—. Dejé los cuerpos en una caverna muy profunda. Nadie podrá comprobar esta historia… si es que te atreves a contarla.
Everardo vio cómo los faros de la camioneta iluminaban la sombra gris de las montañas cada vez más cercanas. Jacobo continuó:
—Piensa también que esto puede ser una de esas historias que la gente cuenta en la carretera o en torno a una fogata. En realidad nunca viste la cabeza en la mochila, y la sangre en el piolet puede ser arcilla y barro. ¿Con cuál versión prefieres quedarte?
Tras mediarlo, Everardo respondió:
—No sé… Supongo que es más interesante toparse con un asesino que con un mentiroso.
—No menosprecies a los mentirosos: son grandes contadores de historias. En todo caso, lo que hayas creído dice mucho más de ti que de mí. Esa es la clave de todo relato.
Afuera de la camioneta, la noche creció como una presencia. Everardo y Jacobo intercambiaron una última mirada y después se concentraron en las líneas de la carretera. Durante el resto del trayecto no volvieron a dirigirse la palabra.
(Bernardo Esquinca)

martes, 18 de abril de 2017

Cordero asado

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

 Roald Dahl

viernes, 2 de septiembre de 2016

REVOLUCIÓN VIAJERA


Durante los últimos años ha brotado una nueva generación de jóvenes que, motivados por la aventura y el conocimiento (y ayudados por las nuevas tecnologías), han levantado las anclas de sus tierras y se han lanzado a recorrer el mundo. Generalmente, son personas educadas, críticas, que han pasado por el muelle del sistema y no han quedado satisfechos de los principales pilares que lo sustentan. Son inteligentes, respetuosos, han perdido el miedo a los cambios y han desvalorizado las posesiones materiales. Se trata de gente libre, independiente, que aprecia la compañía y también la soledad. Jóvenes que priorizan el tiempo frente al dinero, y que invierten todos sus recursos en busca de nuevas experiencias. Son amables, predispuestos a compartir momentos con desconocidos y aprender cualquier actividad, sin restricciones de género ni prejuicios de clases.
Estos revolucionarios, porque lo son, admiran la naturaleza y saben que el bienestar siempre se halla cercano a ella. Flexibles con los horarios y con los demás, defienden que nada ni nadie debe alterar su equilibrio emocional. Personajes estables, que no necesitan constantes halagos para motivarse, e inventan su propio destino en base a sus gustos y aspiraciones. Sin apegos, acostumbrados a las despedidas, y saben que los héroes fenomenalmente trascendentes existen sólo en las películas. No idolatran, pero sí admiran. Conciben la temporalidad como un hilo que enlaza esfuerzos, descansos y pequeñas recompensas. No compiten con nadie, se alegran de los méritos ajenos, y tratan de mejorar sus aptitudes. Aprecian la pureza de los espacios naturales y se sienten atormentados cuando alguien quiere pasarles por encima sin que medie el respeto. Aman la justicia y la autonomía, y aborrecen la arbitrariedad. Son guerreros que luchan contra la desigualdad y, aunque no presumen de sus cualidades, el carisma que les regala la experiencia, hace resonar sus contundentes mensajes.
Esta generación nómada es una pequeña porción humana que rompe los esquemas. Constituyen una masa en auge, que no está dispuesta a vivir las vidas que otros escogieron para ellos. La revolución está proclamada, y ellos son parte de los luchadores que cambiaran el rumbo de las futuras generaciones. Son el preludio, el prólogo del libro que aún está por escribirse.
Adrià Homs

jueves, 25 de agosto de 2016

VISCOSO EN LA OSCURIDAD

 Juan Seguer prometió que nos contaría todo tal cual como se lo había referido en su momento al comisario, cuando fue a exponer la denuncia.
Los había contratado la viuda de Ortiz, a él y a Mario Guitián, para que sacaran algo que se le había metido en el galpón. Por los datos que les dio, pensaron que era un animal. Una comadreja, quizá.
 Ellos no solían efectuar trabajos de esa clase, pero la viuda pagaba bien. Según les explicó, el animal se había instalado allí hacía muchos años, poco después de morir el marido.
 Don Ortiz era un pan de bondadoso, pero jamás tuvo habilidad para manejar el ingenio. Y desde que él falleció, a la viuda empezaron a irle bien las cosas. Ahora era una de las personas más ricas de la zona.
La mujer relató que al principio el bicho se escondía cada vez que alguien subía, pero con el tiempo fue tomando confianza y permanecía quieto en medio del galpón mirando con curiosidad a las personas. Más tarde la mirada se hizo desafiante. La última vez que la hija menor fue allá con sus amiguitas para jugar, el animal les gruñó. Las niñas bajaron asustadas y le contaron a la madre. La señora entonces decidió hacerlo sacar.
Seguer y Guitián subieron de noche, por no contradecir a la viuda, porque ella decía que sería más fácil si lo sorprendían dormido.
Llevaron linternas, sogas para enlazarlo, una jaulita de medio metro de largo, y dos cuchillos y un revólver por si se retobaba. Aunque como la mujer les rogaba que le tuvieran paciencia y trataran de no lastimarlo, estaban dispuestos a no usar las armas. Ella se conformaba con que lo soltaran lejos, en el monte, porque estaba fastidiada de tenerlo frente a la casa.
Los hombres treparon por la escalera con cuidado de no hacer ruido. Juan Seguer iba adelante. Apoyó las cosas en la primera superficie plana que encontró y, haciendo fuerza con sus brazos, subió de un salto. Luego ayudó a Mario Guitián. Arriba había un olor caliente y nauseabundo, como a carne podrida, y apenas se podía respirar.
 Prendieron las linternas y comenzaron la búsqueda. Guitián fue hacia el fondo y Seguer hacia el frente. Habían quedado de acuerdo en que si lo veían, se avisarían sin hablar, sólo iluminando el techo.
Seguer caminó despacio sobre los tablones del piso. No siempre podía evitar que crujieran. Pocos metros atrás de él, escuchaba también las pisadas de Mario. Llegó hasta las aberturas que daban al exterior. Lo sorprendió hallarlas clausuradas con unas tremendas vigas clavadas a los marcos. Afuera graznó un zorro del agua. Se sentó en un fardo de pasto y recorrió con la linterna todos los rincones. Vio algunas herramientas en desorden y una rata enorme, pero ningún indicio del animal. Decididamente no estaba en el sector que le había tocado revisar.
De pronto, el techo se iluminó. Mario Guitián lo había localizado. Fue hasta allá lo más rápido que pudo y en el trayecto tropezó con algo y cayó haciendo bastante ruido. Señaló con la linterna para ver. Primero no comprendió bien qué era lo que estaba en el piso: parecían pedazos de género desflecado, endurecidos por el polvo. Luego aquel olor asqueroso golpeó más fuerte su nariz y acomodó mejor las imágenes: se trataba de huesos, grandes huesos con pedazos de carne adheridos. Investigó un poco más allá y vio una cabeza. Era un cráneo humano.
Tuvo un presentimiento: iluminó alrededor y descubrió más huesos y cabezas. Aquello era un cementerio.
 A los tumbos, alcanzó una de las paredes. Alguien tocó su hombro y se sobresaltó.
 Iba a gritar, pero una mano le tapó la boca.
 —Soy yo —susurró Mario Guitián.
 Seguer asintió y el otro lo soltó.
—Lo encontré —dijo Guitián.
 Tartamudeando, Seguer intentó contarle lo que había visto.
 —Calmate —murmuró Mario sin prestarle atención, y enfocó con su linterna una pila de leña—. Mirá.
El redondel de luz bajó y mostró una parte del animal, la cola o algo; el resto estaba oculto tras la leña. Era como una serpiente del grosor de un árbol adulto, anillado y cubierto de pelos. De vez en cuando se retorcía muy lentamente.
 —Mejor vamos —le dijo Seguer.

Pero Guitián quería ganar aquel dinero como fuera. Sacó el revólver, le quitó el seguro y avanzó hacia la leña. Juan Seguer confiesa que no sabe qué sucedió entonces. Ya a esa altura no tenía ideas. Se había convertido en una porquería que temblaba muerta de miedo. Él cree que la montaña de troncos cayó sobre ellos, mejor dicho, que aquella cosa la empujó para que los aplastara.
 Juan Seguer y Guitián rodaron y terminaron en sitios distintos. Las linternas volaron por el aire y se apagaron al golpear contra el piso.
—Mario —llamó Seguer.
 —Aquí estoy —respondió él unos metros atrás.
Seguer iba a levantarse para caminar hasta su compañero, pero algo se movió a su izquierda, muy cerca. Sintió una respiración pesada y sostenida. El terror lo congeló, no dijo más nada; si hubiera podido, habría detenido el corazón para hacer menos ruido. El ser permaneció a su lado unos segundos y luego por algún motivo se alejó. Seguer lo escuchó deslizarse, viscoso, en la oscuridad.
 Por un rato todo pareció calmo y se incorporó.
Entonces sonaron dos disparos y escuchó que Mario hablaba en voz alta unas palabras. Insultos, primero. Después gritó y le pidió ayuda. Aquello lo había atrapado y lo arrastraba. Juan Seguer podía oír cómo se lo llevaba, haciendo rebotar su cuerpo entre los tablones. Mario chillaba desesperadamente y él tanteaba por todas partes buscando la linterna.
De pronto se hizo el silencio. Seguer se quedó rígido otra vez. Hubo un último grito de Mario Guitián y empezaron los chasquidos. Era como si una boca muy grande estuviera masticando.
 Juan Seguer se puso de pie y corrió hacia la escalera. Quiso bajar; las piernas no le respondieron y se precipitó desde cinco metros de altura. Se rompió un brazo y varias costillas. Pero aun así logró huir.

 A la mañana siguiente, la policía fue a investigar al galpón y no encontró nada.
El comisario pensó que Seguer se había emborrachado en algún almacén y se había imaginado la historia.
Sin embargo, el hombre insistía en que la señora Ortiz había limpiado todo y ocultado al bicho en otra parte. Suplicaba que revisaran los sótanos del ingenio.
La viuda aseguraba que, al rato de que él escapara corriendo, Mario Guitián bajó con una comadreja en la jaula, cobró el dinero y se fue tranquilamente.
 Sollozando por la angustia, Juan intentaba hacerles entender que Guitián estaba muerto, que lo había devorado el demonio, y que el plan consistía en que los comiera a los dos. Que no estaba previsto que él sobreviviera.

Jorge Accame

MAMÁ ESTÁ HACIENDO TORTAS FRITAS

 Llevo de la mano a Carlitos, mi hijo menor.
 Caminamos los dos medio torcidos, él va unos centímetros más adelante porque el corredor entre los alisos es muy estrecho y no cabemos juntos. José María corta con su machete las ramas que atraviesan. Al fondo se ve una luz intensa y yo pienso en los relatos de esa gente que ha estado muerta durante algunos segundos y luego vuelve a la vida.
 Me han dicho que en el Angosto se pesca bien, así que preparé mi caña telescópica y mi reel de doce pesos y le pedí a José María que me acompañe; pero al salir, Carlitos se puso a llorar porque quería venir conmigo.
Ahora estamos los dos, mirando la camisa azul de José María, empapada por la transpiración, que se le pega a la espalda.
 José María levanta el machete y lo deja caer. Repite este movimiento una y otra vez, como si fuera su especial manera de existir.
 La senda finaliza en un pequeño barranco. Nos lanzamos, hundiendo los pies en la tierra blanda.
Caminamos por las piedras hasta el río y armo el equipo. Carlitos mira cómo se retuerce la unca cuando la ensarto en el anzuelo. Le clavo la punta y sale un jugo pegajoso con olor a barro, la punta asoma y vuelvo a enhebrarla. El niño baja la vista. Ha descubierto algo entre las piedras.
—Miren, sapos —nos dice.
 José María y yo nos descalzamos. Carlitos se sube a cococho sobre mi espalda y cruzamos el río en una parte donde el cauce es más ancho y menos profundo. José María junta las cosas y me sigue. Desde aquí al Angosto habrá una hora y media de caminata. Las piedras del fondo están flojas y ruedan sin cesar por la corriente. Un par de veces resbalo y estoy a punto de caer. Pienso cómo debería acomodar el cuerpo para que Carlitos no se lastime y recuerdo al eucalipto de mi jardín que eché abajo el año pasado. Toda la tarde haciendo cálculos para que cayera en los tréboles y con el último golpe se desplomó sobre mi gallinero y rompió el techo del vecino.
 Terminamos la travesía en la orilla opuesta; apoyo a Carlitos sobre una piedra y le pido a José María mi caña. Estoy impaciente por probar suerte en un pozo que vengo viendo desde antes de cruzar. Unos minutos, nomás. La línea corre entre la espuma. La dejo hasta que metros abajo se acaba la tanza y el anzuelo aparece corcoveando en la superficie. Recojo y vuelvo a lanzarla.
José María me dice que si quiero llegar al Angosto va a ser mejor que él se lleve a Carlitos a la casa y yo siga caminando. José María tiene los ojos pequeños, separados por una gran nariz de tucán. Detrás de ellos esconde las palabras que no dice. Hace poco que trabaja en nuestra finca; no lo conozco en realidad.
He pensado que tal vez después de todo no vaya al Angosto y me quede en los pozos cercanos, con Carlitos jugando en la arena. Pero Carlitos lo ha escuchado y quiere volver. Me explica que su mamá estaba haciendo tortas fritas para el té y tiene miedo de que sus hermanos se las coman todas. Los chicos viven cambiando de idea. Si no le hubiera pedido a José María que viniera, ahora tendría que acompañar de regreso a Carlitos y habría perdido mi tarde de pesca.
 —Está bien —digo—. Vuelvan.
 Voy a quedarme un rato más aquí. Me gustan estos pequeños pozos con buenas correntadas. Siempre he pescado bien en ellos. Sólo un rato más. Cruzan el río. José María carga a Carlitos, le pasa el brazo por el estómago y el niño va colgando, doblado en dos. José  María tiene los pantalones mojados hasta el muslo y arrastra pesadamente sus piernas en el agua.
 Aplasto un tábano sobre mi costado y cuando vuelvo la vista los dos ya están en la otra orilla. José María se calza los zapatos. Carlitos busca algo entre las rocas, los sapitos que me había mostrado antes.
José María levanta el machete que había soltado para calzarse.
Sé que no lo debo pensar pero quizá José María le corte el cuello a mi niño de un sablazo. Tiene el machete en la mano y se le acerca. Carlitos está distraído, en cuatro patas, buscando en las piedras, escarbando con una ramita.
 Yo no tengo manera de impedirlo, no puedo saltar el río y aunque lo hiciera no llegaría a tiempo.
 Me muerdo los labios y junto las piernas apretando con fuerza las rodillas. Qué podría evitar que José María bajara el machete sobre el cuello de mi hijo y su cabeza rodara por las piedras hasta el agua. Estoy casi seguro de que lo hará. José María me mira y sonríe. Me estremezco. Otro tábano me está picando el hombro. Intento golpearlo con la mano abierta, pero fallo. Escucho el chasquido del planazo sobre mi piel y siento extenderse el ardor hacia la espalda.
Cuando levanto la cabeza y miro, José María estira el brazo para darle la mano a Carlitos y el niño corre hasta él y la toma. No logro oír lo que le dice por el estruendo de la corriente, pero debe de haber sido algo así como: “Vamos para la casa, Carlitos”.
Los tábanos me están matando. Recojo mis cosas para seguir más adelante y vuelvo a mirar. Antes de que desaparezcan en un recodo, creo haber visto el manchón de la camisa azul de José María y las piernitas de mi hijo entre los alisos.

Accame, Jorge

jueves, 18 de agosto de 2016

POR QUÉ LEER A LOS CLÁSICOS



Empecemos proponiendo algunas definiciones.
I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy
releyendo...» y nunca «Estoy leyendo ...».

Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de
vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro
con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale
exactamente como primer encuentro.
El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña
hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído
un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas
que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre
queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.
Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano.
¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos
novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En
Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de
ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en
Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos
lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría
reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a
recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas.
Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos,
cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había
leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió
que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa
genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo
ensayo.
Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad
madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir
que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La
juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un
sabor particular y una particular importancia, mientras que en la
madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y
significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:
II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha
leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se
reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para
saborearlos.
En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por
impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de
uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo)
formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura,
proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación,
esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza:
cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la
juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura,
sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman
parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos
olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse
olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos
dar será entonces:
III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando
se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la
memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las
lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los
mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva
histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado
y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.
Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha
importancia. En realidad podríamos decir:
IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la
primera.
V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.
La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:
VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
Mientras, que la definición 5 remite a una formulación más explicativa,
como:
VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de
las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han
dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más
sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).
Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si
leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que
las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y
no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos
en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones.
Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la
legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora
aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o
Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos
personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.
La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación
con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará
bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible
bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la
universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro
que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio
hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión
de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la
bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo
que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar
sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir
que:
VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos
críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.
El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces
descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber)
pero no sabíamos. que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona
con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da
mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un
origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos
hacer derivar una definición del tipo siguiente:
IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto
más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto
es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta
la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o
por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe
hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o
con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La
escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección;
pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de
cualquier escuela.
Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con
el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del
arte. Hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha
concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick,
y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho
de la vida lo asocia con episodios Pickwickianos. Poco a poco él mismo,
el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las
aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por
este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:
X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a
semejanza de los antiguos talismanes.
Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo
soñaba Mallarmé.
Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de
oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y
hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de
contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una
antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me
bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo
entre mis autores. Diré por tanto:
XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para
definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.
Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin
hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí
distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale
tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada
en una continuidad cultural. Podríamos decir:
XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya
leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la
genealogía.
Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo
que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las
otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a
preguntas como: «Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en
lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y
«¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer
los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la
actualidad?».
Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique
exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio,
Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del
método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con
alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo
esto sin tener hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones
para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de
vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna
contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer
los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última
encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y
provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y
mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de
situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los
libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo
contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube
intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los
clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de
la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una
equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un
nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción. Tal vez el ideal
sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos
indica los atascos del tráfico y las perturbaciones meteorológicas,
mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y
articulado en la habilitación. Pero ya es mucho que para los más la
presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de
la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a
todo volumen. Añadamos por lo tanto:
XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de
fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la
actualidad más incompatible se impone.
Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con
nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del
otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra
cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que
convenga a nuestra situación.
Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi,
dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la
formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de
toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en
general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los
casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina).
Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía
también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de
los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje
de Colón en Robertson.
Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la
biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han
sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas
las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno
una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería
comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado
para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van
a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los
descubrimientos ocasionales.
Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he
citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el
artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender
quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son
indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los
extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los
italianos.
Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los
clásicos se han de leer porque («sirven» para algo. La única razón que se
puede aducir es que leer los clásicos
Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no
es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que
sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta,
Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le
preguntaron. "Para saberla antes de morir"».

(Italo Calvino)

Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets (Marginales, 122), 1993

sábado, 12 de marzo de 2016

Dos Cuentos Católicos

I. La vocación



1. Tenía diecisiete años y mis días, quiero decir todos mis días, uno detrás de otro, eran un temblor constante. Nada me entretenía, nada vaciaba la angustia que se acumulaba en mi pecho. Vivía como un actor imprevisto dentro del ciclo iconográfico del martirio de San Vicente. ¡ San Vicente, diácono del obispo Valero y torturado por el gobernador Daciano en el año 304, ten piedad de mí ! 2. A veces hablaba con Juanito. No, a veces no. A menudo. Nos sentábamos en los sillones de su casa y hablábamos de cine. A Juanito le gustaba Gary Cooper. Decía: la apostura, la templanza, la limpieza de alma, el valor. ¿Templanza? ¿Valor? Le hubiera escupido a la cara lo que se ocultaba tras sus certezas, pero prefería enterrar las uñas en el reposabrazos y morderme los labios cuando él no me miraba e incluso cerrar los párpados y hacer como que meditaba sus palabras. Pero yo no meditaba. Al contrario: se me aparecían, bajo la forma de un carrusel, las imágenes del martirio de San Vicente. 3. Primero: atado a un aspa de madera, es descoyuntado mientras le desgarran la carne con garfios. Y luego: sometido al tormento del fuego en una parrilla sobre brasas. Y luego: preso en una mazmorra cuyo suelo está cubierto de cascotes de vidrio y de cerámica. Y luego: el cadáver del mártir, abandonado en lugar desierto, es defendido por un cuervo contra la voracidad de un lobo. Y luego: desde una barca es arrojado su cuerpo al mar con una rueda de molino atada al cuello. Y luego: el cuerpo es devuelto por las olas a la costa y allí piadosamente enterrado por una matrona y otros cristianos. 4. A veces sentía mareos. Ganas de vomitar. Juanito hablaba de la última película que habíamos visto y yo asentía con la cabeza y notaba que me estaba ahogando, como si los sillones estuvieran en el fondo de un lago muy profundo. Recordaba el cine, recordaba el momento de comprar las entradas, pero era incapaz de recordar las escenas que mi amigo, ¡mi único amigo!, rememoraba, como si la oscuridad del fondo del lago lo hubiera invadido todo. Si abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los siglos. 5. En ocasiones entraba en la habitación la madre de Juanito y me preguntaba cosas íntimas. Cómo iban mis estudios, qué libro estaba leyendo, si había ido al circo que se había instalado en las afueras de la ciudad. La madre de Juanito vestía siempre muy elegante y era, como nosotros, una adicta al cine. 6. Alguna vez soñé con ella, alguna vez abrí la puerta de su dormitorio y en vez de ver una cama, un tocador, un armario, vi una habitación vacía, con suelo de ladrillos rojos, que sólo hacía las veces de antesala de un largo pasillo, un pasillo larguísimo, como el túnel de la carretera que atraviesa la montaña y que luego se dirige hacia Francia, sólo que en este caso el túnel no estaba en la parte alta de la carretera sino en la habitación de la madre de mi mejor amigo. Esto más vale que lo recuerde constantemente: mi mejor amigo. Y el túnel, al revés de lo que suele pasar en un túnel de montaña, parecía suspendido en un silencio fragilísimo, como el silencio de la segunda quincena de enero o de la primera quincena de febrero. 7. Actos nefandos en noches aciagas. Se lo recité a Juanito. ¿Actos nefandos, noches aciagas? ¿El acto es nefando porque la noche es aciaga o la noche es aciaga porque el acto es nefando? Qué preguntas son ésas, dije casi llorando. Tú estás chalado. Tú no entiendes nada, dije mirando por la ventana. 8. El padre de Juanito es de estatura pequeña pero de porte arrojado. Fue militar y durante la guerra recibió varias heridas. Sus medallas cuelgan de una pared de su estudio, en un estuche con tapa de vidrio. Cuando llegó a la ciudad, dice Juanito, no conocía a nadie y quienes no lo miraban con temor lo hacían con resentimiento. Aquí conoció, al cabo de unos meses, a mi madre, dice Juanito. Durante cinco años fueron novios. Luego mi padre la llevó al altar. Mi tía a veces habla del padre de Juanito. Según ella, fue un jefe de policía honrado. Al menos, eso se decía. Si una sirvienta robaba en casa de sus señores, el padre de Juanito la encerraba tres días y no le daba ni un mendrugo. Al cuarto día la interrogaba él personalmente y la sirvienta se apresuraba a confesar su pecado: el lugar exacto donde estaban las joyas y el nombre del gañán que las había robado. Después los guardias detenían al hombre y lo ingresaban en prisión y el padre de Juanito metía a la sirvienta en un tren y le aconsejaba que no volviera. 9. Estas acciones eran celebradas por todo el pueblo, como si el jefe de policía demostrara con ellas su preeminencia intelectual. 10. Cuando llegó el padre de Juanito sólo tenía trato social con los asiduos del casino. La madre de Juanito tenía diecisiete años y era muy rubia, a juzgar por las fotos que cuelgan en algunos rincones de la casa, mucho más que ahora, y había terminado sus estudios en el Corazón de María, el colegio de monjas que está en la parte norte de la ciudadela. El padre de Juanito debía de tener unos treinta. Todavía, aunque ya está jubilado, va todas las tardes al casino y bebe carajillos o una copa de coñac y también suele jugar a los dados con los asiduos. Otros asiduos que ya no son los asiduos de su época, pero como si lo fueran, porque la admiración ya se da por sentada. El hermano mayor de Juanito vive en Madrid, en donde es un abogado famoso. La hermana de Juanito está casada y también vive en Madrid. En esta bendita casa sólo quedo yo, dice Juanito. ¡Y yo! ¡Y yo! 11. Nuestra ciudad cada día es más pequeña. A veces tengo la impresión de que todos se están marchando o están encerrados en sus cuartos preparando las maletas. Si yo me marchara no llevaría maleta. Ni siquiera un hatillo con unas pocas pertenencias. A veces hundo la cabeza en las manos y escucho a las ratas que corren por las paredes. San Vicente, dame fuerzas. San Vicente, dame templanza. 12. ¿Tú quieres ser santo?, me dijo la madre de Juanito hace dos años. Sí, señora. Me parece muy buena idea, pero tienes que ser muy bueno. ¿Lo eres? Procuro serlo, señora. Y hace un año, mientras iba caminando por General Mola, el padre de Juanito me saludó y luego se detuvo y me preguntó si era yo el sobrino de Encarnación. Sí, señor, le dije. ¿Tú eres el que quiere ser cura? Asentí con una sonrisa. 13. ¿Por qué asentir con una sonrisa? ¿Por qué pedir perdón con una sonrisa de imbécil? ¿Por qué mirar hacia otro lado sonriendo como un tarugo? 14. Por humildad. 15. Eso está muy bien, dijo el padre de Juanito. Cojonudo. Hay que estudiar mucho, ¿verdad? Asentí con una sonrisa. ¿Y ver menos películas? Sí, señor, yo voy poco al cine. 16. Vi alejarse la figura erguida del padre de Juanito, parecía como si caminara con las puntas de los pies, un hombre viejo pero todavía enérgico. Lo vi bajar las escalinatas que llevan a la calle de los Vidrieros, lo vi desaparecer sin un solo temblor, sin una sola vacilación, sin mirar ni un solo escaparate. La madre de Juanito, por el contrario, siempre miraba escaparates y a veces entraba en las tiendas y si tú te quedabas afuera, aguardándola, podías escuchar, a veces, su risa. Si abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los siglos. 17. ¿Y tú qué vas a ser, gilipollas?, me dijo Juanito. ¿Ser o hacer?, dije yo. Ser, gilipollas. Lo que Dios quiera, dije. Dios pone a cada uno en su lugar, dijo mi tía. Nuestros antepasados fueron gente de bien. No hubo soldados en nuestra familia, pero sí curas. Como quién, dije yo mientras empezaba a dormirme. Mi tía gruñó. Vi una plaza llena de nieve y vi a los campesinos que acudían con sus productos al mercado, barrer la nieve e instalar cansinamente sus tenderetes. San Vicente, por ejemplo, saltó mi tía. El diácono del obispo de Zaragoza, que en el año 304, aunque quien dice 304 puede decir 305 o 306 o 307 o 303 de nuestra era, fue apresado y trasladado a Valencia en donde Daciano, el gobernador, lo sometió a crueles torturas, a resultas de las cuales murió. 18. ¿Por qué crees que San Vicente va vestido de rojo?, le pregunté a Juanito. Ni idea. Porque todos los mártires de la iglesia llevan una prenda roja, para ser distinguidos como tales. Este niño es inteligente, dijo el padre Zubieta. Estábamos solos y el estudio del padre Zubieta helaba los huesos y el padre Zubieta o mejor dicho las ropas del padre Zubieta olían a tabaco negro y a leche agria, todo mezclado. Si decides ingresar al seminario, nuestras puertas están abiertas. La vocación, la llamada de la vocación, hace temblar, pero no exageremos. ¿Temblé?, ¿sentí que se removía la tierra?, ¿experimenté el vértigo del matrimonio divino? 19. No exageremos, no exageremos. Los rojos visten igual, dijo Juanito. Los rojos visten de caqui, dije yo, de verde, con franjas de camuflaje. No, dijo Juanito, los putos rojos visten de rojo. Y las putas también. Un tema que despertó mi interés. ¿Las putas? ¿Las putas de dónde? Pues las putas de aquí, dijo Juanito, y supongo que también las de Madrid. ¿Aquí, en nuestra ciudad? Sí, dijo Juanito y quiso cambiar de tema. ¿En nuestra ciudad o en nuestro pueblo o en nuestro desamparo hay putas? Pues sí, dijo Juanito. Yo creía que tu padre las había corregido a todas. ¿Corregido? ¿Es que te has creído que mi padre es un cura? Mi padre fue un héroe de guerra y después comisario de policía. Mi padre no corrige nada. Investiga y descubre. Punto. ¿Y dónde has visto tú a las putas? En el cerro del Moro, donde han vivido siempre, dijo Juanito. Dios santo. 20. Mi tía dice que San Vicente. Basta ya con tu tía y con San Vicente, tu tía está loca perdida. ¿Cómo vas a tener una familia que se remonte hasta el año 300? ¿Dónde has visto tú una familia tan antigua? Ni la casa de Alba. Y al cabo de un rato: tu tía no es mala persona, al contrario, es buena, pero no tiene el juicio muy claro. ¿Esta tarde iremos al cine? Dan una película con Clark Gable. Y la madre de Juanito: id, id, yo fui hace dos días y es una historia entretenidísima. Y Juanito: madre, es que éste no tiene dinero. Y la madre de Juanito: pues se lo prestas tú y santas pascuas. 21. Dios se apiade de mi alma. A veces siento deseos de que se mueran todos. Mi amigo y su madre y su padre y mi tía y todos los vecinos y los viandantes y los automovilistas que dejan sus coches estacionados junto al río y hasta los pobres inocentes niños que corretean por el parque junto al río. Dios tenga piedad de mi alma y me haga mejor. O me deshaga. 22. Si todos se murieran, además, ¿qué haría yo con tantos cadáveres? ¿Cómo podría seguir viviendo en esta ciudad o semiciudad? ¿Me ocuparía yo de enterrarlos a todos? ¿Arrojaría sus cuerpos al río? ¿De cuánto tiempo dispondría antes de que la carne se corrompiera, antes de que el hedor se hiciera insoportable? Ah, la nieve. 23. La nieve cubría las calles de nuestra ciudad. Antes de entrar al cine compramos castañas y peladillas. Llevábamos las bufandas subidas hasta la nariz y Juanito se reía y hablaba de aventuras en las antiguas colonias holandesas de Asia. A nadie dejaban pasar con castañas, por un asunto de primordial higiene, pero a Juanito sí que lo dejaban pasar. Esta película la hubiera interpretado mejor Gary Cooper, dijo Juanito. Asia. Chinos. Leprosarios. Mosquitos. 24. Al salir nos separamos en la calle de los Cuchillos. Yo me quedé quieto bajo la nieve y Juanito echó a correr rumbo a su casa. Pobre potrillo, pensé, pero Juanito sólo tenía un año menos que yo. Cuando desapareció subí por la calle de los Toneleros hasta la plaza del Sordo y luego torcí el camino y me dirigí, bordeando las murallas de la antigua fortaleza, hacia el cerro del Moro. La luz de las farolas se reflejaba contra la nieve y las fachadas de las viejas casas parecían recoger, de forma efímera pero también de forma natural, diríase serena, los oropeles del pasado. Me asomé a una ventana enjalbegada y vi una sala bien dispuesta, con un Sagrado Corazón de Jesús presidiendo una de las paredes. Pero yo era ciego y sordo y seguí subiendo, por la acera de la sombra, cosa de no ser reconocido. Cuando llegué a la plazuela del Cadalso me di cuenta, sólo entonces, de que no me había cruzado con ningún viandante durante toda la ascensión. Con este frío, me dije, no habrá persona que cambie los calores del hogar por la crudeza de las calles. Ya había anochecido y desde la plazuela se veían las luces de algunos barrios y los puentes a partir de la plaza de don Rodrigo y el recodo que hace el río antes de seguir su curso hacia el este. En el cielo brillaban las estrellas. Pensé que parecían copos de nieve. Copos suspendidos, es decir elegidos por Dios para permanecer inmóviles en el firmamento, pero copos al fin y al cabo. 25. Me estaba quedando helado. Decidí volver a casa de mi tía y tomar chocolate caliente o una sopa caliente junto a la estufa. Me sentía cansado y la cabeza me daba vueltas. Rehice el camino. Entonces lo vi. Al principio sólo fue una sombra. 26. Pero no era una sombra sino un monje. A juzgar por el hábito podía ser un franciscano. Llevaba capucha, una gran capucha que velaba casi totalmente su rostro reflexivo. ¿Por qué digo reflexivo? Porque miraba el suelo. 27. ¿De dónde venía? ¿De dónde había salido? Lo ignoro. Tal vez de dar la extremaunción a un moribundo. Tal vez de asistir a un niño enfermo. Tal vez de proveer con escasas viandas a un indigente. Lo cierto es que caminaba sin hacer ningún ruido. Durante un segundo creí que era una aparición. No tardé en comprender que la nieve atenuaba cualquier pisada, incluso las mías. 28. Iba descalzo. Cuando me di cuenta me sentí herido por un rayo. Bajamos del cerro del Moro. Al pasar por la iglesia de Santa Bárbara lo vi persignarse. Sus huellas purísimas refulgían en la nieve como un mensaje de Dios. Me puse a llorar. De buena gana me hubiera arrodillado para besar esas huellas cristalinas, esa respuesta que durante tanto tiempo había aguardado, pero no lo hice por temor a perderlo de vista en cualquier calleja. Salimos del centro. Atravesamos la Plaza Mayor y luego cruzamos un puente. El monje caminaba a buen paso, ni lento ni rápido, a buen paso, como debe caminar la Iglesia. 29. Nos alejamos por la avenida Sanjurjo, bordeada de plátanos, hasta llegar a la estación. El calor allí era considerable. El monje entró a los lavabos y luego compró un billete de tren. Al salir, sin embargo, me fije que se había puesto zapatos. Sus tobillos eran delgados como cañas. Salió al andén. Lo vi sentado, con la cabeza gacha, esperando y orando. Me quedé de pie, temblando de frío, oculto por uno de los pilares del andén. Cuando el tren llegó el monje saltó a uno de los vagones con una agilidad sorprendente. 30. Al salir, ya solo, intenté buscar sus huellas en la nieve, las huellas de sus pies descalzos, pero no encontré ni rastro de ellas.





II. El azar



1. Le pregunté qué edad creía que yo tenía. Dijo que sesenta aunque sabía que yo no tenía esa edad. ¿Tan mal estoy?, le pregunté. Peor que mal, dijo. ¿Y tú te crees que estás mejor?, le dije. ¿Y si estás mejor por qué tiemblas? ¿Tienes frío? ¿Te has vuelto loco? ¿Y por qué me hablas sin que venga a cuento del comisario Damián Valle? ¿Él todavía es comisario? ¿Él no ha cambiado? Dijo que algo había cambiado, pero que seguía siendo un hijo de puta de mucho cuidado. ¿Todavía es comisario? Como si lo fuera, dijo. Si te quiere hacer daño te hará daño, esté jubilado o muriéndose en el hospital. ¿Y por qué tiemblas?, le dije después de pensar unos minutos. Tengo frío, mintió, y además me duelen los dientes. No me hables más de don Damián, le dije. ¿Es que yo soy amigo de ese madero? ¿Es que me junto con esbirros? No, dijo. Pues no me hables más de él. 2. Durante un rato estuvo meditando. No sé en qué meditaría. Luego me dio un mendrugo de pan. Estaba duro y le dije que si comía esos manjares no me extrañaba que le dolieran los dientes. En el manicomio comíamos mejor, le dije, y eso es mucho decir. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo. ¿Sabe alguien que estás aquí? ¡Pues entonces, albricias! Ahueca antes de que se enteren. No saludes a nadie. No despegues la vista del suelo y vete lo antes posible. 3. Pero no me fui de inmediato. Me puse en cuclillas delante del viejo y traté de pensar en los buenos tiempos. Tenía la mente en blanco. Creí que algo se quemaba dentro de mi cabeza. El viejo, a mi lado, se arrebujó con una manta y movió las mandíbulas como si masticara, aunque no tenía nada en la boca. Recordé los años en el manicomio, las inyecciones, las sesiones de manguera, las cuerdas con que ataban a muchos por la noche. Vi otra vez aquellas camas tan curiosas que se ponían de pie mediante un ingenio de poleas. Sólo al cabo de cinco años me enteré para qué servían. Los internos las llamaban camas americanas. 4. ¿Puede un ser humano acostumbrado a dormir en posición horizontal hacerlo en posición vertical? Puede. Al principio es difícil. Pero si lo atan bien, puede. Las camas americanas servían para eso, para que uno durmiera tanto en posición horizontal como en posición vertical. Y su función no era, como pensé cuando las vi por primera vez, castigar a los internos, sino evitar que estos murieran ahogados por sus propios vómitos. 5. Por supuesto, había internos que hablaban con las camas americanas. Las trataban de usted. Les contaban cosas íntimas. También había internos que les temían. Algunos decían que tal cama le había guiñado un ojo. Otro que tal otra lo había violado. ¿Que una cama te dio por el culo? ¡Pues estás jodido, tío! Se decía que las camas americanas, de noche, recorrían muy erguidas los pasillos y se iban a conversar, todas juntas, al refectorio, y que hablaban en inglés, y que a estas reuniones iban todas, las vacías y las que no estaban vacías, y, por supuesto, quienes contaban estas historias eran los internos que por una u otra causa las noches de reunión permanecían atados a ellas. 6. Por lo demás, la vida en el manicomio era muy silenciosa. En algunas zonas vedadas se oían gritos. Pero nadie se acercaba a esas zonas ni abría la puerta ni aplicaba el ojo a la cerradura. La casa era silenciosa, el parque, que cuidaban dos jardineros que también estaban locos y que no podían salir, aunque estaban menos locos que los demás, era silencioso, la carretera que se veía a través de los pinos y los álamos era silenciosa, incluso nuestros pensamientos discurrían en medio de un silencio que asustaba. 7. La vida, según como se la mirara, era regalada. A veces nos mirábamos y nos sentíamos privilegiados. Somos locos, somos inocentes. Sólo la espera, cuando uno esperaba algo, enturbiaba esa sensación. La mayoría, sin embargo, mataba la espera enculando a los más débiles o dejándose encular. ¿Lo hice yo?, decíamos. ¿Verdaderamente lo hice yo? Y luego sonreíamos y pasábamos a otro asunto. Los doctores, los señores facultativos, no se enteraban de nada, y los enfermeros y auxiliares, mientras no les causáramos problemas a ellos, hacían la vista gorda. En más de una ocasión se nos fue la mano. ¡El hombre es un animal! 8. Eso pensaba a veces. En el centro de mi cerebro se materializaba eso. Sobre eso reflexionaba y reflexionaba hasta que la mente se quedaba en blanco. A veces, al principio, oía como cables entrelazados. Cables de electricidad o serpientes. Pero por lo general, más a medida que el tiempo me alejaba de aquellas escenas, la mente se quedaba en blanco: sin ruidos, sin imágenes, sin palabras, sin rompeolas de palabras. 9. De todas maneras yo nunca me he creído más listo que nadie. Nunca he expuesto mi inteligencia con soberbia. Si hubiera ido a la escuela ahora sería abogado o juez. ¡O inventor de una cama americana mejor que las camas americanas del manicomio! Tengo palabras, eso lo admito humildemente. No hago alarde de ello. Y así como tengo palabras tengo silencio. Soy silencioso como un gato, me lo dijo el viejo cuando él ya era viejo pero yo todavía era un chaval. 10. No nací aquí. Según el viejo nací en Zaragoza y mi madre, por necesidad, se vino a vivir a esta ciudad. A mí me da igual una ciudad que otra. Aquí, si no hubiera sido pobre, habría podido estudiar. ¡No importa! Aprendí a leer. ¡Suficiente! Más vale no hablar más del tema. También aquí hubiera podido casarme. Conocí a una chica que se llamaba, no me acuerdo, tenía un nombre como todas las mujeres y en algún momento hubiera podido casarme con ella. Luego conocí a otra chica, mayor que yo y, como yo, extranjera, del sur, de Andalucía o Murcia, una guarra que nunca estaba de buen humor. Con ella también hubiera podido formar una familia, tener un hogar, pero yo estaba destinado a otros fines y la guarra también. 11. La ciudad, a veces, me ahogaba. Demasiado pequeña. Me sentía como si estuviera encerrado en un crucigrama. 12. Por aquella época empecé, sin más dilaciones, a pedir en las puertas de las iglesias. Llegaba a las diez de la mañana y me instalaba en las escalinatas de la catedral o subía a la iglesia de San Jeremías, en la calle José Antonio, o a la iglesia de Santa Bárbara, que era mi iglesia favorita, en la calle Salamanca, y a veces, incluso, cuando me instalaba en las escalinatas de la iglesia de Santa Bárbara, antes de iniciar mi jornada de trabajo, entraba a misa de diez y oraba con todas mis fuerzas, que era como reírse en silencio, reír, reír, feliz de la vida, y a más oraba más me reía, que era la forma en que mi naturaleza se dejaba penetrar por lo divino, y esa risa no era una falta de respeto ni era la risa de un descreído, sino todo lo contrario, era la risa atronadora de una oveja trémula ante su Creador. 13. Después me confesaba, contaba mis desdichas y mis vicisitudes, y luego comulgaba y finalmente, antes de volver a la escalinata, me detenía unos segundos ante la imagen de Santa Bárbara. ¿Por qué siempre estaba acompañada por un pavo real y por una torre? Un pavo real y una torre. ¿Qué significaba? 14. Una tarde se lo pregunté al cura. ¿Cómo es que te interesan estas cosas?, me preguntó a su vez. No lo sé padre, por curiosidad, le respondí. ¿Sabes que la curiosidad es una mala costumbre?, dijo. Lo sé, padre, pero mi curiosidad es sana, yo siempre le rezo a Santa Bárbara. Haces bien, hijo, dijo el cura, Santa Bárbara tiene buena mano con los pobres, tú sigue rezándole. Pero lo que yo quiero es saber lo del pavo real y la torre, dije yo. El pavo real, dijo el cura, es símbolo de inmortalidad. La torre tiene tres ventanas, ¿lo has notado? Pues las ventanas están puestas en la torre para representar las palabras de la santa, que dijo que la luz entró en ella o iluminó su casa por las ventanas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¿Lo entiendes? 15. No tengo estudios, padre, pero tengo juicio y sé discernir, le respondí. 16. Después me iba a ocupar mi lugar, el lugar que me pertenecía, y pedía hasta que la iglesia cerraba las puertas. En la palma de la mano siempre me dejaba una moneda. Las otras, en el bolsillo. Y aguantaba el hambre aunque viera a otros comer pan o trozos de salchichón y queso. Yo pensaba. Pensaba y estudiaba sin moverme de las escalinatas. 17. Así supe que el padre de Santa Bárbara, un señor poderoso llamado Dióscuro, la hizo encerrar en una torre, es decir la encarceló, debido a los pretendientes que la acosaban. Y supe que Santa Bárbara antes de entrar en la torre se bautizó a sí misma con las aguas de un estanque o de un regadío o de una pileta donde los campesinos almacenaban el agua de la lluvia. Y supe que escapó de la torre, la torre de las tres ventanas por donde entró la luz, pero fue detenida y llevada ante el juez. Y el juez la condenó a muerte. 18. Todo lo que enseñan los curas está frío. Es sopa fría. Infusión fría. Mantas que no calientan durante el crudo invierno. 19. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo sin dejar de mover los carrillos. Como si comiera pipas. Consíguete una ropa que te haga invisible y lárgate antes de que se entere el comisario. 20. Metí la mano en el bolsillo y, sin sacarla, conté mis monedas. Había empezado a nevar. Le dije adiós al viejo y salí a la calle. 21. Caminé sin rumbo. Sin un plan preconcebido. Desde la calle Corona observé la iglesia de Santa Bárbara. Recé un poco. Santa Bárbara, apiádate de mí, dije. Tenía el brazo izquierdo dormido. Tenía hambre. Tenía ganas de morirme. Pero no para siempre. Tal vez sólo tenía ganas de dormir. Me castañeteaban los dientes. Santa Bárbara, ten piedad de tu servidor. 22. Cuando la decapitaron, quiero decir cuando le cortaron la cabeza a Santa Bárbara, cayó un rayo del cielo que fulminó a sus verdugos. ¿También al juez que la condenó? ¿También a su padre que la encerró? Cayó un rayo y antes se oyó el estampido de un trueno. O al revés. Auténtico. Dios mío, Dios mío, Dios mío. 23. No me acerqué más. Me contenté con ver la iglesia desde lejos y luego eché a caminar hasta un bar donde en mis tiempos se comía barato. No lo encontré. Entré en una panadería y compré una barra de pan. Después salté una tapia y me lo comí a salvo de miradas indiscretas. Sé que está prohibido saltar tapias y comer en jardines abandonados o en casas derruidas, por la propia seguridad del infractor. Te puede caer una viga encima, me dijo el comisario Damián Valle. Además, es propiedad privada. Está hecho mierda, criadero de arañas y ratas, pero sigue siendo, hasta el fin de los días, propiedad privada. Y te puede caer una viga encima de la cabeza y destrozarte ese cráneo privilegiado, me dijo el comisario Damián Valle. 24. Después de comer salté la tapia y estuve otra vez en la calle. De pronto, me sentí triste. No sé si era la nieve o qué. Comer, últimamente, me produce desconsuelo. Cuando como no estoy triste, pero después de comer, sentado sobre un ladrillo, mirando caer los copos de nieve sobre el jardín abandonado, no sé. Desconsuelo y congoja. Así que me palmeé las piernas y eché a andar. Las calles empezaron a vaciarse. Durante un rato estuve mirando aparadores. Pero era mentira. Lo que hacía era buscar mi imagen en las vitrinas, en los ventanales. Después se acabaron los ventanales y sólo había escaleras. Agaché la cabeza y subí. Luego una calle. Luego la parroquia de la Concepción. Luego la iglesia de San Bernardo. Luego las murallas y más allá la fortaleza. No se veía ni un alma. Estaba en el cerro del Moro. Recordé las palabras del viejo: vete, vete, que no te pillen otra vez, desgraciado. Todo el mal que hice. Santa Bárbara, apiádate de mí, apiádate de tu pobre hijo. Recordé que por aquellas callejuelas vivía una mujer. Decidí visitarla, pedirle un plato de sopa, un suéter viejo que ya no quisiera, algo de dinero para comprar un billete de tren. ¿Dónde vivía esta mujer? Me metí en callejas cada vez más estrechas. Vi un portalón y golpeé. No abrió nadie. Empujé el portalón y accedí a un patio. A alguien se le había olvidado recoger la colada y ahora la nieve caía sobre la ropa de colores amarillentos. Me abrí paso por entre camisas y calzoncillos y llegué a una puerta con una aldaba de bronce que parecía un puño. Acaricié la aldaba pero no llamé. Empujé la puerta. Afuera empezaba a oscurecer a toda prisa. Tenía la mente en blanco. Los copos de nieve chisporroteaban. Avancé. No recordaba ese pasillo, no recordaba el nombre de la mujer, era una guarra, buena persona, injusta aunque le dolía, no recordaba esa oscuridad, esa torre sin ventanas. Pero entonces vi una puerta y me colé sigilosamente. Era una especie de almacén de granos, con sacos apilados hasta el techo. En un rincón había una cama. Tendido en la cama vi a un niño. Estaba desnudo y tiritaba. Saqué mi navaja del bolsillo. Sentado a una mesa vi a un fraile. La capucha le velaba el rostro, que tenía inclinado, absorto en la lectura de un misal. ¿Por qué el niño estaba desnudo? ¿Es que no había en aquella habitación ni una manta? ¿Por qué el fraile leía su misal en vez de arrodillarse y pedir perdón? Todo se tuerce en algún momento. El fraile me miró, dijo algo, le respondí. No se me acerque, dije. Después le clavé la navaja. Los dos nos quejamos hasta que él se quedó quieto. Pero yo tenía que asegurarme y se la volví a clavar. Después maté al niño. ¡Rápido, por Dios! Después me senté en la cama y tirité durante un rato. Basta. Era necesario irse. Tenía la ropa manchada de sangre. Busqué en los bolsillos del fraile y encontré dinero. En la mesa había unos boniatos. Me comí uno. Bueno y dulce. Abrí, mientras me comía el boniato, un armario. Sacos de cebolla y patatas. Pero colgando en el perchero había un hábito limpio. Me desnudé. Qué frío hacía. Después de revisar cada bolsillo, para no dejar pruebas incriminatorias, puse mi ropa en un saco, incluidos los zapatos y me até el saco a la cintura. Jódete, Damián Valle. En ese momento me di cuenta de que estaba dejando marcadas mis pisadas por toda la habitación. Tenía las plantas llenas de sangre. Durante un rato, sin dejar de moverme, las observé con atención. Me entraron ganas de reír. Eran huellas bailadoras. Huellas de San Vito. Huellas que no iban a ninguna parte. Pero yo sabía adónde ir. 25. Todo estaba oscuro, menos la nieve. Empecé a bajar del cerro del Moro. 26. Iba descalzo y hacía frío. Mis pies se enterraban en la nieve y a cada paso que daba la sangre se iba despegando de mi piel. Al cabo de unos metros me di cuenta de que alguien me seguía. ¿Un policía? No me importó. Ellos gobernaban la tierra, pero yo sabía en ese momento, mientras caminaba por la nieve luminosa, que el jefe era yo. 27. Dejé atrás el cerro del Moro, en el plan la nieve era aún más alta, crucé un puente, vi de reojo, con la cabeza gacha, la sombra de una estatua ecuestre. Mi perseguidor era un adolescente gordo y feo. ¿Quién era yo? Eso no importaba nada. 28. Me despedí de todo lo que iba viendo. Era emocionante. Aceleré el paso para entrar en calor. Crucé el puente y fue como si cruzara el túnel del tiempo. 29. Hubiera podido matar al chaval, obligarlo a seguirme hasta un callejón y allí pincharlo hasta que la palmara. ¿Pero para qué? Seguramente era el hijo de una puta del cerro del Moro y jamás diría nada. 30. En los lavabos de la estación limpié mis viejos zapatos, les eché agua, borré las manchas de sangre. Tenía los pies dormidos. Despertad. Después compré un billete en el siguiente tren. En cualquiera, sin importarme su destino.
Roberto Bolaño